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Una vez hubo diputados en los escaños del Congreso

 

Me parece escuchar el sonido joven y grave del hielo caer en los vasos de plástico. Varios escaños más allá alguien tiene puesto a Ska-P a todo volumen: «¡Lega-lega-lización!, cannabis de calidad y barato…». «Su señoría, haga el favor de apagar el porro», dice un rastafari subido a la tribuna. Pablo Iglesias sin coleta, el pelo suelto, el cuerpo grueso bajo la túnica abierta, se ríe, se levanta trabajosamente y aplaude a su camarada de la bancada alta, que apura su colilla mientras levanta el puño. Tiendas de campaña ocupan el lugar de los taquígrafos del foso. Alberto Garzón le pone de rodillas un plato de pienso al pastor alemán que se rasca sobre la alfombra a la vera de Pablo. Tras un movimiento de ceja del líder, Alberto se escabulle entre las filas con la cabeza baja y la sonrisa nerviosa de McFly. Irene Montero aparece estática sentada en su trono. La espalda recta, el mentón erguido, los brazos en ángulo recto bien apoyados, la mirada fija en algún punto del hemiciclo. Lleva su camiseta, ya algo raída, de Milagros Sala, y por encima brillan sus abalorios de oro y piedras preciosas: alrededor del cuello, sobre la cabeza, en las muñecas, sobre el pecho. Parece una representación moderna de Nefertiti. No se mueve. Ni siquiera se aprecia que respire. A nadie parece importarle. Es como un ídolo. Íñigo Errejón deambula vestido con harapos entre los escaños. Uno de los cristales de sus gafas está estrellado como el de Mo Green. Rafa Mayoral le aparta suavemente con el pie cuando intenta coger algo de pienso de la mascota de Pablo. Íñigo se desliza, exhausto, por las escaleras y solloza. De las tribunas cuelgan grandes pancartas con retratos de Lenin, Mao, el Che y Chávez. Hay botellas y colillas y latas por el suelo. La antigua bancada del PP son los aposentos privados de Pablo. Allí se baña con leche de burra mientras Echenique le cepilla los cabellos las mañanas de domingo al son de una vieja casette de Los Chikos del Maíz y bajo la atenta mirada de Irene, que a veces parpadea. Cuentan, como en ‘La Carretera’ de McCarthy, que una vez, antes de que Pablo le atribuyera a Rajoy en una sesión de control al gobierno que el informe de los letrados «se la pela, se la bufa, se la refanfinfla», hubo diputados en los escaños del Congreso. Podías verlos en la corriente ambarina de la Carrera de San Jerónimo allí donde los bordes oscuros de sus chaquetas se agitaban suavemente. Olían a musgo en las manos. Se retorcían, bruñidos y musculosos. En sus lomos había dibujos vermiformes que eran mapas del mundo en su devenir. Mapas y laberintos. De una cosa que no tenía vuelta atrás. Ni posibilidad de arreglo. En las profundas cañadas donde vivían todo era más viejo que el hombre y murmuraba misterio.

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