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Una trilogía para leer con el corazón en Madrid: ‘La forja de un rebelde’, de Arturo Barea

Arturo Barea

Una tarde de noviembre. Año 2009. Camino apresurada por la Gran Vía, como todos, ajena. Alzo la vista y veo el edificio de Telefónica. Lo he visto mil veces, pero algo, sin embargo, me descoloca. He salido del metro aún con el libro en las manos. Estoy leyendo La llama, el último tomo de la trilogía escrita por Arturo BareaLa forja de un rebelde.

Una emoción me hace frenar en seco y me quedo mirando fijamente el edificio de Telefónica. Me bloqueo. Los autobuses son ambulancias. Los adolescentes con el botellón son soldados. Los gritos son disparos. La euforia es drama. Nadie se percata y, sin embargo, lo que estoy viendo yo, allí, inmóvil, con el libro aún en la mano, no se corresponde con la realidad. En un estado de ansiedad busco la escena que estoy viendo delante de mí en el libro, y la releo frente al edificio: “Noviembre era frío y húmedo, lleno de nieblas, y la muerte era sucia. La granada que mató a la vendedora de periódicos en la esquina de la Telefónica lanzó una de sus piernas al centro de la calle, lejos del cuerpo”.

Vuelvo a mirar la Telefónica, veo la pierna de la vendedora de periódicos. Sigo leyendo: “Comenzaba la hecatombe de cada noche; temblaba el edificio en sus raíces, tintineaban sus cristales, parpadeaban sus luces. Se sumergía y ahogaba en una cacofonía de silbidos y explosiones, de reflejos verdes, rojos y blanco-azul, de sombras gigantes retorcidas, de paredes rotas, de edificios desplomados”.

Madrid está anocheciendo. Hago anotaciones en mi libro, miro a mi alrededor y me parece estar inmersa en la misma noche madrileña que describe Barea, en su guerra civil fijada en el tiempo. Durante más de 20 minutos no logro moverme de allí, no soy capaz de reaccionar, de volver al mundo.

En La forja, el primer tomo de la trilogía, Arturo Barea narra su infancia y juventud en el Madrid de principios de siglo. Un mapa de lugares que ya no existen, que ya no podemos dibujar. “Los doscientos pantalones se llenan de viento y se inflan”, así se inicia el libro. La figura de su madre, la señora Leonor, lavandera, tendiendo la ropa. El Madrid más castizo. El mismo desde el que ahora escribo. Los descampados de Embajadores. Atocha. Desde la Plaza de Cascorro hasta el Mundo Nuevo. La calle del Arenal. La Plaza de Oriente.

Barea, con la voz del niño que fue, cuenta esos años con la inocencia necesaria, con precisión, sin fantasía. Su familia, sus amigos, su colegio. Buscarse la vida. Sobrevivir. La pobreza. Los sueños que habitan en el pueblo del verano. Los abuelos. Navalcarnero. La antesala de Madrid. El recuerdo, la añoranza: “¡Qué bien se está aquí! La cabeza entre las rodillas”, escribe. Y continúa: “Y yo le miro la cara de abajo arriba sin que ella me vea… Entierro la cabeza entre el delantal como los gatos. Quisiera ser gato. Saltaría encima de las faldas y me haría una bola… Subir encima de las faldas, hacerme una bola, dormitar oyendo hablar… Quedarme allí, quieto, ¡muy quieto!”. E irremediablemente crecer.

A medida que su edad avanza, su entorno se va haciendo más visible: “Desde aquí arriba, desde la cuesta que hace la calle de Alcalá, veo la vida”. Un Madrid en tensión. El reloj del Banco de España. La diosa Cibeles. La vida política marca el ritmo de La ruta, el segundo tomo. Los primeros apuntes literarios de Barea y, sobre todo, su experiencia en la guerra de Marruecos: Los primeros ideales y las primeras renuncias. Las vísperas de las, también primeras, batallas. Y su regreso de nuevo a Madrid, pero a un Madrid diverso: “Existía un vacío de dos años entre mi familia y yo, entre Madrid y yo. Habíamos roto el hilo de la vida diaria. Si queríamos reanudar nuestras vidas juntas otra vez, teníamos que atar con un nudo las puntas rotas; pero un nudo no es una continuidad, es la unión de dos trozos con un roto entremedias”.

A su vuelta, Barea se encuentra con un Madrid alterado, con un decorado que se alimentaba de El Liberal, El Defensor, El Socialista, El Sol, ABC, El Debate… los diarios de la época. Regresar a la Puerta del Sol. Y volver a marcharse, y seguir buscando su lugar. Con La llama finaliza la trilogía. El relato de aquel 18 de julio de 1936, la más conmovedora descripción de los años de la Guerra Civil Española y el exilio del escritor en Inglaterra. Sencillo y preciso, detallista, Barea va describiendo su vida, mezclando los aspectos más íntimos –su matrimonio, sus hijos, el amor– con los más públicos, la descripción de su trabajo y de la vida social. El pulso a un país a punto de meterse en una guerra civil.

Con la ventaja de saber el final, de leer desde el hoy, vamos desmigajando el pasado. Comprendemos mejor aquella guerra atendiendo a los pasos previos, a las revoluciones de palabras y a los hechos. Barea describe explícitamente su visión de la guerra, lo que observa: “Madrid estaba sufriendo hambre y los túneles del metro, al igual que los sótanos de Telefónica, estaban abarrotados por miles de refugiados”.

Hemingway. Las Brigadas Internacionales. Detalla su labor al frente del Comité de Censura durante la guerra, con sede en el edificio de Telefónica. Describe así: “Miré el montón de papeles y se me revolvió el estómago. Los sentimientos contenidos de muchos periodistas se habían volcado allí. Había textos que no disimulaban, entre malicias, la alegría de que Franco estuviera, como ellos decían, dentro de la ciudad”.

A finales de noviembre terminé de leer La forja de un rebelde. Hace no demasiado tiempo aprendí que el tiempo de lectura de un determinado libro no puede imponerse. Es preciso dejar fluir, esperar el momento preciso. Por eso he tardado en leer esta trilogía más de un año. Una lectura compartida con otros libros, libros que se interponían haciéndome aguardar los momentos y lugares idóneos. Hubiese sido imposible leérmela de un atracón, leer en menor tiempo, leer de seguido. Si lo hubiese hecho así, no hubiese podido asimilarlo, no hubiese disfrutado con esta lectura tanto como lo he hecho.

El primer tomo tiene para mí un mayor grado de sensibilidad, tiene la fragilidad del niño, pero también su fuerza, la que nace de la inocencia. Posee el poder de la ternura, el que, irremediablemente, se desvanece cuando uno crece. Sin embargo, el tomo más intenso, más potente, el que más me ha calado, ha sido el tercero. El choque con la vida, la esperanza y la derrota.

Esta novela autobiográfica de Arturo Barea es considerada una de las obras maestras de la literatura universal. La editorial inglesa Faber&Faber fue la primera en publicarla, entre 1941 y 1946. En 1951 se editó en español por la editorial argentina Losada. A mí me ha acompañado durante un año y cinco meses. Por Madrid, Huelva, Italia, Galicia y nuevamente Madrid. Con subidas y bajadas. Páginas garabateadas hasta el extremo. Flores secas. Esquinas dobladas. Billetes de tren en su interior. Notas al margen. Tarjetas de visita. Dudas. Miedos. Pasiones. Se me revuelven las emociones. Y al terminar el libro, como en los finales impuestos, como en las historias no resueltas, el desamparo.

Edición argentina de Editorial Losada, 1951
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