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Una tarde en el cementerio parisino de Père-Lachaise. En memoria de Patxo Untzueta


Decidí la primera tarde del verano visitar el cementerio parisino de Père-Lachaise, ese legendario camposanto donde están enterrados dos centenares y medio de personalidades de las artes, las letras y de la política así como un centenar y medio de los sublevados de la Comuna de París, cuyos cuerpos reposan en el llamado Muro de los Federados. Nunca antes en mis viajes a la capital francesa había visitado el lugar, construido al inicio del siglo XIX y que lleva el nombre del confesor del rey Luis XIV. Aquella tarde, apenado por lo que se iba a producir en cuestión de días, tomé el metro con el deseo, infructuoso e imaginado deseo, de que mi amigo y yo diéramos un paseo largo y tranquilo por las innumerables callejuelas que componen las más de 40 hectáreas de ese lugar rodeado de árboles y jardines. Allí reposan Balzac, Apollinaire, Molière, Wilde, políticos extranjeros como Godoy, Largo Caballero o Trujillo o figuras contemporáneas como Édith Piaf, juntos a sus amantes, Yves Montand y Simone Signoret o Jim Morrison. Decididamente, pensé sin importarme la lluvia fina de verano que mojaba mi chaqueta, hay lugares que inspiran serenidad por su inmensa belleza y entre los cuales están los cementerios. Tal vez estaré enloqueciendo o viendo cómo el final se aproxima.

No sé si él asintió porque como buen vasco era un individuo de pocas palabras. Entendí que quería que fuéramos a visitar el muro de los federados para rendir homenaje a los múltiples fusilados durante la comuna parisina en 1871, una sublevación que marcó una época de autogobierno por parte de los parisinos que se sublevaron en nombre de la libertad, del anarquismo y del comunismo. No lejos de allí están las tumbas de Paul Lafargue, el yerno de Karl Marx, y la de su esposa e hija del filósofo alemán.

Mi amigo en sus años jóvenes militó en la rama política de la banda armada. No hablábamos nunca de eso en el despacho que compartíamos en la planta noble de la empresa donde trabajábamos. Yo lo sabía, porque antes de conocerlo, antes de regresar a Madrid después de un largo periplo en el extranjero, me había informado sobre su vida, sobre su carrera profesional. “Te llevarás muy bien con él”, pronosticó una colega. “En el fondo no sois muy distintos”. Llevaba escolta como tantos otros que censuraban la barbarie etarra. Le llevaban y le traían en coche dos agentes. Sabían a qué hora tenían que esperarle.

En mi fantasía quise imaginar que mi amigo se encontraba conmigo y que se había quedado tranquilo tras visitar ese muro de la libertad en una de las esquinas del Père-Lachaise. No se quejó por la lluvia. Yo, a cambio, le pedí que fuéramos a la tumba de Marcel Proust. Accedió, pero no noté en su rostro demasiada satisfacción. Tuve que darle un codazo para que esbozara una sonrisa: “Venga, hombre, que seguro que a tu hermano el psiquiatra le gustaría que fueras a rendir homenaje a ese neurasténico de Marcel”. “Yo prefiero a Pío Baroja”, respondió muy convencido y arrastrando las palabras. Este año se cumple el 90 aniversario del fallecimiento de la muerte del autor de En busca del tiempo perdido.

Ignoraba si él lo había leído, porque en nuestras conversaciones pocas veces hablábamos de literatura y sí mucho de política española y vasca. Y por supuesto de fútbol. Era un forofo, educado, del Athletic. No pasaban los leones un buen momento. Sufría bastante con las derrotas y elogiaba a mi Real Zaragoza, que por entonces estaba muy arriba en la clasificación liguera. No me quedaba claro que disfrutara como yo con los éxitos del Madrid, pocos en ese momento, hay que admitir, pero le molestaba la fanfarria que había que soportar de los colegas catalanes con el Barça de Guardiola. Era un entendido, un entendido inteligente, y por tanto reconocía que los culés bordaban el fútbol. Disfrutaba mucho con los triunfos de la Selección. No pudimos gozar juntos de la victoria en la Eurocopa y luego en el Mundial porque yo ya no estaba en la empresa.

Odiaba el nacionalismo. Cualquier tipo de nacionalismo. ¡Él, que se consideraba vasco por los cuatro costados y que se le alegraba la cara cuando se acercaban las vacaciones y poder así viajar a su querida tierra! El despacho estaba repleto con sus libros y con un cartel del primer jugador del Athletic de color, Iñaki Williams, que en aquella época era todavía desconocido.

Yo no llevé ninguno libro de mi biblioteca. Sólo acumulaba carpetas con recortes de prensa extranjera principalmente. A mí no me importaba que no hubiese espacio para los míos. Es más, consideraba que estaba invitado en su casa aun cuando me trataba con cariño, educación, respeto y hasta un punto de admiración por mi carrera fuera de España. Todo ello hacía sentirme muy bien y contento cada vez que nos veíamos después del fin de semana. Era comedido en sus preguntas lo que no significaba en absoluto que no prestara atención a mis respuestas. Sus observaciones o sus críticas sobre mi trabajo solían ser muy atinadas y hechas desde el respeto que mutuamente nos teníamos. Si se trataba de asuntos que él no dominaba como, por ejemplo, la política internacional, leía el texto y se limitaba a hacer una o dos correcciones de sintaxis.

Nuestro despacho era un santuario. Él odiaba el ruido y yo también. Un lugar donde no se gritaba ni se insultaba al compañero. Inaudito en una profesión en la que parece que todos fuéramos un poco sordos o tuviéramos que interrumpir al otro para dar a entender que sabemos más que él. A veces se acercaba algún jefe o algún colega para saludarnos. Especialmente a él, porque mi amigo era un pozo de conocimientos. Un famoso compañero, amigo suyo y luego también mío, de gran prestigio en la casa y que falleció estando yo ya fuera de ella, solía bromear y recurría a la ironía: “Esto parece un convento”. Era así cuando mi amigo tenía que preparar el artículo que semanalmente escribía. Tardaba en elaborarlo, porque sopesaba las palabras, las contrastaba con otros escritos suyos o consultaba libros apilados en los estantes. Era de una meticulosidad envidiable. Confiaba más en sus apuntes, en los recortes de prensa que en los comentarios que otro le pudiera hacer. Solamente perdía los nervios cuando el ordenador le jugaba una mala pasada y se le borraba un texto. Entonces estallaba la tragedia. Yo trataba de animarle, no sabía bien cómo, pues mi torpeza informática era igual que la suya.

Dominaba como ningún otro de la empresa el tema vasco y español en general. Yo empecé a preguntarle por interés y obligación. Especialmente por obligación, porque en mi inconsciencia había aceptado colaborar con la radio pública vasca en una tertulia semanal. Me dijeron que sólo me preguntarían de política internacional, pero me engañaron. Un lunes sí y otro también tenía que retratarme sobre el entonces lehendakari Ibarretxe y el derecho de autodeterminación. ¡Cuánto aprendí al escuchar sus juicios! ¡Qué generoso era en sus comentarios cuando alguien le decía que aquella noche había estado bien en mis intervenciones! Le notaba hasta contento, como si fuera el maestro que había aleccionado al alumno.

Coincidíamos plenamente en la mala opinión que nos merecía el entonces jefe del gobierno, el ínclito ZP. No tuve ocasión de conocer lo que él pensaba del actual primer ministro aunque me imagino lo que me habría dicho. También hablábamos de los vaivenes que experimentaba la empresa en manos de un inexperto jefe inseguro y encastillado en su despacho, que reemplazó a otro, un veterano profesional, vasco como mi amigo, más curtido que su sucesor pero cuyos modales dejaban bastante que desear. Él sufría más que yo. Llevaba más años en la empresa y se identificaba mucho más. Había sido trasladado desde su querida Bilbao a Madrid con la misión de escribir exclusivamente editoriales de política nacional. Los bordaba, aunque casi nadie de los superiores le felicitaba. Los superiores no se atrevían a corregir una palabra o una idea. No por temor a un enfado suyo, sino porque sus artículos rozaban la perfección.

Ahora que doy por fin con la tumba, sobria tumba de mármol negro, del admirado Proust, me acuerdo de las bromas que le hacía sobre su hermano psiquiatra al que nunca tuve ocasión de conocer. Cuando yo perdía los nervios por algo que me irritaba de mis superiores o de la filosofía de la empresa, exclamaba entre risas: “Dame por favor el teléfono de tu hermano. Aquí no resisto más”. “Si quieres…”, respondía él con retranca.

Fantaseo ahora a los dos observando con respeto la tumba de Proust, a su querida madre, a su amiga, Odette, a madame Verdurin, a la señora de Guermantes o al propio Swan, que me hacen una señal de silencio para no despertar al escritor. “El maestro está reposando. Me ha dicho que no le despierte bajo ningún concepto”, me cuenta bajando mucho la voz y agarrándome del brazo su fiel asistenta, Céleste Albaret. Alguna vez le vi cerrar los ojos y hacer una breve siesta en su silla. Duraba poco.

Lamento no haber podido disfrutar como yo hubiese querido mucho más de su amistad, de conocerle mejor e ir acumulando la experiencia y sabiduría que generosamente estaba dispuesto a ofrecerme. Siento que le traicioné cuando decidí voluntariamente marcharme. El clima era irrespirable. Me entendió y se interesó por mí. Siempre le estaré agradecido. Fue educado en su juicio, aunque en el fondo sé que quedó muy disgustado por el trato que la empresa tan admirada en su momento por él tenía con uno de sus empleados.

Lo que más me gusta destacar de él es que fue por encima de todo una bellísima persona, un individuo honrado, responsable y concienzudo en su trabajo con el que él tanto se identificaba. A lo lejos se escucha música argentina. Creo que es La comparsita. «Corramos y veamos de quién se trata. De Julio Cortázar, pienso que no, No está enterrado aquí», le digo cogiéndole del brazo. Pero al mirar descubro que no hay nada, que ha desaparecido mi amigo y que sólo me queda el recuerdo. Su recuerdo, Un gran y bonito recuerdo.

Patxo Untzuela murió a las 3.30 de la madrugada del pasado 27 de junio a causa de una larga enfermedad a la edad de 76 años

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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