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AcordeónUna patria llamada soledad

Una patria llamada soledad

Autorretrato. Francis Naranjo, 2018.

“¡Oh soledad! ¡Soledad, patria mía!
¡Demasiado tiempo he vivido salvaje,
en salvajes países extranjeros,
para no volver a ti derramando lágrimas!”
Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra

 “Porque vivimos un momento de radical soledad también sin padre, sin una última creencia”
María Zambrano, Séneca

 

No sabemos estar solos. No queremos, no podemos, no debemos estar siempre solos. Necesitamos a los otros seres humanos para saber quién somos: animales sociales, lobos solitarios o jauría de chacales, manada de borregos u ovejas negras. La soledad escogida, la soledad impuesta, la soledad exterior, la soledad interior, la “soledad sonora”, la soledad del cero, el “laberinto de la soledad”.

No obstante, a través de los siglos hemos aprendido una lección fundamental: con frecuencia es en la soledad relativa, libremente elegida, cuando se puede llegar a los niveles más altos de la creatividad y, también, de la espiritualidad; y digo soledad relativa porque en verdad la soledad absoluta no existe, como no existe el vacío absoluto ni tampoco existe el silencio total y hasta lo inmaterial es únicamente una metáfora de la invisible materia o energía oscura.

¡Estamos condenados a vivir acompañados! Lo queramos o no: acompañados por las personas que amamos o que nos aman, acompañados por nuestros recuerdos, acompañados por las cosas que nos rodean, acompañados por el sonido del mundo, del Universo, acompañados por esa materia oscura, invisible para el ojo humano, que lo envuelve todo, y, en última instancia, acompañados por el pensamiento que no nos abandona ni cuando estamos durmiendo y, tampoco, cuando no queremos pensar; no hay nada más inquietante que un pensamiento que se piensa a sí mismo intentando “no pensar”.

Por lo tanto, para llegar a esos niveles creativos y espirituales hemos tenido que convivir con los otros, con “la otredad”; por los otros y por la otredad, no solo quiero decir “los otros seres humanos”, sino que también incluye todo aquello que está más allá de mi “yo”: desde una piedra hasta el pájaro que atraviesa el aire que nos rodea, desde la hormiga hasta el Universo que por la noche nos acompaña, desde la araña hasta el zorro que huye cuando nos ve, y, en última instancia, mientras podamos escuchar música o leer un libro nunca estaremos solos.

La soledad del corredor de fondo

Cuando era joven no sabía estar solo, siempre andaba corriendo de un lugar a otro buscando compañía, ya fuera por razones laborales o por voluntad propia. Corría de mi apartamento en Manhattan a la universidad donde impartía clases; de una conferencia de algún escritor o de alguna escritora a reunirme con mis amigos poetas latinos y artistas españoles, de una galería de arte a otra, de un museo a otro, de una reunión de la facultad de mi Departamento de Lenguas Modernas (en la universidad pública de la Ciudad de Nueva York) a un bar, de una fiesta a otra, del bar a un tugurio nocturno, de un after hours a otro, desde mi casa al aeropuerto, etcétera, etcétera. Aunque nunca me gustó llegar tarde a cualquier tipo de cita que tuviera para no estar solo, a veces apuraba tanto el tiempo que tenía que hacer algún tramo de mi trayecto corriendo como si fuera un corredor de fondo en el laberinto de asfalto y rascacielos que es Manhattan.

Con la edad he aprendido a estar relativamente solo y también a gestionar mi tiempo de tal forma que siempre llego con mucha antelación a los lugares donde tengo que ir. Tan es así que precisamente ahora que la sociedad occidental disfruta con la velocidad (y también la padece) en cualquier aspecto de su vida, yo me he convertido en un esclavo de la soledad y de la lentitud (un tema, el de la lentitud, que trataré en otro ensayo); este ir y venir interminable a toda prisa era, aparentemente, una forma de expresar mi libertad personal, de huir de la soledad, pero en realidad estaba siendo deshonesto conmigo mismos porque, como leí en un libro que ahora no recuerdo, “la prisa destruye la honestidad en cada acto”: la velocidad, la verdad y la ética son incompatibles.

Este tipo de libertad que te da la soledad la aprendí hace mucho tiempo leyendo el relato de Alan Sillitoe La soledad del corredor de fondo, en el que luego el director Tony Richardson basaría su película con el mismo título. La historia de un joven delincuente de 17 años (Smith) que se ve confinado en un reformatorio, o centro de detención (“Borstal”), me impresionó poderosamente por cómo termina.

El joven Smith tenía una gran capacidad para correr. En un momento dado los atletas del reformatorio tienen que competir con los representantes de los otros centros de detención de toda Inglaterra por la “Borstal Blue Prize Cup For Long-Distance Cross-Country Running (All England)”. Hasta aquí nada demasiado atractivo, pero lo que me impresionó fue el final: cuando el joven delincuente está ganando la carrera, para el gran disgusto del gobernador del centro de detención donde Smith vivía, justo unos pasos antes de llegar a la meta final, se para en seco y deja que gane la carrera un joven delincuente de otro centro; era su forma de demostrar que a pesar de estar en un reformatorio, y de ser un pobre ladrón, él era libre, aunque sabía que esto le costaría un castigo por parte de la administración para el resto de su estancia en aquel  centro.

En un momento dado de la carrera, el joven delincuente se dice a sí mismo: “Sabía cómo se sentía la soledad del corredor de fondo corriendo por el campo, dándome cuenta de que, en lo que a mí respectaba, este sentimiento era la única honestidad y realidad que había en el mundo…”. Es, pues, la soledad un sentimiento que, de algún modo, nos puede ligar honestamente a la realidad y, por lo tanto, en el caso de este joven delincuente inglés, la soledad, su soledad, no es un lastre sino más bien un triunfo y una manera de consolidar su convicción de que la libertad y la honestidad consigo mismo (a pesar de ser un ladrón) son valores que están por encima de cualquier recompensa que nos pueda ofrecer la sociedad. Es la ética de un ladrón, pero es una ética que muchos hombres y mujeres “decentes” no tienen y a veces venden su libertad y su honestidad por “quince minutos de fama”, como diría Andy Warhol.

El final de La soledad del corredor de fondo me ha perseguido toda la vida y, de hecho, algunas de mis decisiones las he tomado pensando en ese desenlace del relato y de la película, en ese acto de libertad frente a las instituciones que nos ensalzan y nos esclavizan, a veces teniendo que renunciar a nuestra honestidad; lo cual ha ido en detrimento mío en muchos aspectos de mi vida en general y en mi experiencia como escritor en particular. Pero he comprendido que la libertad y la soledad no solo se conquistan con las “grandes acciones”, sino también con cualquiera de nuestros actos cotidianos. Hay que aprender a estar solos, inclusive cuando vivimos en pareja o estamos rodeados de una multitud.

Transexualidad, Zaratustra y Thoreau

Las tres religiones del Libro (la judía, la cristiana y la musulmana) coinciden en que en nuestros orígenes Dios no podía permitir que Adán estuviera solo y por eso creó a Eva. Sin embargo, ese mismo Dios (el único que se puede permitir el lujo de estar solo) hizo al hombre y a la mujer “a su imagen y semejanza”, según la Biblia; o sea, que si Dios existe es macho y hembra a la vez; queda, pues, legitimada y “divinizada” la transexualidad. Ahora bien, no hay seres humanos que sufran más el aislamiento y la marginación que los/las transexuales; especialmente en el periodo de la infancia, cuando el niño o la niña siente que, si bien su familia los tratan según el sexo de su cuerpo, ellos y ellas prefieren comportarse como siendo del sexo contrario, aunque no los comprendan y para ellos y ellas, en su inocencia, sea normal lo que a su familia y a la sociedad le parece un comportamiento “anormal”.

En cuanto a Dios, sería Nietzsche quien de un plumazo liquidaría al Dios de estas tres religiones en su libro Así habló Zaratustra. De ahí que yo me sienta más afín a otra religión, anterior a las religiones de la Gente del Libro, el zoroastrismo. ¿Por qué esta empatía con una religión que no practico? Pues por convicción personal, porque la norma zoroastrista básica, “habla bien, piensa bien, actúa bien”, me cautivó cuando estuve en Irán, un país donde las operaciones de los transexuales que lo deseen las autoriza y las paga parcialmente el Estado. A veces esa es la única opción que les queda a los jóvenes homosexuales en la opresora teocracia de Irán: cambiar de sexo legalmente o arriesgarse a ser encarcelados o ejecutados. El volumen de Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra, te enseña a ser una persona que pone por encima de todo la importancia de una ética individual, solitaria, aunque es una ética que aspira a ser una ética colectiva, universal, una ética que te compromete con los otros y con la otredad en cada uno de tus actos, una ética de la libertad, una libertad individual que se termina donde empieza la libertad de los otros, una ética que se conquista en solitario, como Zaratustra.

Desde el principio del libro de Nietzsche, cuando después de haber pasado diez años solo en la montaña, Zaratustra se encuentra con un anciano en el bosque, este dice:

“Camina como si danzase. Zaratustra se ha transformado, Zaratustra se ha hecho niño. Zaratustra se ha despertado. ¿Qué vas a hacer al lado de quienes duermen? Tú vivías en la soledad como el mar y el mar te sostenía. ¿Es que deseas tornar a la tierra, desdichado? ¡Infeliz de ti! ¿Es que de nuevo quieres arrastrar por ti mismo tu propio cuerpo?

Zaratustra respondió:

—Amo a los hombres.

Y el sabio replicó:

—¿Sabes, acaso, por qué he ido yo al bosque y a la soledad? ¡Fue porque amaba demasiado a los hombres!”.

Y así empieza toda una dialéctica que se basa en una paradoja central: huir del ser humano porque precisamente se le ama y solo en la soledad ese amor puede seguir intacto, o ir hacia el ser humano, renunciando a la soledad, por la misma razón, porque se ama a los humanos. Además, en el caso de Zaratustra, este quiere cambiarlos, educarlos, enseñarles a vivir de otra manera, a ser un “superhombre”; un concepto del cual se ha hablado y se ha abusado demasiado, tanto por parte de los intelectuales como de los políticos, para llegar a veces a nefastas conclusiones y exterminios masivos.

Como ese viejo que Zaratustra se encuentra en el bosque, Henry David Thoreau se retiró para vivir junto a la Naturaleza y escribió su famoso Walden o mi vida entre bosques y lagunas. De la cabaña que construyó él mismo dice: “En mi casa tenía tres sillas: una era para la soledad, la otra para la amistad, la tercera para la sociedad. Cuando inesperadamente venía un gran número de visitantes, solamente estaba la tercera silla para todos ellos”. Más allá de esta anécdota, el libro entero habla de sus relaciones materiales y espirituales con la Naturaleza, con la fauna y la flora de su entorno, de sus relaciones con los otros seres humanos, pero le dedica un apartado especial a la soledad.

Por lo relevante que es en general para nuestro tema, y para mí en particular, reproduzco un extenso párrafo de ese apartado:

“Nunca me he sentido solo, ni tampoco deprimido por forma alguna de soledad, salvo una vez, y esto fue unas pocas semanas después de haber venido a los bosques, cuando por una hora dudé de si la próxima vecindad del hombre sería esencial para una vida serena y saludable. El estar solo era entonces poco placentero. Pero al mismo tiempo me daba cuenta de que estaba pasando por una ligera dolencia en mi modo de pensar y parecía prever mi mejora. En medio de una lluvia suave, mientras prevalecían estos pensamientos, me di cuenta de pronto de la existencia de una sociedad dulce y beneficiosa en la Naturaleza, en el golpear acompasado de las gotas y en cada sonido y vista alrededor de mi casa; una amistad infinita e imposible de narrar, como si se tratara de toda una atmósfera que me mantenía, una amistad que convirtió en insignificantes todas las ventajas imaginarias de la vecindad humana y no he pensado en ellas desde entonces. Cada pequeña aguja de los pinos se dilataba, henchida de simpatía y me ofrecía su amistad. Me di cuenta en forma tan clara de la presencia de algo relacionado conmigo, hasta en los parajes que solemos llamar salvajes y tristes, y también de que el pariente más aproximado y el más humano, no era una persona, ni tampoco uno de la villa, que por ello pensé que ningún lugar me sería extraño alguna otra vez”.

¡Esta es la patria a la que se refería Nietzsche en la cita que hemos reproducido al principio: una patria en la que la amistad con la Naturaleza puede hacer que nunca te sientas solo! La patria de los solitarios está en todas partes.

Sin duda conquistar esa amistad de todo lo que nos rodea de la que habla Thoreau, ya sea en la Naturaleza o en las ciudades, es un reto que requiere un gran esfuerzo en el siglo XXI, no solo porque las intricadas redes sociales (analógicas y electrónicas) casi nos obligan a estar “conectados” para poder sobrevivir, sino también porque la soledad se puede sentir inclusive si tenemos unas excelentes relaciones públicas y, también, si en cualquiera de las plataformas de internet nuestros seguidores se cuentan por miles o millones. Y, en última instancia, si aparentemente somos capaces de conquistar esa soledad, lo más posible es que fracasemos en mantenerla activa, ya sea en la vida real como en la espiritual.

¿El fracaso del pensamiento solitario? Por una ética universal

Edmund Husserl, en unos artículos escritos entre 1922 y 1924, publicados en español con el título de Renovación del hombre y de la cultura, llega a la siguiente conclusión: “Venimos así a la idea última de una Humanidad ética universal, idea de un pueblo universal verdaderamente humano que abarque a todos los pueblos singulares y a todas las constelaciones de pueblos y culturas; y a la idea de un Estado universal que abarque a todos los sistemas estatales y a todos los Estados individuales”.

Todo esto lo pensó el filósofo alemán durante sus largas reflexiones en solitario, pero la sociedad iba ya por otros derroteros menos solidarios, menos éticos, como se demostraría durante la Segunda Guerra Mundial en su propio país. Además, pobre Husserl, si viera lo que un siglo después está sucediendo se horrorizaría de saber que ha pasado todo lo contrario, que esa “ética universal” no existe sino que gran parte de los seres humanos se ha convertido en unos seres egoístas, que la “singularidad” de los pueblos es ahora un arma arrojadiza, que se está fomentando un proteccionismo nacionalista feroz, que los valores éticos no solo son despreciados e infravalorados frente a los valores económicos sino sencillamente que, salvo contadas excepciones, el principal valor que prevalece es el de la economía.

En las conclusiones de uno de esos artículos de Husserl, el titulado ‘Renovación como problema ético individual’, termina diciendo lo siguiente: “Sólo por su propia libertad puede un hombre llegar a la razón y configurar racionalmente su persona y su mundo circundante; y sólo en ello hallará la máxima dicha que le es dada, la única racionalmente deseable. Cada uno por sí y en sí debe llevar a cabo, una vez en la vida, esta automeditación universal y debe tomar la decisión vinculante de por vida, y con la que se alcanza la mayoría de edad moral, de fundar originalmente su vida como vida ética”. En este sentido, la soledad (durante un tiempo limitado) es el mejor camino para llegar a un Yo auténtico, ético; aunque luego esa suma de soledades sea la que de por sí puede ofrecernos una sociedad mejor, una comunidad de individualidades éticas.

El laberinto de la soledad individual y colectiva

El ser humano solitario no necesariamente deja de ser una persona solidaria. De hecho, con frecuencia la persona creativa, la persona pensadora solitaria contribuyen a la imagen general de una cultura local y universal. La acumulación de muchas soledades es la que a veces termina por configurar una identidad cultural nacional y universal. Sería muy extenso enumerar esos esfuerzos solitarios de creadores y creadoras cuyas obras, realizadas en la soledad, han terminado por convertirse en el emblema de una identidad nacional y, a la vez, universal. Por poner un solo ejemplo, se podría decir que la obra maestra de Cervantes, Don Quijote de la Mancha, fue sin duda escrita en las horas de soledad que a veces padeció y otras disfrutó su autor, no solo en sus periodos de encarcelamiento, sino también en ese acto de concentración máxima que le permitió poder escribir su obra.

Por otro lado, Don Quijote/Sancho Panza, es un personaje solitario, es decir, la unidad de los dos personajes son en verdad una sola mente, un solo ser con dos caras. Pero no como el mito romano de los dos rostros de Jano (uno mira hacia el pasado y el otro hacia el futuro), sino que el rostro de Don Quijote tiene la mirada puesta en lo alto, en lo espiritual, en lo ideal, para de esa manera criticar la sociedad de su época. Sin embargo, el rostro de Sancho siempre está mirando a lo bajo, a la tierra, a lo real. Es bien sabido que al final de la obra el discurso de uno se funde y se confunde con el del otro: el idealismo de Don Quijote se hace cada vez más pragmático y el realismo de Sancho más idealista; una sola soledad con dos rostros.

Pero hay otra soledad, la soledad colectiva, como se refleja en la obra maestra de Gabriel García Márquez, Cien años de soledad. No creo que sea necesario entrar aquí en subrayar la importancia fundamental que este libro tiene para la literatura en lengua española y para el tema que nos concierne, la soledad. No obstante, sí es pertinente remarcar que en este caso, como ya hemos dicho, se habla de una soledad colectiva a partir de la historia de una familia y de un pueblo rural, Macondo, un tipo de soledad que se puede proyectar a todo el continente latinoamericano, una soledad que atañe también a cualquiera de esos pueblos indígenas que fueron maltratados, tachados de la gran Historia y que, por suerte, en las últimas décadas, tanto sus lenguas como sus culturas están siendo rescatadas del amenazante olvido.

Octavio Paz escribió un ensayo, El laberinto de la soledad, que, si bien ahondaba en la identidad mexicana tal y como él la entendía en 1950, se podría extrapolar a buena parte de la América hispanohablante cuya población indígena y mestiza era tan numerosa como la de México. Por otro lado, algunas de sus descripciones del “ser mexicano” se podrían aplicar a la idea general de la soledad tal y como la siente el ser humano en cualquier lugar del mundo.

Desde el principio de este libro constatamos cómo Paz generaliza al referirse, por ejemplo, a las diferentes etapas de la vida: en la adolescencia “el descubrimiento de nosotros mismos se manifiesta como un sabernos solos […] Es cierto que apenas nacemos nos sentimos solos; pero niños y adultos pueden transcender su soledad y olvidarse de sí mismos a través de juego o trabajo”. Y más adelante, en este primer capítulo, apunta a un tema que de algún modo nosotros hemos tratado en este ensayo: “Nuestra soledad tiene las mismas raíces que el sentimiento religioso”.

En todo el libro nos encontramos con afirmaciones de Octavio Paz que, como he mencionado, van más allá del tema mexicano, pero será en el apéndice final, ‘La dialéctica de la soledad’, donde de algún modo resume todo su pensamiento y donde se acerca más a una reflexión que no solo se limita a lo local, sino también a la condición humana en general: “La soledad, el sentirse y el saberse solo, desprendido del mundo y ajeno a sí mismo, separado de sí, no es característica exclusiva del mexicano. Todos los hombres, en algún momento de su vida, se sienten solos; y más: todos los hombres están solos […] La soledad es el fondo último de la condición humana”. No obstante, hay que señalar que Octavio Paz cree que se puede “saltar el muro de la soledad”, transcenderla a través de la “comunión” con el otro, y, por supuesto, también gracias al amor en general.

Volviendo al ensayo de Husserl, este dice lo siguiente:

“Pero además, la ética no es mera ética individual, sino también ética social […] Una humanidad en este sentido llega hasta donde alcanza la unidad de una cultura; en su máxima expresión, hasta la unidad de una cultura universal que de manera independiente se cierra sobre sí y que puede comprender en su seno múltiples culturas nacionales particulares. En una cultura se objetiva precisamente la unidad de la vida activa, siendo la correspondiente humanidad su sujeto global. Por cultura no entendemos otra cosa, en efecto, que el conjunto total de logros que vienen a la realidad merced a las actividades incesantes de los hombres en sociedad que tienen una existencia espiritual duradera en la unidad de la conciencia colectiva y de la tradición que la conserva y prolonga […] La colectividad es una subjetividad personal de, por así decir, muchas cabezas, que están, con todo, enlazadas. Las personas individuales que integran la colectividad son sus miembros, funcionalmente entretejidos unos con otros por actos sociales de múltiples formas que unen espiritualmente a las personas entre sí –actos yo-tú, como mandatos, acuerdos, actos de amor, etcétera”.

Nuestra soledad, pues, se puede convertir en solidaridad por la interacción entre nuestras obras y un público local, nacional o universal. Es cierto que la tendencia más reciente a encerrarse en lo que se llaman “los valores de la identidad nacional” parece alejarnos de otras “identidades” nacionales, pero si lo miramos bien debería ser todo lo contrario ya que una identidad nacional solo es posible si la confrontamos, y a la vez la fundimos, con la pluralidad de otras identidades.

Una mirada sin espejo que la refleje, y nos la devuelva como tal (aunque sea deformada, transformada), es una mirada que está condenada a morir en el vacío; como ya dijimos al principio de este ensayo, necesitamos a los otros para saber quiénes somos nosotros mismos, y viceversa. De igual modo, una cultura ensimismada, encerrada en sus propios cánones y parámetros, que no acepta la interacción con otras culturas, está condenada a secarse como un mar en el que no desemboca ningún río.

Es más, para Husserl, “en el trato social, este individuo advierte que el otro, en la medida en que es bueno, tiene un valor también para él, y no un mero valor de utilidad sino un valor en sí. Y se toma en consecuencia un interés personal en la tarea moral que el otro hombre se trae consigo mismo; tiene un interés personal de principio en que el otro hombre dé cumplimiento en todo lo posible a sus buenos deseos, en que conduzca su vida con rectitud. De suerte que en la voluntad ética de este individuo ha de entrar también el poner cuanto esté de su parte en la empresa ética del segundo”.

Con frecuencia en la sociedad actual sucede todo lo contrario: en el otro vemos la posibilidad de usarlo para nuestro propio beneficio. El otro, la otra, nos son útiles y, por lo tanto, calculamos y medimos de qué forma podemos utilizarlos para avanzar en nuestra “carrera” hacía una meta que habitualmente es alcanzar un cierto nivel económico, de fama y de reconocimiento que son tan efímeros como nuestra propia existencia. Por suerte hay todavía amigos y amigas verdaderos, relaciones individuales y colectivas desinteresadas, colectivos y organizaciones que ayudan a los más necesitados sin esperar ninguna recompensa, ningún reconocimiento.

Soledad y ciencia; los beneficios de la colaboración

Compartir lo que sabemos, o lo que creemos que sabemos, no solo es un deber sino una obligación si pretendemos actuar bajo los parámetros de una ética individual y colectiva. Con frecuencia los sistemas educativos están diseñados de forma que el profesor y la profesora se convierten en el mediador y en la mediadora, transmiten unos conocimientos adquiridos a través de los estudios para luego impartirlos y compartirlos en un aula, en un libro o en internet. No obstante, cuando se trata de enseñar unos valores éticos con frecuencia se habla de “adoctrinamiento”. Se suele separar lo que son las “humanidades” (y la filosofía en particular) de lo que son las “ciencias”. Sin embargo, el origen de la ciencia en Occidente se encuentra precisamente en la lógica filosófica (sobre todo en la filosofía presocrática). Al igual que “la filosofía es el depósito objetivo de su sabiduría y así el depósito de la sabiduría de la propia comunidad […] El trabajo individual de cada matemático sirve a una ciencia que es patrimonio común de todos”, dice Husserl en su ensayo Renovación y ciencia.

En cuanto a la ciencia, en relación con la soledad y con la otredad, habría ahora que adentrarse en los misterios del cerebro humano para completar este apartado, pero eso nos llevaría a tener que citar no pocos libros, teorías y experimentos de las neurociencias que demuestran lo fundamental que es la interacción humana, la colaboración consciente e inconsciente, para que  nuestras neuronas se mantengan activas en cada etapa de nuestra existencia y, por lo tanto, lo poco recomendable que es la soledad prolongada durante mucho tiempo.

No obstante, sí quiero mencionar que entre todas las clases de neuronas que hay en nuestro cerebro una es particularmente importante, la “neurona espejo”. Gracias a esta neurona aprendemos imitando y sentimos emociones (empatía) compartidas con otros seres humanos, y también con los animales, ya sean reales o ficticios. Sólo quiero mencionar un libro: Las neuronas espejo. Los mecanismos de la empatía emocional (2006), de Giacomo Rizzolatti y Corrado Sinigaglia.

En un momento dado de este volumen, los investigadores italianos se preguntan:

“en el hombre, el sistema de las neuronas espejo se activa también al observar pantomimas de actos manuales, de gestos intransitivos o de actos comunicativos orofaciales reales. ¿No se puede, entonces, lanzar la hipótesis de que fue la progresiva evolución del sistema de las neuronas espejo, originalmente dedicado al reconocimiento de actos transitivos manuales (coger, sostener, alcanzar, etcétera) y orofaciales (morder, ingerir, etcétera), lo que suministró el sustrato neuronal necesario para la aparición de las primeras formas de comunicación interindividual? ¿Y de que, a partir del sistema de las neuronas espejo […] se desarrolló en el hombre el circuito responsable del control y producción del lenguaje verbal…?”.

Y más allá de esta fascinante hipótesis, desde el prólogo, los autores afirman:

“El sistema de las neuronas espejo parece, así, decisivo en el surgimiento de ese terreno de experiencia común que está a su vez en el origen de nuestra capacidad de actuar como sujeto, y no solo en el plano individual, sino también, y sobre todo, en el plano social […] Esto demuestra cuán arraigado y profundo es eso que nos une a los demás y cuán raro resulta un yo sin un nosotros”.

Soledad y religiosidad: el Dios interior

Las diferentes religiones suelen tener un marco muy estricto de cómo el ser humano debe comportarse. En el mundo occidental liberarse de las instituciones religiosas (no de la religiosidad, que es un asunto muy diferente) ha sido una tarea que desde el siglo XVIII nos parecía ya imparable. “La muerte de Dios” se daba por hecho frente a la victoria de “la Razón”. Sin embargo, ahora más que nunca, el retorno del sentimiento religioso (manipulado por las instituciones religiosas y las de los diferentes Estados) parece haberse adueñado de gran parte de la comunidad humana global.

Algunos de los conflictos más violentos de las tres últimas décadas han sido legitimados por “razones” religiosas. ¿Han fracasado la razón y la ciencia o es simplemente un espejismo que enmascara intereses geopolíticos mucho más oscuros? Pasarán varios lustros antes de que podamos conocer la verdad sobre el origen de todos estos conflictos.

Estamos inmersos en un desconcierto que parece negar la idea de que la evolución lógica de todos los pueblos del planeta sea la de ir hacia más ciencia y menos religión. ¿Se debe el retorno de la religión al hecho de que cada día nos sentimos más solos en la sociedad del consumismo impulsivo y, también, de la hiperconectividad que nos ofrecen varias aplicaciones para teléfonos móviles e internet? ¿No sería preferible usar menos “FaceBook” (el “Libro Cara”) y pasar al “Face to Face” (al “Cara a Cara”)?

De cualquier modo, quizás lo más recomendable sería “privatizar” la religión en lugar de querer simplemente eliminarla; es decir, que el Estado estuviera al servicio de todos, que fuera aconfesional y que las religiones solo fueran un asunto personal, individual que para nada influyeran en las decisiones del Estado. Desgraciadamente está ocurriendo todo lo contrario: las diferentes religiones cada vez tienen más poder de influir en las decisiones de los diferentes Estados hasta llegar al paroxismo de una Teocracia, como es el caso de Irán y de algunos países musulmanes. ¡Y qué decir, por ejemplo, del poder que poseen los evangelistas en Estados Unidos y en Brasil, y el de los partidos políticos judíos ultraortodoxos en Israel!

Sin embargo, se puede especular con que un sentimiento religioso no institucionalizado, originario, en absoluto entra en conflicto con un Estado moderno, contemporáneo. Dice Husserl: “La intuición unitaria toma aquí el carácter de la unidad de una experiencia religiosa originaria, y por tanto también el de una referencia a Dios originariamente vivida, en que el sujeto de la intuición ya no es interpelado como desde fuera por un Dios que está frente a él y que le hace portador de una revelación que ha de transmitir; sino que, contemplando a Dios dentro de sí, se sabe originariamente uno con Él”.

Ese Dios interior ya lo intuyó Séneca en el siglo I de nuestra era: en una de las cartas a su amigo Lucilio escribe: “Dios está cerca de ti, está contigo, está dentro de ti”. O sea, que si Dios es el único que puede estar solo de algún modo, al interiorizarlo, compartimos con él su soledad.

Fray Luis de León, en el siglo XVI, sin duda ya había interiorizado al Dios cristiano cuando escribió su famosa oda a La vida retirada. Este poema pasó de no tener ningún título a que en varias ediciones se le pusiera títulos muy variados: Vida solitaria, Canción a la vida solitaria, A la soledad del campo y Vida del campo. ¿Pero de qué o de quiénes huía el místico manchego? Según Ángel Custodio Vega, “sin duda que Fray Luis fue siempre un amante apasionado del campo y de los cielos, del aire y de la luz […] Pero también ama la ciudad y gusta del trato de las gentes y halla no poco consuelo con los amigos”. De cualquier modo, gregario y solitario a la vez, como tantos de nosotros hoy en día, los primeros versos de su oda son ahora tan actuales como lo fueron en su época:

“¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal ruido,
y sigue la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!”.

Este poema debería ser un himno para los nuevos neo-rurales que están repoblando la España vaciada desde hace años y que ahora, por los devastadores efectos de la pandemia de la COVID-19, este éxodo desde las grandes ciudades hacia los pueblos más pequeños se ha incrementado sustancialmente.

Pero volviendo “al Dios interior”, quien comparte su soledad con la soledad humana, cuando dejamos de pensar en Él es cuando este está en nosotros; es decir, lo hemos interiorizado, asimilado, “devorado” sin tener que pasar, como los católicos, por el ritual de comerse la hostia. Ese estado feliz no tiene por qué ser consciente, al contrario, solo con mirar y observar todo lo que nos rodea se puede descubrir y asimilar una unidad en la cual participamos (aunque no practiquemos ninguna religión), esa “amistad” con la Naturaleza de la que hablaba Thoreau, creamos o no creamos en el Dios solitario, distante e invisible que nos ofrecen las tres religiones del Libro.

En este sentido, lo que para algunos místicos fue un camino tortuoso, y a veces físicamente doloroso, hasta llegar a esta identidad compartida con Dios, para cualquier ser humano con un comportamiento ético y una mirada humilde puede llegar a un resultado parecido al que ha alcanzado un místico (aunque sea de una manera más modesta y efímera), a interiorizar a Dios, que a fin de cuentas solo consiste en sentir sinceramente esa unidad universal, originaria, a la que pertenecemos en alma y cuerpo, esa aspiración última a la que Husserl denomina como una “religión universal”.

El paseante solitario

Ya en el siglo XVIII, sin tener que hablar de Dios, pero hablando casi como un místico, Jean-Jacques Rousseau, en su vejez y muy cerca ya de la muerte (1778) escribe un libro que dejó sin terminar, Las ensoñaciones del paseante solitario. Desde el primer “paseo” nos encontramos con el tema de la soledad como protagonista: “Heme aquí pues, solo en la tierra, sin más hermano, prójimo, amigo ni compañía que yo mismo. El más sociable y más amante de los humanos ha sido proscrito por un acuerdo unánime. Han buscado, en los refinamientos de odio, el tormento que sería más cruel para mi alma sensible, y violentamente han cortado todos los lazos que me ataban a ellos. Habría amado a los hombres a pesar de ellos mismos”. Esta última frase es casi ya un adelanto de lo que, como ya hemos visto, después diría Nietzsche en su Zaratustra.

Es obvio que Rousseau exageraba un poco: en el momento de su muerte vivía con su amante, Thérèse, tenía una criada y no era tan odiado por sus antiguos amigos y por la sociedad francesa, pero él insistirá una y otra vez en su sentimiento de soledad frente a la humanidad: “Por más que los hombres volviesen a mí, ya no me encontrarían […] me hallo cien veces más feliz en mi soledad de lo que podría ser viviendo con ellos”. Y, desde el primer “paseo”, el autor describe su proyecto de libro como sigue: “Estas hojas no serán propiamente más que un informe diario de mis ensoñaciones. Se tratará mucho de mí, porque un solitario que reflexiona se ocupa necesariamente mucho de sí mismo”.

En el ‘Segundo paseo’ Rousseau ahonda más en el proceso de la escritura y su relación con la soledad: “Esas horas de soledad y meditación son las únicas del día en que soy yo plenamente y para mí sin distracción ni obstáculo, y en que verdaderamente puedo decir que soy lo que la naturaleza ha querido”. Y es que esta forma “natural” de estar solo dice el autor, en su ‘Tercer paseo’, que le viene de su propia experiencia de haber vivido en el campo: “La soledad campesina en que pasé la flor de mi juventud”.

En el ‘Quinto paseo’, Rousseau muestra un entusiasmo por la naturaleza casi romántico y dice de las orillas del lago Bienne (Suiza) “son más salvajes y románticas que las del lago de Ginebra”, y que, por lo tanto, pocas personas se acercan por esas orillas, “pero cuán interesante para los contemplativos solitarios”. (El autor de la traducción que estamos citando, Mauro Armiño, dice en una nota a pie de página que “es ésta una de las primeras veces que se emplea el adjetivo romantique en francés”).

Con el paso del tiempo, y de los capítulos de su libro, Rousseau se afirma más en su convicción de que es preferible estar solo que rodeado de sus amigos intelectuales: “me he vuelto solitario o, como ellos dicen, insociable y misántropo, porque la más salvaje soledad me parecía preferible a la sociedad de los malvados, que no se nutre más que de traiciones y odio […] Huyendo de los hombres, buscando la soledad…” (‘Séptimo paseo’). Y a pesar de que residía en el centro de París, nos dice: “al salir de mi casa suspiro por el campo y la soledad” (‘Octavo paseo’). Tan radicalmente disfruta de la soledad que llega a esta conclusión: “no estoy en mí más que cuando estoy solo, fuera de ahí soy juguete de cuantos me rodean […] ¿Es para asombrarse si amo la soledad? No veo más que animosidad en los rostros de los hombres, y la naturaleza me sonríe siempre” (‘Noveno paseo’), casi adelantándose con esta confesión a esa “amistad” que Thoreau sentía que le ofrecía la Naturaleza. Y, finalmente, en el ‘Décimo paseo’, llega a la siguiente conclusión: “El gusto por la soledad y la contemplación nació en mi corazón con los sentimientos expansivos y tiernos hechos para ser su alimento. El tumulto y el ruido los oprimen y ahogan, la calma y la paz los reaniman y exaltan. Necesito recogerme para amar”.

La espera y las virtudes del pájaro solitario

No hay nada más desesperante que la soledad del que espera. Aunque la espera siempre incluye una otredad, ya sea humana, material o espiritual: es posible que suceda que lo que esperamos no sea otra persona sino algo, algún acontecimiento, algo que nos han prometido que llegará “en un momento dado”.

Andreas Köhler, una periodista y escritora alemana, corresponsal de cultura en Estados Unidos, publicó en el año 2018, un libro dedicado a analizar todo tipo de “esperas”: El tiempo regalado. Un ensayo sobre la espera. Köhler no trata en esta obra la desesperante soledad que puede sentir la persona cuando está en stand by (volveremos a analizar este libro en otro ensayo dedicado a la lentitud), pero es obvio que en todas las situaciones que describe de aquellos y aquellas que esperan con frecuencia la persona se siente sola, aunque esté rodeada de otros porque, lo queramos o no, nuestra espera no la compartimos, estamos ensimismados y nuestra espera es solo nuestra.

En el epílogo del libro de Köhler, escrito por Gregorio Luri, este menciona la obra de Rousseau, que antes hemos glosado, Rêveries du promeneur solitaire, y transcribe una cita del pensador francés que bien podíamos aplicar a todas esas personas mayores que durante la pandemia de la COVID-19 se han enfrentado solas a un cruel confinamiento y a la muerte, y también a aquellos y aquellas que están “llegando a las puertas de la vejez y muriendo sin haber vivido”.

Cuando Juan Goytisolo publicó su novela Las virtudes del pájaro solitario (1988) yo era un joven pájaro muy gregario, vivía en Nueva York y el mundo de la mística islámica era para mí tan exótico como los países árabes; con lo cual, como ni la “virtud” ni la “soledad” eran temas que me podían interesar, no leí esta magnífica obra del escritor español. Con el tiempo, tanto mi vida como mis intereses intelectuales cambiaron por completo: a partir del año 2010 todo lo que tenía que ver con el mundo árabe y con la mística islámica empezaron a ocupar gran parte de mi tiempo libre.

Las virtudes del pájaro solitario es casi más un ensayo en el que Goytisolo vuelca todas sus obsesiones: la mística cristiana, la islámica (el sufismo), la crítica política, la homosexualidad y el ataque a las intolerancias de todo tipo. El concepto central sigue de algún modo el esquema del viaje simbólico de uno de los grandes libros del sufismo, El lenguaje de los pájaros (Al Attar) y, también, aunque Goytisolo no lo menciona, El régimen del solitario, de Avempace, el filósofo musulmán zaragozano del siglo XI.

En la introducción de la magnífica traducción del libro de Avempace, de Joaquín Lomba, este escribe lo siguiente: “Así se alza orgullosa la figura del sabio Avempace, alejado de la sociedad, dolorosamente arrancado de los demás contra su propia naturaleza y unido mística e intelectualmente al Intelecto Agente, en solitario, como otro Quijote hispano”.

La soledad de “los sin techo”

Entre los seres más solitarios están los hombres y mujeres conocidos como “los sin techo”; en inglés se les llama homeless (los sin casa), un vocablo que me parece más preciso para describir a estas personas que, sobre todo, viven en las grandes ciudades del mundo entero; aunque algunos pasen las noches más frías en los refugios urbanos creados para ellos y ellas.

En los años ochenta y noventa del siglo pasado, en Nueva York, tuve la oportunidad de conocer muy de cerca a estos homeless, tan de cerca que durante un tiempo mi pareja fue uno de ellos. Era de origen irlandés, se llamaba Freddy y había estado en la guerra del Vietnam, o por lo menos eso es lo que me contó.

Cuando hablaba con los vagabundos de Manhattan me contaban lo que fueron, o lo que creían que fueron: soldado en la guerra de Vietnam, compositor de jazz, drogadicto, banquero, maestro… “A long story”. En la Fort Washington Armory, en Washington Heights, algunas veces dormían más de 900 hombres, en hileras de camas, puestas en un gimnasio tan grande como un campo de fútbol. Había otros refugios, como el que estaba en una de las avenidas más elegantes y caras de Nueva York, en Park Avenue, en la esquina de la calle 66, en el Seventh Regiment Armory. En el edificio había un club de tenis y un famoso restaurante conocido por sus excelentes chuletas de cordero. Allí iban algunos de los vagabundos que yo conocí, pero no para comer chuletas, sino para comerse las sobras de lo que habían comido los ricos.

El lugar más laberíntico y terrible estaba en la parte baja de Manhattan, conocida como el Bowery. Durante los años sesenta y setenta los vagabundos que iban al Bowery eran un 70 por ciento blancos, y casi todos tenían más de cuarenta años; en los años ochenta, que fue cuando yo conocí a Freddy (en un bar de la calle 14), a ese barrio iban sobre todo negros y tenían menos de treinta y cinco años. Los que estaban en el Bowery eran alcohólicos, en mi época se les conocía como “garbage head” (cabeza de basura); tomaban cualquier narcótico hasta que se quemaban, se tragaban todas las drogas que pillaban con el dinero que recogían pidiendo en la calle “para comer”; aunque algunos, descaradamente, escribían en un cartón que mostraban a los peatones que era “para tomarse unas cervezas”.

Los vagabundos blancos había que buscarlos por otras partes de la ciudad. En el lado Este, entre las calles 23 y la 50, por la Tercera Avenida y la Avenida Lexington. Vivían en los espacios huecos de la ciudad (como ahora lo hacen los sin techo en España), como si aquellos nichos de la arquitectura no hubieran estado hechos para adornar, sino para recoger sus andrajos, sus cartones, los restos de unos recuerdos sin futuro. Merodeaban, hurgaban en los contenedores de la basura, con la dignidad de los antiguos cínicos, los seguidores de Diógenes, porque sabían que eran de una raza que ha borrado su historia, la de los vagabundos blancos de los años ochenta en Nueva York. Cuando morían de hambre o de frío, como la mayoría no llevaba ningún tipo de identificación, los enterraban y en sus tumbas solo ponían la fecha en la que lo habían encontrado muerto y si era un hombre o una mujer. Es lo mismo que se hace ahora con los refugiados y los inmigrantes que llegan muertos a las costas europeas sin papeles de identificación.

En aquellos años un periódico, The New York Times, y un semanario, The Village Voice, publicaban con frecuencia artículos sobre la situación de los homeless; parte de la información que recopilé de aquellos artículos, además de mi experiencia personal, le he usado en los párrafos anteriores. Pero hay una crónica de Alfonso Armada, ‘Lágrimas negras’ (luego publicada, junto a su amigo Gonzalo Sánchez-Terán, en el libro El silencio de Dios y otras metáforas. Una correspondencia entre África y Nueva York), ya del año 2004, que me ha llegado al corazón porque, de alguna forma, me he visto reflejado en él junto Freddy, el homeless quien fue mi pareja: “Me cruzo con ellos todos los días. Están sentados en las escaleras de la iglesia, borrachos la mayor parte del tiempo, semidesnudos, dormitando, delirando, hablando solos, junto a charcos de orines, restos de comida, envases vacíos camuflados en bolsas de papel marrón… Otras veces se apoyan contra el muro ciego de un restaurante chino, junto a las bolsas de basura que el sol de julio cuece y hace que la atmósfera de Manhattan en verano se vuelva nauseabunda. Apuran colillas, comparten petacas de ginebra barata y caliente, se rascan los sobacos y el escroto sin miramientos mientras contemplan entre divertidos e indiferentes cómo el tiempo de Manhattan se desintegra, polvo de oro que los que no somos homeless parecemos perseguir como perros de Pavlov. Forman parte del paisaje de la calle 28, mi calle. Siempre piden calderilla a los que pasamos como alma que lleva el diablo. Esta mañana me crucé con dos que habían cruzado el vado de la Avenida de Lexington y bebían café sentados en el suelo […] El más joven, con camisa de dril y bigote negro, contemplaba con ternura al más viejo que, con barba de varias semanas, se ocultaba entre las manos el rostro desfigurado por una vida a la intemperie. Lloraba sin estrépito, para sí, o tal vez para su compañero de infortunio. Lágrimas negras, acaso estériles”.

En España “los sin techo” han ido aumentando al mismo tiempo que aumentaba la clase media y los ricos. En el año 2019 se consideraba que había unas 40.000 personas sin hogar (según Cáritas); la mayoría son hombres, aunque el número de mujeres ha aumentado durante este año de pandemia. Paralelamente ha crecido el odio hacia estas personas solitarias y desvalidas; con frecuencia aparecen noticias sobre el maltrato de alguno de ellos o de ellas por parte de colectivos neofascistas y, también, por jóvenes que simplemente se entretienen en apalear o quemar a alguno de estos y estas “sin techo”.

Antes a los sin techo se les llamaba “vagabundos”, quizás porque se movían más e iban recorriendo toda España viviendo de la mendicidad, aunque algunos de ellos se establecían en las afueras de las ciudades más grandes. En 1902 Juan Díaz Caneja publicaría un estudio con el título de Vagabundos de Castilla (reeditado en 1985). El librito no tiene desperdicio y está lleno prejuicios, pero también de verdades muy dolorosas. Después de haber hecho el seguimiento de una de estas familias de vagabundos, el autor llega a la siguiente conclusión: “Comer sin trabajar –tal como ellos entienden el trabajo–; no tener lazos ni vínculos que los sujeten a nadie, andar y andar por caminos y sendas; gozar con el aire que achicharra o hiela… libres, muy libres, sin pensar jamás en nada útil y beneficioso…; así son los vagabundos castellanos, que a mí se me antojan muy parecidos a los vagabundos rusos descritos por Gorki, siquiera éstos sean más sufridos, más simpáticos, y sobre todo, más, mucho más inteligentes”.

La encina solitaria y yo

Desde el mes de abril del año 2020 he pasado en el campo más tiempo solo que acompañado; salvo la compañía inapreciable de mis dos perras, mi teléfono móvil y algunos libros. Esto no me ha impedido el preocuparme por la situación en la que se encontraban mis familiares, mis amigos y amigas, el país donde vivo y la situación de la pandemia de la COVID-19 en el mundo en general.

El hecho de retirarme a vivir en mi refugio de piedra seca entre los viñedos, no creo que me haya convertido en un misántropo irascible; todo lo contrario, pienso que este aislamiento voluntario me ha hecho apreciar mucho más el privilegio que significa tener lazos que me unen a parte de mi familia y a mis mejores amigos y amigas.

Al vivir en un refugio donde no hay agua corriente ni calefacción, para calentarte necesitas usar la leña que hay en el entorno sin tener que recurrir a talar los pocos árboles que hay en los alrededores; básicamente encinas y almendros silvestres. A los agricultores estos árboles les molestan para maniobrar sus tractores y sus cosechadoras, con lo cual se cargan todos los que pueden; salvo las encinas que están protegidas por ley, los almendros de esta zona están desapareciendo a una velocidad preocupante. Sin embargo, entre las pedrizas puedes encontrar todo tipo de leña: viejas cepas de viñas que han sido arrancadas, ramas de almendros que han sobrevivido a las quemas de los sarmientos o árboles enteros que han sido arrancados y abandonados.

Mis formas de relacionarme con el campo y su entorno han cambiado radicalmente: ahora no solo aprecio más cualquier detalle, como el de una encina que sobrevive a pesar de que casi la han cubierto con las piedras que arrancan a la tierra, hasta prestar más atención a los líquenes que hay en las piedras y en los troncos de los árboles; es decir, que gracias al mundo rural de mi entorno en mi soledad nunca me siento solo.

En mis paseos por los caminos de tierra siempre paso cerca de una hermosa encina solitaria. A veces me acerco y abrazo su áspero tronco, un abrazo más necesario ahora que nunca porque por los efectos de la pandemia provocada por la COVID-19 hace ya casi un año que no puedo besar ni abrazar a mi madre.

Durante todos estos meses de aislamiento relativo he aprendido mucho sobre lo que significa vivir en sociedad y, también, en soledad: las piedras, los caminos, los pájaros, los árboles, los líquenes, las nubes y el cielo diurno y nocturno se han convertido en mis interlocutores principales, en mis amigos y amigas, siguiendo el pensamiento de Thoreau. Mi mundo interior, ese otro yo con el que también hablo frecuentemente, se ha transformado en un compañero indispensable y ahora la soledad no me preocupa, ella es mi patria.

Foto: Dionisio Cañas

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