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Una perspectiva caballera

 

En el baile de idas y venidas, imputaciones y desimputaciones, acusaciones y defensas de la infanta Cristina y su marido, echo en falta una perspectiva caballera. Franco ideó esa fórmula genial de la reinstauración monárquica (ni restauración ni instauración sino todo lo contrario) que tuvo su momento y su utilidad, no cabe duda, a pesar de que los españoles habían elegido democráticamente en 1931 poner fin al régimen de Alfonso XIII. En 1975, un balbuceante Juan Carlos I emprendía un reinado que pocos auguraban longevo (el Breve, le calificó Santiago Carillo), empezando por los monárquicos, fieles a la legitimidad y a las consignas de Estoril.

 

Un mes después del golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, se estrenaba Patrimonio Nacional, segunda entrega de la saga en la que Luis García Berlanga (director) y Rafael Azcona (guionista) retrataban el convulso panorama de la transición. Tal vez porque todavía teníamos el susto en el cuerpo y no estábamos para chanzas, no tuvo el reconocimiento que se merecía, cuando se trata, en mi opinión, de una de las mejores películas de la historia del cine español, que conviene volver a ver para valorar lo que está ocurriendo en la cuesta del palacio de Justicia de Palma de Mallorca y en otros foros igualmente sórdidos. Julián Marías escribió entonces que la película no era “demasiado inteligible” y era sólo para los que estaban “en el ajo”; hoy se entiende a la perfección.

 

El marqués de Leguineche regresa a Madrid para abrir su palacio ante la inminencia de la restauración de la corte, con su troupe atrabiliaria compuesta por el libidinoso heredero y su despechada esposa, el valet de chambre (reivindica su posición) y el capellán tramontano. Abren un palacio en el que bailó el príncipe de Gales y donde se representaban funciones que reseñaba Blanco y Negro. “Una vez instaurada la monarquía mi puesto está aquí”, dice el marqués desplegando los dedos de la mano: “El exilio ha terminado”. Alguien le recuerda que estaba en una finca a 80 kilómetros de Madrid. “Sí, pero sin pactar nunca con el franquismo”. En el Rastrillo firma encantado (“sólo leerlo por encima”) la petición dirigida al rey en la que, según le informan sus pares, “respetuosa pero firmemente le preguntamos qué va a ser de nosotros”.

 

La marquesa les recibe con fiereza desatada en su camastro móvil, junto a su fiel criado Goyo, que sólo aspira a ser enterrado con el hábito de una orden. Deciden entonces inhabilitarla y convocan al consejo de familia a un sobrino, Álvaro, un bon vivant del Hola que vive en Francia y acude al olor de la herencia. En el coche, el personaje que encarna José Luis de Vilallonga tiene que escuchar la interpretación que de su trayectoria hace el marqués: “Los alquilan, ¿me comprendes? Como tiene tantos títulos le da tono a esos negocios de esos gastacueros, a esas urbanizaciones, a esos puertos deportivos”. Cuando la marquesa se entera de que quieren inhabilitarla exige a su amante que rete a duelo al marqués, lo que se lleva a efecto según estipula el Cabriñana.

 

La nobleza retratada en la película tiene, a diferencia del trajín judicial y mediático de nuestros días, sus propias normas y su regulación precisa, que apuntan y desarrollan deliciosamente Azcona y Berlanga. Julio Urbina Ceballos-Escalera, marqués de Cabriñana, es autor de la obra Lances de honor, publicada en 1900 (Sucesores de Ribadeneyra), que contiene una reseña histórica del duelo y un proyecto de bases para la redacción de un código del honor en España. “Este libro no viene a llenar ningún vacío”, escribe Cabriñana, y añade más adelante: “En el presente siglo parece olvidada en nuestra patria la interesante materia de las leyes del honor, que nos vemos obligados a estudiar con más detenimiento en las obras francesas e italianas”. Propugna el autor “un código de honor por todos respetado” y asegura que ni los anatemas de la Iglesia ni las penas impuestas por las leyes “han tenido la fuerza para desterrar el duelo entre nosotros”, un “mal por ahora inevitable y que debe estudiarse seriamente”.

 

El duelo se libra a pistola en el patio del palacio, pero, por consejo del hijo del marqués (José Luis López Vázquez), ambos disparan al aire, lo que contempla Cabriñana en el artículo 144 de su código: “Los disparos hechos al aire se consideran como dirigidos al contrario”. Añade, en una nota, que si el que tira al espacio es el ofendido, su adversario no debe responderle, y si es el agresor el que tira al aire, conserva íntegro el oponente su derecho a disparar cuantas veces se haya estipulado, aunque considera “más noble y generosa la conducta del ofendido que se abstiene de disparar contra el que no se defiende”. La irritada marquesa (Mary Santpere) no atiende a estas razones y suelta un escopetazo desde el balcón que provocará su muerte y el desenlace de la película. A un marqués arruinado y desorientado, le desengaña un amigo: “El ser cortesano, ¿eso es todo lo que queréis ser? (…) la política y la banca, esos sí que son hoy aristocracias”. Solemne, con sus grandes mastines y su batín de seda al modo de un lord inglés, se deja retratar por los japoneses, junto a su hijo, como fin de una saga.

 

No conviene precipitarse y pensar que la película es un mero dislate jocoso a mayor gloria del esperpento nacional. Sabino Fernández Campo, el que fuera todopoderoso jefe de la Casa Real, declaró a La Opinión: “Fue importante que al reinstaurarse la monarquía en España, la Casa del Rey no contara con una corte. El poder siempre atrae, y más un poder del que casi diríamos que es teatral, como sucede con un rey, y que lo sería mucho más si tuviera corte”. Luego cabe deducir que el marqués de Leguineche no estaba tan confundido y de alguna forma se barajó la posibilidad; y cabe conjeturar que esa corte perdida habría sido posiblemente más brillante y mucho más teatral. Tampoco se apagó del todo y un personaje tan fielmente retratado en la película como José Luis de Vilallonga –que se representa a sí mismo– logró publicar a comienzos de los noventa una biografía autorizada de Juan Carlos I, El Rey, que provocó un lío con las versiones extranjeras digno del guión de Azcona.

 

Patrimonio Nacional tiene dos protagonistas: el palacio de Linares (hoy Casa de América) y Luis Escobar, marqués de las Marismas –título que no usaba porque le daba reúma– y un actor irrepetible. En 1989, el gobierno socialista del Ayuntamiento logró la propiedad del palacio y yo, que era en aquellos días responsable de la sección Madrid del diario El País, le llamé y le pedí un artículo sobre la leyenda del palacio, escrutado entonces por cazafantasmas. Sabía que había sido, además de un gran director teatral, un fino cronista de sociedad forjado en la vieja escuela de El Debate. Me dijo que el artículo estaría al día siguiente, como así fue, y cuando charlamos sobre su popularidad sobrevenida, me dio una respuesta que guardo entre las grandes enseñanzas que he recibido: “Mire usted, yo nunca he sido en la vida eso que llaman un luchador infatigable”.

 

(El marqués de Leguineche explica la perspectiva caballera:)

 

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