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Mientras tantoUna solidariad incoherente

Una solidariad incoherente

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

 

Es un hecho que la víctima inocente molesta, pero con alguna frecuencia no molesta menos quien sale públicamente en su defensa.  Uno y otro no sólo incordian a los agresores al vocear su culpa inocultable; incordian también a la mayoría social al denunciar la complicidad de su “prudente” consentimiento. Ambos son la prueba viviente de una falla en nuestra virtud que contradice el narcisismo colectivo. Así que, por mucho que se disfrace, suele latir en bastantes  un reproche soterrado al perseguido: ¿por qué tenía que meterse en esos líos?, ¿no se lo habíamos advertido?, ¿acaso no se lo tiene, pues, merecido? En todo caso, ¿por qué debía comprometernos ahora a nosotros? ¿Es que encima quiere que comulguemos con sus planteamientos…?

 

1. Parece el momento de traer a colación aquel dicho célebre, atribuído a Voltaire, de que «desaprobamos lo que decís, pero defenderemos hasta la muerte vuestro derecho a decirlo».  Uno podría estar en desacuerdo con la palabra crítica de quien por ello sufre amenaza; pero -sin entrar en más averiguaciones- muestra su total disposición a apoyar la libre expresión del pensamiento por parte de ése de quien discrepa. ¿Y si, para empezar, se tratara de una solidaridad indebida?

 

Pues ese talante de apariencia exquisita encubre  más de una aberración moral. Si un grupo mantiene en su ideología y programa de acción “que hay gentes que no caben en nuestra sociedad, que deben marcharse o ser eliminadas, argumenta Scanlon, ¿podemos contemplar eso como si fuera un punto de vista entre otros que tiene el mismo derecho que todos los demás a ser oído y considerado  en  la escena política?”. Carece de sentido entonces tratar de distinguir entre nuestra actitud hacia lo defendido por el intolerante y nuestra actitud hacia el intolerante mismo. Si semejante punto de vista no debe ser asumido o representado en modo alguno, quienes lo secundan ¿seguirán teniendo derecho a ser escuchados en tanto que conciudadanos? No, ya no vale aplicarles aquella reflexión volteriana, puesto que en modo alguno cabe reconocerles ese derecho a expresar lo que expresan. En este caso, se trata de una desaprobación tanto de su propósito particular como de su pregonado derecho a proclamarlo. En suma, el mal colectivo con el que se amenaza no merece el derecho a la libertad de expresión.

 

Pero, aunque lo mereciera, bien podría también no ser lo único ni lo más importante puesto en juego. Mucho antes que la libertad de expresión está el análisis de eso mismo que se expresa, su verdad o falsedad prácticas, su justicia o injusticia. A aquellos espectadores con buena conciencia importa más, sin embargo, la libertad de pensamiento que los resultados del ejercicio público del pensamiento mismo y sus consecuencias normativas para la acción. El presunto solidario no quiere entrar a debatir acerca de la doctrina que, en último término, se encarga de justificar el recorte de las libertades o la persecución de los disidentes. Todas las ideas son al parecer respetables, incluso las que niegan el respeto hacia las demás y hasta la vida de quienes las expresan. Resulta un tanto contradictorio que nuestro volteriano esté dispuesto a dar su vida por la libertad de expresión del perseguido y, al mismo tiempo, por la de su perseguidor.

 

El despropósito llama aún más la atención en cuanto se aplique la regla de la transitividad. Piénsese en ese lugar cercano a nosotros en que actúan simultáneamente una organización terrorista, un partido que la representa  en el Parlamento y otras formaciones políticas que no sólo comparten con los terroristas sus objetivos últimos, sino también sus postulados de partida. Parece una brutal incoherencia que el individuo A se crea solidario con el individuo B cuando éste es amenazado por esa organización terrorista y su entorno, mientras disculpa o apoya en la medida que fuere a esta organización. Por ejemplo, mientras A justifique e incluso vote al partido que es su portavoz y forma parte del conglomerado criminal, o en ocasiones vote a otros partidos  asentados en las mismas premisas y en busca de los mismos fines…, o simplemente jamás dé muestras de oponerse en público a los presupuestos político-morales que sustentan la amenaza de la seguridad y libertades de aquel B y de muchos más. He ahí de nuevo una cadena de complicidad y responsabilidad en el daño. Ese “buen” A quiere solidarizarse con las víctimas, pero sin abominar del todo del conjunto de sus verdugos ni de las doctrinas que les alimentan. Le gusta estar a la vez repicando y en la procesión. La solidaridad exhibida por ese espectador es ficticia.

 

2. La adhesión -tan sólo privada, eso sí-  parece un avance respecto de la actitud anterior. Bien mirada, sin embargo, semejante adhesión no debe ser creída a pies juntillas. Si su sujeto fuera consecuente con ese pronunciamiento que transmite, si lo llevase un poco más allá de su gesto secreto…, es probable que no incurriera en tantas incongruencias y que se animara a hacer algo efectivo por las víctimas.

 

No estaría de más explicarles que aquella adhesión personal ya se daba por supuesta y que algo ayuda, pero poco. En otras palabras, que lo que los perseguidos o maltratados esperan de sus conciudadanos es más bien una “adhesión impersonal”. Ya insistió Sánchez Ferlosio que lo preocupante no estriba en que quienes asisten impasibles  al espectáculo de la agresión no tengan nada personal en contra de su víctima, sino que no tengan nada impersonal a su favor. O, lo que viene a ser lo mismo, que no les impulse nada impersonal contra su victimario. Más acá y más allá del grado de cercanía o amistad con los injustamente tratados, es nuestra condición de meros sujetos morales o incluso de conciudadanos lo que a priori nos debe predisponer en su favor.

 

Porque en la adhesión sólo ‘”privada” a las víctimas de un daño público, y salvada las más de las veces la buena intención, suele esconderse un profundo autoengaño. Siendo un mal de naturaleza social, no natural, la solidaridad no puede soslayar doctrinas o conductas que conculcan derechos o legitiman la violencia. Aquí no vale el “lo siento” pasivo que a nada compromete. Tampoco el deseo bienintencionado de que los amenazados se vean libres de la amenaza y no haya más asesinados, porque semejante angelismo busca ante todo evitarse el juzgar las justificaciones de aquellas amenazas y asesinatos. Cuando el espectador descomprometido hace saber en privado al que sufre injusta persecución que «ya sabes que me puedes pedir lo que quieras», le comunica su aparente disposición a hacerle cualesquiera favores… menos ése que el perseguido más echa en falta: un pronunciamiento público y crítico sobre la tremenda injusticia que padece.

Sea de ello lo que fuere, subsisten aún otras serias dudas acerca de su valor. Por de pronto, la de si esa adhesión o felicitación en privado no se convertirá también en lo contrario o al menos en precavido silencio ante los de la cuerda opuesta; si no cambia de signo al menor asomo de riesgo. En suma, si ahí no anida más bien el deseo del espectador de estar a bien con todos. Con los unos, porque abiertamente no se adhiere pero tampoco se pronuncia en contra, y entonces cabe deducirse que es de los suyos o, cuando menos, que no se opondrá abiertamente a sus designios. Con los otros, porque ya les manifiesta su comprensión, aunque en privado para que no se enteren los anteriores. Y así, según vayan las cosas, aquel espectador puede echar mano de una actitud o de la otra. Es también un modo de mantener una paz precaria consigo mismo.

 

Una solidaridad sincera no se contentaría con condenar la situación de la víctima. Requiere además bastante reflexión: ya sea para descubrir el núcleo perverso de la doctrina que al final conduce a amenazar o a matar; ya sea para detectar el lazo de solidaridad implícita en el silencio y la omisión que une al espectador con los agresores y sus cómplices directos.

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