Una sociedad enferma es aquella donde se incumple la ley, se amenaza y se insulta a quien no esté de acuerdo con lo que el fanatismo exige e impone, se aparta o se atemoriza a quienes por miedo, egoísmo o simplemente indiferencia miran desde la ventana y piensan que ya escampará. Una sociedad enferma es aquella en la cual una minoría convertida paradójicamente en mayoría grita, se queja de que le están pisando el callo y anuncia que viene el lobo con intenciones malévolas cuando seguramente el lobo es ella.
Eso es una sociedad enferma en mi opinión y eso es precisamente lo que acontece desde hace mucho tiempo en Cataluña. Trasciende puramente a la posibilidad y eventual celebración de una consulta popular sobre la autodeterminación. Tenga o no lugar, se ajuste o no a la ley tampoco eso creo que solucione el conflicto territorial. Tal vez porque el problema no tiene solución y lo único que queda es la conllevanza orteguiana. Además, si llegado el caso los independentistas perdieran un referéndum volverían a su rakaraka particular y al cabo de poco pedirían otro y así ad infinitum. Véase, por ejemplo, lo que ya el Gobierno escocés ha anunciado que tratará de celebrar una nueva consulta en 2023, nueve años después de la última ganada en el último minuto por ese espantoso premier británico, David Cameron, que entre otras barbaridades facilitó el referéndum sobre el Brexit . Londres ha respondido que de momento no entra en sus planes un nuevo plebiscito escocés.
En Cataluña se hace creer desde el bando radical y fanático que más de la mitad de la población quiere independizarse de España y que es ésta la responsable de todos los males. Eso no es del todo cierto si se tienen en cuenta los datos que arrojan las periódicas encuestas que realiza la Generalitat. Es verdad que la política del tancredismo de Mariano Rajoy y la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut agravaron la situación y dieron más fuelle al independentismo.
El griterío político que existe en Cataluña es la traducción de un nacionalismo paleto y retrógrado. Supremacista. Es el victimismo más perverso de un separatismo nutrido de emociones manipuladoras para consolidar una identidad de la nación catalana en defensa de sus tradiciones, su cultura y especialmente de la lengua. Una identidad confeccionada al gusto de una minoría. Ya demostró gran habilidad Jordi Pujol cuando negoció con el Estado la política de inmersión lingüística a finales del pasado siglo. Era su caballo de Troya. El trampolín de lo que luego iba a venir y que alcanzó el cénit en el Procés, el proceso soberanista que arrancó en 2012 y desembocó en los sucesos de 2017 y la suspensión durante tres meses de la autonomía: el famoso y polémico artículo 155 de la Constitución española.
Y ahora vuelta a empezar, o mejor dicho, continuar con la queja a Madrid, exigiendo al Gobierno que en la mesa política de diálogo (?) se aborde la amnistía de los implicados y condenados por los sucesos de 2017 (ya están indultados) y naturalmente la celebración de un referéndum. El primer ministro cree que les puede doblar el brazo con más dinero para la región y que a la postre eso les satisfará y terminarán cansados. En cualquier caso, tratándose de Pedro Sánchez nunca se sabe qué pasa por su cabeza y hasta dónde puede llegar con tal de seguir en el poder.
El cansino problema catalán tiene sus momentos de rutina, de monotonía no curable. De vez en cuando reaparecen fogonazos, hitos de tensión. El último es el caso de Canet de Mar. Ese vergonzoso episodio del que está siendo víctima una niña de cinco años a la que se le impide recibir clases en español. Ese es el deseo de sus padres, que no quieren ser tratados ni como héroes ni como anticatalanistas. Simplemente exigen la aplicación de la ley, según la cual cualquier alumno tiene derecho en Cataluña a recibir al menos el 25% de horas de estudio en español.
El caso de Canet, que a buen seguro habrá ocurrido antes en alguna otra escuela o colegio sin que eso haya trascendido, es humillante. Humilla en primer lugar a cualquier ciudadano que pretenda que sus hijos reciban en esa comunidad una educación bilingüe y avergüenza a los gobernantes por poner trabas o negarse simplemente a hacer cumplir la ley. Pero también deshonra a quienes desde las redes sociales amenazan a los padres y a la víctima: “Me apunto a apedrear la casa de esta niña”. Ése es uno de los tuits vertidos estos días en la red. La dirección de la escuela trata de momento de no revelar la identidad de la pequeña, pero ya circula por algún digital independentista su identidad y soflamas pidiendo su expulsión. Huelga decir la probabilidad de que esté siendo sujeta a acoso por parte de sus compañeros.
La culpa de ese fanatismo no está sólo en quien lo practica, sino también en quien lo inculca y lo jalea. Y allí las autoridades públicas son en gran parte responsables. Cuando hace poco el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña ratificó el derecho a que un alumno reciba al menos el 25% de su enseñanza en castellano, la Generalitat respondió que esa decisión significaba un ataque directo al catalán y que no tenía intención de aplicarla en las escuelas y colegios públicos. Nada pasó como en tantas otras sentencias que el Govern incumple. El actual Gobierno central se suele palpar el cuerpo con cautela para no disgustar a la Generalitat cuando hay un punto delicado. Por ejemplo, la nueva ministra de Educación, Pilar Alegría, ha manifestado que la política de inmersión lingüística goza de muy buena salud en Cataluña. No parece que así lo piense el Govern, que ya ha decidido convocar una manifestación en defensa de la lengua. ¿De qué se trata? ¿De prohibir directamente la enseñanza del castellano? ¿De convertirla en una segunda o tercera lengua por detrás del inglés? Es irrisorio. Una pobre niña pone en jaque al nacionalismo catalán. Es para llorar.
El consejero de Educación catalán, Josep Gonzàlez-Cambray, un peculiar polítco de Esquerra que hace unos días se negó a aceptar preguntas en castellano en una rueda de prensa, se puso al principio de perfil, luego dijo que el problema era un asunto interno que debería solucionar la dirección del centro. Ahora ha visto que el tema le ha estallado en la cara, recomienda la aplicación de la ley pero no ofrece ningún tipo de ayuda a los padres ni condena el incidente. Eso parece no bastar a los más radicales. Laura Borràs, la fanática presidenta del Parlament y dirigente de Junts per Catalunya, ha pedido directamente al Govern intervenir los centros de enseñanza pública para no cumplir con el 25% de castellano. Uno no sabe si sueña o está despierto: la segunda autoridad de Cataluña alienta la insumisión. Borràs, por cierto, está pendiente de ser procesada por el tribunal superior catalán, por presunta malversación de fondos públicos y favoritismo cuando estuvo en el anterior Ejecutivo.
“El episodio no revela un conflicto con la lengua en Cataluña; revela la tolerancia al acoso en las redes y a la xenofobia por parte de una alta autoridad de la Generalitat [el consejero de Educación], secundada por otros líderes políticos”, afirma El País en un editorial claro y contundente.
Es previsible que el caso de Canet tenga una solución, aunque no por ello resulte la más idónea para los padres y su hija. No es del agrado de nadie sentirse apuntado, señalado como un individuo que supuestamente ha cometido un delito y pone con su conducta en peligro la lengua y la cultura. Y menos en una población pequeña como Canet. Todo es una aberración en ese ambiente de sociedad enferma que respira por desgracia últimamente Cataluña. Lo diverso no se acepta, la ley se aplica cuando conviene, la enseñanza se rige con dictados nacionalistas fanáticos y la intolerancia emerge en una sociedad que tradicionalmente se ha distinguido por ser culta y abierta, envidia hasta ahora de otras regiones de España. El sentimiento que todo esto me genera es de gran pena, de tristeza al observar que una pandilla de iluminados se están cargando ese maravilloso territorio.