Home Mientras tanto Una vez hubo truchas en los arroyos de montaña

Una vez hubo truchas en los arroyos de montaña

 

Uno sabe lo mismo hoy que hace dos lustros de la masacre. El cataclismo de ‘La carretera’ por el que de pronto un padre y un hijo caminan solos por un mundo devastado sin que se sepa muy bien por qué. A McCarthy le importaba tan poco explicar el desastre como a España, que cada año se regala muy ufana y muy sentida por esta fecha la misma lluvia de hipótesis, opiniones, testimonios y piedades obligadas, como viejas de Misericordia a la puerta de la iglesia.

 

Uno no estaba en esos trenes, ni tampoco ningún familiar, amigo o conocido, pero cree que si no hubiera sido así, toda esta jarana hueca en gran parte de los casos le repugnaría hasta el delirio de lo que le repugna ahora, como los aplausos a los muertos en los funerales, esa falta de respeto al dolor como para emprenderla a golpes en el templo.

 

Se ha escuchado con estupor hace unos días al juez de la tragedia (el mismo que quiso ser al tiempo el Biddle, el Lawrence, el Falco y el Volchkov de Núremberg, y acabó como el director de una orquesta caótica con cientos de partituras distintas), contar al director de un periódico una historia de misterio para adolescentes, de las de los campamentos alrededor de una hoguera; y al que sería presidente a raíz del vuelco político que significó el atentado resaltar que se encontró a un Aznar “distante y frío”, mostrando una de esas dos caras, “como las de las personas”, de la parroquia madrileña de Galdós.

 

Uno se imagina el cainismo y el realismo mágico en la marmita colocada en una capilla ardiente mientras va pasando el público removiendo la cuchara. No hay nada en ese recipiente más que sangre inocente y horror, pero cada aniversario todo un país se afana, o se empeña, en celebrar un luto patronal que tiene todo el sentido y al mismo tiempo ninguno. Demasiados interrogantes son óbice para poder dejar de llorar y de sentir naúseas algún día.

 

Escuchando ciertas declaraciones, a pesar de este sol de la primavera, hoy se aparecen esos acantilados de ceniza, y los árboles calcinados y un cielo gris con las nubes tupidas como impregnadas de hollín; la realidad por la que, no un padre y un hijo en busca del sur sino cincuenta millones de personas, vagan sin rumbo guiadas por el ruido y el color chillón de sus representantes incapaces de dar respuestas, justicia y decoro, al asesinato.

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