De mi primer viaje a Florida, en autobús, recuerdo la apariencia triste de Kissimmee. Con más certeza, la sensación de un departamento con piscina, rodeado de autopistas. Pensé que Florida era como una prisión de la que solo se podía escapar en automóvil
De otros viajes, recuerdo la calma de un hotel: la vista del mar desde muy alto, en Miami. Me queda claro que fue fascinante conducir una camioneta encima de esos pilares por donde llegan los autos desde el continente hasta Cayo Hueso.
Fort Lauderdale es, para mí, el agua en la que me zambullí, cruzando la pista desde un motel de carretera.
Alguna vez, poco antes de los hijos, hice un viaje con escalas, sin prisas. Nos detuvimos en Cape May en Nueva Jersey, en la isla de Chincoteague en Virginia, en Savannah en Georgia, en San Agustín.
No había mucha literatura en mis recuerdos de Florida. De aquella tarde en que entré a la casa de Hemingway solo me llega la tristeza de ver una piscina vacía.
Este verano ha sido distinto. Tal vez porque pasé una noche entera terminando de leer La montaña mágica de Thomas Mann.
Después de tres semanas en Saint Petersburg, en una casa de la bahía de Tampa, no podré volver a asociar una piscina sino con la dicha de una familia que se vuelve a mirar.
Y si pasado el tiempo todavía resuenan los insultos que me lanzaron al borde de la noche, bañados en vino (por creer en principios políticos distintos que los suyos), detrás de ese ruido siempre estará la risa de los niños, el calor de julio, la arena blanca.