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ArpaUna tarde de junio

Una tarde de junio

La gente que nació en estos pueblos, ya se sabe, se dispersó. Abandonaron las aldeas cuando tenían quince, veinte o treinta años. Antes habían guardado cabras por los montes, luego condujeron taxis en Barcelona o se colocaron en una portería en Sabadell. Ahora vuelven al pueblo en verano: se han arreglado las casas, han hecho cuartos de baño y han alicatado las cocinas. No vienen más que en agosto, quizá también dos días en Semana Santa. En otoño no, en mayo y en junio tampoco. Solo vienen en esos meses si hay algún entierro. Entonces el pueblo se llena de coches con matrículas de Barcelona y de Zaragoza. Están aparcados, llenando las calles y las eras, mientras dura el funeral, y luego se marchan: mañana hay que volver a trabajar. Si el entierro es en mayo o en junio regresan a las ciudades un poco confusos, sorprendidos: les ha llamado la atención el paisaje, tan dulce y alegre en esos meses. No se acordaban ya de cómo es junio en los montes.

Murió un hombre muy viejo el día 13 de junio. Era el día del santo del difunto: se llamaba Antonio. Llegaron al pueblo los de siempre: los familiares, los antiguos vecinos, casi todos los que habían vivido allí hacía cuarenta años. Pésames, saludos y esas cosas que se dicen siempre: solo nos vemos en los entierros, a ver si nos encontramos algún día con otro motivo, ya quedaremos… Acudió al funeral un hombre de cuarenta años que había dejado el pueblo hacía treinta. Era pariente lejano del fallecido. Lo recordaba encorvado sobre las hortalizas, en un huerto pequeño, cerca del río. También se acordaba de cómo pescaba con la mano en el mismo río. Mientras duró la ceremonia religiosa, y luego en el cementerio, evocaba aquellos momentos de la infancia, tan luminosos, calcinados casi por el sol estival que abrasaba las rocas y los cantos redondos en las orillas de los ríos. Cuando el protagonista del acto quedó solo bajo la tierra y todos abandonaron el camposanto, el hombre de cuarenta años hizo como los demás asistentes: saludó, habló, se movió entre los corros que se formaron en la plazuela de la iglesia. Vio a gente que hacía años que no veía. En un corro de hombres altos y maduros destacaba uno que se parecía poco a los viejos aldeanos reciclados como taxistas. Tenía unos sesenta años, el pelo –abundante–, que debería ser blanco, era –gracias al tinte– de un rubio pajizo, el bigote del mismo color, la camisa desabrochada para dejar ver una cadena gruesa de oro que colgaba del cuello, los dedos –gordos, esos sí eran aldeanos– cargados de anillos, los zapatos con un poco de tacón y el pantalón muy ajustado. El hombre de cuarenta años lo reconoció aunque hacía más de treinta que no lo veía: “¡Hola, Genaro!, porque tú eres Genaro, ¿no?”. El viejo aldeano amacarrado miró al que lo saludaba y no lo conoció. Eso se lo notó en la cara, bien arrugada por cierto, y en los ojos, el que lo saludó. Pero no había duda: aquella mandíbula poderosa, aquel rostro ancho, aquellos ojos azules eran los de Genaro.

Del viejo arrugado de la cadena de oro el que lo saludó solo recordaba una tarde de hacía treinta y cinco años. Había evocado muchas veces aquella tarde. Genaro era entonces un tipo apuesto, el otro un niño de cinco años. “Me he acordado muchas veces de aquella tarde”, decía el joven, pero el viejo decía que no se acordaba de nada.

—Sí, hombre, tú me llevaste al río. Ya no vivías aquí. Hacía años que habías marchado a Barcelona. Creo que cuando yo nací ya te habías ido. Venías poco, pero un día que viniste, me parece que era junio, como ahora, comiste en casa y después de comer dijiste que te ibas a bañar al río y le preguntaste a mi madre si me dejaba ir contigo. Me dejó. Nos fuimos juntos. Estuvimos en aquel pozo, debajo de las carrascas. Yo aún no sabía nadar. Tú nadabas y me llevabas en la espalda. Recorrías el pozo: para arriba, para abajo… Yo tenía un poco de miedo y me agarraba a tu cuello… Pero ¿cómo no te acuerdas?

El viejo del pelo teñido, mientras oía los recuerdos del otro, miraba a los montes de enfrente, como si la historia no le interesara. En el corro había más gente que escuchaba las evocaciones: todos parecían más interesados en el relato que el viejo para el que se evocaba.

—Después volvimos andando al pueblo. Tú me llevabas de la mano. Yo caminaba contento, pero iba temblando. Tenía frío. De verdad… ¿no te acuerdas?

El viejo dijo no y siguió mirando a los montes. El otro quedó decepcionado: recordaba tan bien aquella tarde, el agua, la seguridad con la que nadaba el atlético Genaro, su miedo infantil, el frío al regresar… ¿Cómo podía no acordarse? Pero más que el olvido sorprendió al joven el desinterés del viejo por la evocación: parecía no importarle nada, era como si no quisiera oír, como si el que hablara se estuviera equivocando de personaje. El de los recuerdos dijo adiós y dejó el grupo. “¡Qué cosas ocurren!”, pensó. “Yo no he vuelto a ver a este hombre desde aquella tarde y me acuerdo perfectamente del río, del agua, de cómo nadaba y nadaba mientras yo me agarraba a su cuello, del frío… y él no se acuerda de nada. Qué tipo más raro. ¿De qué debe vivir? Y esas pintas… el pelo… la cadena… los pantalones ajustados… ¡en fin!”. Mientras pensaba estas cosas llegó a un grupo formado por mujeres de la edad del viejo del pelo teñido: se paró a saludarlas. Hablaron un rato. Aquellas mujeres eran como todas las de su edad en estos pueblos: algo gruesas, de manos rojas y pelo gris, con ropas de tonos discretos. Un poco después se unió al grupo Genaro. Saludó a las mujeres. De una retuvo más rato la mano entre las suyas:

—Rediós, María –le dijo–, ¡qué vieja te encuentro!

La otra respondió en el mismo tono:

—Y tú, Genaro, ¿te has mirado al espejo? Tienes la cara como una güebra (‘campo recién labrado’). El tiempo no perdona a nadie.

Genaro no respondió. Soltó la mano de la mujer y se fue. El de los recuerdos lo miró mientras marchaba mohíno. Se fijó en las canas de su abundante cabellera, que asomaban bajo el tinte. Le pareció que caminaba algo encogido. Las mujeres callaban mientras se alejaba. Después, la de la mano saltó ofendida: “¡Hostia, dice que me ve vieja! ¡Pues anda que él! ¡Con lo majo que era!, ¡y ahora…!”. Otra terció: “Ya se da cuenta de cómo está. Dicen que no quiere ir a ningún entierro, ni a bodas, ni a nada. ¿Cuánto hace que no lo veíamos por aquí? No va para que no lo vean. Como de joven fue tan presumido…”. Y una tercera: “Oh, que ya tiene sus años… Y además, se conoce que la cárcel a todos les prueba mal…”. Lo de la cárcel sorprendió al hombre de los recuerdos:

—¿Cárcel? ¿Que Genaro ha estado en la cárcel?

—¡Claro! ¿No lo sabías? ¡Por lo menos seis o siete años!

El hombre calló un momento. Dudaba. Tenía ganas de preguntar, pero no se atrevía. Poco después se atrevió: “Y… ¿por qué estuvo en la cárcel?”. La más descarada, aquella a la que el otro llamó vieja, respondió sin dudarlo: “Pues por qué va a ser, por lo de los críos. Siempre le han gustado mucho. Lo pescó la policía con uno de doce o trece años”.

El de los recuerdos infantiles de la tarde del río escuchó asombrado la revelación acerca de las aficiones del viejo enjoyado. Desde el cerro en el que las mujeres se reían de Genaro se veía al arrugado pederasta alejándose con pasos tristes camino del río. El de los dulces recuerdos de la tarde que disfrutó nadando, hacía treinta y cinco años, se despidió de las mujeres y subió a su coche. Conduciendo, camino de la ciudad donde vivía, volvió a recordar aquella tarde lejana de junio: las imágenes habían perdido brillo y nitidez, todo era más confuso.

Mientras tanto, Genaro se había dirigido al río, al mismo pozo donde había nadado con el niño. Se tumbó en una roca y lloró desesperadamente. Las lágrimas caían por la cara arrugada y bañaban los gruesos eslabones de oro de la cadena del cuello: aquella tarde había visto pasar el tiempo, ese viejo desnudo de barba blanca que lleva una guadaña en la mano, ese que siempre camina y calla.

—¡Cabrón, cabrón! –decía Genaro–, ¡cómo me seguías sin decir nada!, ¡sin decir nada!… ¡sin decir nada!

Este texto pertenece al libro Un secreto y otros cuentos, publicado por la editorial Xordica.

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