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Una tertulia en la cárcel

Esta semana entré por fin en la cárcel. No de la manera que yo había imaginado de niño, como preso político o jefe mafioso, sino por periodista y en calidad de invitado. Me llevó Juan de Sola, presidente de Agareso, la asociación gallega de reporteros solidarios, a participar en la tertulia de radio que cada jueves tiene con los presos. Fue una experiencia, como cada vez que salgo de casa. Dos curvas antes de llegar a la prisión nos paró la Guardia Civil en un control de carretera y dije: “Ahora sí”. Cuando la Benemérita da el alto, pide los papeles y el conductor se lleva la mano a la guantera pienso que de ahí va a caer una pistola, porque mis expectativas son siempre muy ambiciosas. No ocurrió nada y pudimos llegar a la cárcel sin dificultad, lo que bien mirado tiene cojones.

 

Yo estaba tan emocionado que les aparecí allí con el pasaporte; echarme a patadas era poco. Enseguida se me presentó a Carlos, responsable de prensa de Instituciones Penitenciarias en A Lama, que dijo ser lector mío, y yo ahí ya me empecé a poner nervioso porque nunca sé muy bien cómo actuar delante de mis lectores. Recuerdo siempre aquel artículo de Camba en el que un señor le declaraba su admiración incondicional, y Camba sufría escribiendo después sus artículos preguntándose: “¿Le gustará esto a  mi admirador? ¿Estará de acuerdo conmigo en este punto? ¿Le estaré disgustando? ¡Si pudiera saber más de él!”. Claro que Carlos no es admirador, sino lector, que es otra cosa. Mis admiraciones en general son más del lado femenino y nada, sospecho yo, tienen que ver con la escritura, lo cual está muy bien porque escribiendo, por muy bien que se haga, no se llega al orgasmo.

 

Nos dimos todos la mano muy afectuosamente, me llevaron a conocer al director y a la subdirectora de la cárcel, y fue todo bien hasta ese momento del que todo el mundo te habla: cuando se cierran las últimas puertas y dejas atrás el mundo libre. En ese momento sufrí muy discretamente una suerte de ataque de pánico, no porque la subdirectora me empezase explicar ésto y aquello de la cárcel, como en la primera escena de Celda 211, sino porque recordé un suceso lamentable ocurrido hace seis años en Las Palmas, cuando tres horas después de bajar del avión un amigo y yo salimos a por copas y algo de droga y nos encontramos, a los veinte minutos, de cara a la pared con los brazos en alto, cacheados por la secreta y con los vecinos gritando en los balcones que nos estábamos cargando el barrio.

 

En Comisaría nos dijeron que había dos opciones: ser detenidos o acusar al camello. Y lo acusamos, joder si lo acusamos; nos faltó llevarlo en coche nosotros mismos a chirona. Recuerdo que en el juicio, por teleconferencia, el juez me preguntó: “¿Es él?”, y no lo habían enfocado aún y yo ya estaba gritando de pie: “¡Sí, sí!”. Un poco antes, por los pasillos, un funcionario me reconoció porque dijo leerme y me preguntó un poco preocupado qué me había traído hasta allí. “Nada, un robo que vimos aquí mi amigo y yo en Canarias”. Más tarde lo vi entrar en la sala y se quedó viendo cómo el juez me preguntaba si yo había querido comprar drogas el día tal a la hora tal y al ciudadano no sé qué. Y lo miré de reojo, preguntándome qué clase de vida era ésta, y dije abochornado: “Sí”. Esta historia en el fondo es muy divertida, quizás la más divertida de mi vida: si un día por lo que fuera me quedo sin familia la cuento con todo detalle, que nos vamos a morir todos de la risa.

 

Me estaba preguntando yo entonces si el marroquí aquel andaría por la cárcel y tendría oportunidad de ajustar sus cuentas. En cualquier caso, pensé subiendo y bajando escaleras, abriéndose y cerrándose puertas a mis espaldas, si me lo encontraba haría como si no hubiese pasado nada y le preguntaría si aún andaba con material encima, y si estaba bueno o qué: lo mismo colaba, que estos marroquises de tanto fumar porros a veces andan apapahostiados. Mientras le iba dando vueltas a estas cosas con el piloto automático de saludar y sonreír puesto, activadas las frases habituales de presentación para irlas soltando sin tener que dejar de pensar en otra cosa, me vi sentado en el estudio de radio de la cárcel de A Lama rodeado de una gente estupenda y muy amable, junto a Juan de Sola, que me hizo una gran presentación, que pensé yo que este Juan el día que tenga que presentar a Umberto Eco va a parecer Arias Navarro anunciando la muerte de nuestro paisano. Acto seguido, no sé si por venganza, me preguntó que qué me parecía a mí la reinserción social en España. Miré para él creyendo que estaba de coña, porque yo de la reinserción social en España no sé nada; vamos, pero nada, o sea, que ni de coña.

 

De repente tuve frente a mí a varios pares de ojos y el silencio de la radio, que emite para las 2.000 personas que hay en la prisión, y dije, empapado en sudor: “La reinserción social en España, concretamente”, como si me hubiera gustado más que me preguntasen por la reinserción social en Kuala Lumpur. Lo que hice fue elegir seis palabras polisílabas con ánimo entusiasta, y empecé a manejarlas sin ton ni son en un discurso pavoroso que yo creo que duró tres minutos, y del cual no se pudo extraer ninguna conclusión porque hice algo extraordinario: no decir nada. “Es un tema que habría que ver bien” y por ahí todo seguido. No se dio la orden de abrir las puertas de la cárcel de milagro.

 

El debate se enderezó cuando el discurso empezó a girar en torno a mí, que es un tema que me tiene fascinado. Se me hicieron preguntas sobre los artículos que escribía, los temas que yo abordaba y demás. Manuel, un hombre de unos cincuenta años que está aprovechando su tiempo allí para aprobar Derecho (lo cual me parece muy loable, porque lo normal es sacar primero Derecho y luego entrar en la cárcel), me preguntó si yo creaba opinión o la generaba. Yo dije que cada vez me interesaba opinar menos, pero que bien es verdad que hay días en los que la columna ha de rellenarse sí o sí, y no siempre hay historias en el armario o asuntos triviales de los que ocuparse, y se pone uno de repente a salvar el mundo. También que en este país los columnistas  están en los diarios compitiendo para ver quién se toma más en serio y hasta los viñetistas se las dan de trascendentes. Que no hay humor, vamos, y el que hay es humor inteligente hasta el elitismo, indetectable para el pueblo, como esos codazos estúpidos que se dan los intelectuales en las cenas con una gracia sobre Plinio el Viejo. Luego bien es verdad que está el humor involuntario, la risa que se da sin pretenderlo, pero eso no cuenta. Por lo demás suelen vaciarse las columnas como se vacía el saco de pienso en las granjas industriales, y la gente va al periódico con la sagrada misión de convencerse, no de informarse. Con todo, el periódico no sólo se complace de convencer, sino que viene fabricándose para tal objeto y con una sensibilidad muy particular, como hacía Camba con sus artículos teniendo en mente a su admirador incondicional.

 

Y podría haber seguido hablando tres horas, porque a mí el periodismo me apasiona, pero esto ya no lo dije porque habría sido un momento muy Hablar por hablar y además me pareció ver por el patio a un moro dando patadas a las piedras, como esperando. En el cierre del programa De Sola le preguntó a Carmelo, Miguel, Mariana Ileana, Carlos, Manuel y Andreia qué les había parecido yo y aquellas mis maneras, y Andreia dijo un poco asombrada: “Tiene una cabeza brillante”, y no le pregunté cuándo salía porque aún estábamos en antena y aquello iba a parecer un cachondeo.

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