Ahora que intento titular un ensayo del libro, estoy pensando en tu cola, en tu cola sofisticada de modelo Vogue.
Ahora pienso en tu nalga fresca de mujer delgada y moderna. A veces tan creída y altanera, cuando te subes en tacones y te cuelgas collares y te vas a la oficina, y tus amigos te hablan por el chat y te invitan a café.
Y en cambio, otras veces tan doméstica tu nalga, cuando te desmaquillas por la noche y te pones pijama de camiseta larga y azul, con bombachos blancos, y vienes y te acuestas y me acaricias el pelo. Y te ves linda en pijama, con el pelo suelto y descalza.
No sé si lo has notado, pero hay una relación fatal entre nuestros besos, nuestras manos y tu nalga. Una relación tripartita.
Una relación energética, chamánica, arcediana.
Una atracción entre tu culo magnético, mis yemas ferrosas y nuestros besos minerales. Una relación canónica.
Y yo escribiendo y pensando en tu nalga. Ella es como una mañana tranquila de miércoles sin trabajo. Y nos besamos en la cama. Recién despertados. Con delicadeza te deshaces de la camiseta larga, del bombacho, y la tanga rosada de encajes. Y te giras boca abajo. Blanca, flaca y larga. Y veo tus pantorrillas, que me hacen pensar en el horizonte largo del mar. Y tu pelo negro, liso y largo, prolongado como un siglo sobre tu espalda. Y yo desciendo reverente por tu cintura y amaso las porciones de tus ancas relajadas y apacibles.
Te doy un beso. Y mis labios sienten una suavidad mística. Sienten el color blanco de tu culo idolatrado. Y lo muerdo en ceremonia, devoto de tu cola, porque el mordisco también es una forma de beso. De rendición. De obediencia. Sumiso y fiel a tu culo.
Y aun así, mi mordisco está poseído por el demonio fascista de la posesión y el usufructo. Porque así está hecho el amor. De entregas y demandas. Un mordisco en la cola que quiero para mí. Y me siento capataz de tu nalga, dictador de tu cuerpo, tirano en la hacienda de tu culo.
Entonces quiero creer que eres mía. Y solo mía.