Álvaro Palacios, insigne bodeguero español, autor de algunos de los mejores vinos de España –Finca Dofí en el Priorato y Villa de Corullón en el Bierzo- presentaba sus caldos al pueblo camboyano, que en realidad resultó ser una selección de ricos nativos y algunos expatriados de porte suculento, ataviados todos con trajes, camisas e incluso corbatas. Numerosas señoras, vestidas como si fuera la última noche de sus vidas, charlaban sin cesar subidas a zancos a los que llamaban tacones mientras sus violentos perfumes iban a hacer difícil eso de catar vinos por aquel ambiente irrespirable.
A Camboya no la visita ni el tato, exceptuando diplomáticos, cooperantes y mochileros. Por lo que un milagro se estaba gestando, con un enólogo, bodeguero, creativo y empresario de éxito, que había permitido que en su ocupada agenda hubiera sitio para Camboya, un país que bailó recientemente bajo el dominio de Francia, pero al que sólo le queda de ellos la baguette, ya que la lengua de Molière casi ha desaparecido de sus calles dominadas por el inglés, y los autóctonos no saben más de vino que de astronomía.
Una presentación de vinos es una locura a la que se arriesgan algunos bodegueros. Quiero decir, que por mucho que filtres y sólo permitas el acceso a posibles distribuidores o clientes, siempre se te llenará la sala de chusma, de alcohólicos como yo, que por beber calidad –y aunque hubiera sido pagando también habría acudido- se arrodillan ante cualquier invitación, por muy humillante que pudiera parecer la imagen.
Yo conseguí mi entrada gracias a la distribuidora que ya trabaja con el citado bodeguero, en una noche de la semana pasada en la que bebí hasta el amanecer y convencí a aquella comercial francesa de que mi presencia en ese evento era mucho más que necesaria.
Tras la clásica charla del organizador, en donde presentó a un Álvaro cercano al monólogo humorista, pasamos a degustar sus caldos en donde la afluencia se convirtió en muchedumbre, por muchos trajes y corbatas que lucieran; y por muchas elegancias que gastaran unas mujeres que a la segunda copa de Priorato comenzaron, literalmente, a volverse locas. Especialmente Ruth, una llamativa rubia de inmenso porte y espalda de nadadora olímpica. Su pantalón vaquero, de tres tallas más pequeñas de lo que envolvía, asombraba por su elasticidad que casi parecía cortar el riego sanguíneo a sus piernas, de museo.
Ruth nació en Ámsterdam. Pero de aquello se acuerda lo justo, como toda persona digna que sin llegar a despreciar su lugar de nacimiento lo obvia ante tanta vida recorrida porque ellos lo decidieron. Tras cuatro años en Dallas y otros tres en Nueva York –durante las épocas escolares/universitarias-, y con experiencia vital-laboral en Japón y Sudáfrica, acababa de llegar a Camboya por ese desatino general que es la ONU: la mayor oenegé del mundo que curiosamente hace su mayor labor caritativa con sus propios empleados, decenas de miles de afortunados que reciben pagas inverosímiles en estos tiempos que corren de crisis general, y que no padecen la auditoria diaria que sí padecemos el resto de mortales trabajadores.
—Soy la segunda jefa de mi programa, destinado a escolarizar a todos los niños que con diez o doce años corren el riesgo de comenzar a trabajar ausentándose de los colegios.
—Labor loable, Ruth. Aunque imagino que cada vez que quitáis mano de obra infantil a las familias que no pueden pagar a otras personas les daréis dinero o les proveeréis de empleados mayores de edad, ¿no?
—¿A qué te refieres?
—Pues que mi padre trabajaba con doce años, porque era lo que tocaba, y si no llega a ser así mi abuela no habría podido sacar adelante su negocio.
—¿Estás haciendo apología del trabajo infantil?
—Joder, si evitas que un niño trabaje y el padre no puede recoger la cosecha…
—Lamentables tus comentarios.
Uno de los mayores dramas del occidental ultraoccidentalizado en plena selva camboyana es querer imponer sus reglas y leyes. Como si los niños exageradamente rubios de Estocolmo fueran los mismos que recorren descalzos las calles de Phnom Penh. Pero Ruth no estaba para debates, y no por el consumo de vinos, sino por su cabezonería a razonar y esencialmente porque la empresa que le da trabajo no acepta ese tipo de filosofías.
—Ruth, de verdad, yo no quiero que los niños trabajen salvo si lo hacen para poder comer. Y cámbiate el chip, que no estamos en los Campos Elíseos, por mucho vino caro que nos estemos bebiendo y por mucho que apestes a Chanel.
—¿Qué pasa? ¿Que tampoco te gusta que las mujeres se arreglen y se pongan guapas?
—La verdad es que siempre me han parecido más atractivas al natural, como las chirlas, después de una ducha templada envueltas en una toalla.
Sin darme cuenta había abierto de par en par las ganas de hacer el acto de una Ruth, que por unas intenciones que nunca me quedaron muy claras –a lo mejor quería convertirme a la secta de la ONU-, se interesó por mi físico y mi psíquico. Pero lo más fuerte vendría después, mientras le daba vueltas a ver cómo se tomaría eso de que cobraba cincuenta dólares por ración de salchichón. Y en una de esas, carcajeándose por mis dotes de humorista y evidentemente ayudada en tanto desparrame por la media botella de mencía que se había metido entre pecho y espalda, le lancé la oferta de manera escalonada, como esos encuestadores que tras la tercera visita a casa lo que de verdad querían era venderte una enciclopedia para los niños.
—¿Qué opinas de la prostitución?
—Que es una aberración para la mujer.
—¿Por qué?
—Porque es humillante cobrar por sexo.
—Sabes que la prostitución nunca va a desaparecer.
—Me temo que no.
—¿Estarías más feliz si se igualaran las cosas?
—¿A qué te refieres?
—Un mundo equitativo de prostitutas y prostitutos.
—Hombre, no estaría mal. Que la mujer nunca tiene la opción de pagar por sexo. Pero siempre todo legal, ¡eh!, nada de explotación sexual, menores y todos esos dramas.
—O sea, que estarías dispuesta a pagar por sexo.
—Yo no he dicho eso. Yo he comentado que al menos debería existir la opción.
—Pues aquí tienes una, frente a ti. Soy Aspersor, a cincuenta dólares la acción.
—Estarás de broma, ¿no?
Fascinante. En vez de cruzarme la cara con un guantazo femenino clásico, de esos que se ejecutan con la mano abierta y suenan como las palmas de un palmero, o recluirse en su casa envuelta en un mar de lágrimas por haber permitido la confianza a un prostituto cuando ella creía que podría ser un novio o al menos un amante, Ruth, curiosa como nunca y borracha como casi nunca, aceptó la oferta –no cesaba de repetirme que todo era una broma y que al día siguiente se habría olvidado de todo- para, agarrada a mi cintura, acudir a mi casa donde el imparable consumo de alcohol, que nunca se detuvo, diluyera las posibilidades de algunos traumas morales. Para ablandar el momento, descorché un Villa de Corullón que me traje por la cara de aquella presentación de vinos donde me había sacado una clienta a la que nunca sabré si desde ese día le había abierto demasiado los ojos.
—¿Desde cuándo hace esto?
—Llevo un par de meses.
—¿Lo haces por dinero? Quiero decir, ¿estás necesitado de un extra?
—Lo hago por el placer de cobrar por follar. Yo tengo mi trabajo y gano suficiente dinero.
La espalda de Ruth, forjada en no sé cuántas piscinas, unida a su digna anchura, generaron un acto ahogado, en el que al encontrarme debajo me fue casi imposible tomar la voz cantante. Pero como en cada negocio el cliente manda; y Ruth, que sólo se excitaba al estilo galope, no cejó en la misma posición inicial hasta que se dio por vencida.
—No puedo conseguir orgasmos. Es muy traumático.
—Dicen los expertos que todo está en la cabeza.
–Sí, será en la de ellos. Que tampoco hay expertos sin orgasmos, por eso se llaman expertos: de tantos que habrán tenido.
Ruth amenazó sin decirlo con quedarse a dormir o fue sólo una cabezadita sobre mi desharrapada cama. Porque a la hora la tenía desaliñada y despeinada buscando su ropa interior y mascullando en voz baja lo que parecían frases arrepintiéndose de todo.
—¿Qué hora es?
—Son las diez de la noche.
—¿Qué ha pasado?
Hacerse la sorprendida, la ignorante, cuando sí debía saber lo que había hecho porque sobre mi mesita de noche había depositado la cantidad económica previamente advertida, convirtió la despedida en un pésimo telefilme de tarde, de esos que te quedas dormido un par de veces y la película sigue y sigue y tú, aún sin haberla visto, la comprendes por previsible; incluso cuando despertaste en los créditos, antes de los anuncios convertidos en himnos populares.
—Sé perfectamente que no puedo beber tanto. Lo sé pero no tengo arreglo.
—Pero los vinos eran muy buenos. Te acordarás, ¿no?
—Vagamente.
—Vete al baño y mírate la boca en el espejo. Aún los alrededores de la misma dan cobijo a restos de esa milagrosa mencía.
—¿Mencía? Eso sí me suena de algo.
—Mencía es una uva autóctona española que se da en el noroeste de España. Y en El Bierzo, especialmente.
—¿Viste el dinero? Que no querría irme pensando que piensas mal de mí.
–Nunca podría pensar mal de una mujer que tiene el doble de espalda que yo, que bebe bastante, que no se hace cargo de su lugar de nacimiento y que, además, paga por hacer el acto.
—Eres un poeta, Aspersor.
–Ya. Pero por eso aún no cobro.
Y al cerrar la puerta con cierta violencia –que esas espaldas como dos armarios ropero fomentan tanto la natación como al complejo oficio de los cerrajeros- sentí la satisfacción del deber cumplido y la preocupación del camello, si es que la tuviera, al saber que ha iniciado a alguien en el rumboso mundo del vicio de pago.
Joaquín Campos, 17/09/13, Phnom Penh.