Como tantos otros, el martes me fui a la cama pensando que la elección estaría igualada, incluso que podría decantarse a favor de Kamala Harris. Los sucesos de la última semana y la publicación de la (hasta ahora) prestigiosa encuesta de Selzer que sugería una remontada de la candidata, daban motivos para pensar de esa forma. Otros métodos de predicción como las primarias de Washington, apuntaban en la misma dirección. Sin embargo, la victoria de Trump ha sido contundente. Y aunque pudiera resultar inesperada, la verdad es que no debería ser una sorpresa. Como en las buenas novelas de misterio, las claves que apuntaban a la victoria del magnate estaban delante de nosotros. Otra cosa es que nos hayamos dejado llevar por pistas falsas.
Esta semana se leen en la prensa diferentes análisis sobre el papel que en estas elecciones ha jugado la desinformación, el racismo o el machismo. Pero quizá la causa de la derrota demócrata sea más simple: Biden era, sencillamente, un presidente impopular. Apenas contaba con el apoyo de un 40% del país. En el último siglo, siempre que el presidente entraba en el año electoral con un índice de aprobación menor al 45%, su partido perdía las elecciones generales. La derrota de Trump en 2020 fue el último ejemplo.
La causa de este descontento popular desemboca en otro de los grandes clichés políticos norteamericanos: ¡Es la economía, estúpido! El mantra de que los estadounidenses votan con el bolsillo sigue siendo cierto. La situación económica y la inflación lideraban las encuestas como las principales preocupaciones del votante medio. Y es que los estadounidense asocian la subida de precios con la política de aumento del gasto público de su presidente. Cuando estuve en Alabama el año pasado una taxista me dijo: “En el último año han subido tanto los precios que cuando he ido a pagar la compra de esta semana casi me pongo a llorar”. De poco han servido otros éxitos como la inversión en infraestructura o energías renovables. La inflación es lo que impacta de forma más directa e inmediata en la vida del ciudadano. Por muy buenos que sean los datos macroeconómicos, el votante medio sabe que lo que antes costaba dos dólares, ahora cuesta cinco.
Junto a la economía, la inmigración también aparecía como una de las principales preocupaciones estadounidenses. El número de inmigrantes que cruzaron la frontera sur ha aumentado estos cuatro años, y la preocupación por la seguridad creció mientras en la redes sociales se volvían virales historias de jóvenes mujeres violadas por extranjeros. Y, si bien es cierto que la política exterior no decide elecciones, las repentinas crisis internacionales reforzaron la imagen de una administración sumida en el caos y cuyo declive en popularidad comenzó con el desastre de la retirada de Afganistán. Todo ello mientras crecían las dudas sobre las capacidades físicas y cognitivas de Biden para dirigir el país.
Otra de las leyes de hierro de la política estadounidense es la conocida como la “ley del péndulo”. Según esta, cuando el electorado está cansado de un presidente elige como su sucesor al candidato que mejor encarne lo opuesto a este. Trump vendía exactamente eso. Su mensaje, tan simple como efectivo, apelaba directamente a las preocupaciones del votante medio: “Cuando yo gobernaba no había inflación, no había inmigración y no había guerras en el mundo”. Indultado por su partido, que le había vuelto a hacer candidato tras un rechazo inicial surgido del asalto al capitolio y el fracaso en las elecciones de 2022, el magnate ofrecía al votante indeciso un tentador acuerdo: Ignora todas mis controversias. Vótame y mejoraré tu vida. Las encuestas respaldaban su estrategia: según el New York Times un 52% de los encuestados creía que gestionaría mejor la economía y un 54% la inmigración.
Tras la debacle del debate entre Trump y Biden, el partido demócrata se vio obligado a reconocer las debilidades de su candidato que hasta entonces había negado. Encomendaron a Kamala Harris resucitar las esperanzas electorales de su formación. Pero se equivocaron pensando que bastaba con cambiar lal cabeza de cartel y no el discurso. Harris se encontró con el dilema de qué hacer con el incómodo legado del presidente bajo el que había ejercido. Distanciarse de Biden no era creíble, al fin y al cabo ella era parte de esa misma administración, pero tampoco podía abrazar una gestión que la mayoría de la población rechazaba. Trump, hábilmente, criticó que proponía soluciones a los problemas que ella había creado. Asimismo, las encuestas mostraban que el electorado la situaba más a la izquierda de Biden. Todo ello en un país que ideológicamente se encuentra en un centro-derecha.
Resulta sorprendente que a la constante pregunta de los periodistas de qué haría diferente que Biden la única respuesta de Harris fuese “habrá republicanos en mi administración”. Como escribí hace unos meses, mi percepción del debate entre ella y Trump fue que, si bien el expresidente había perdido por su comportamiento errático, la candidata no había sido capaz de ofrecer al elector indeciso un motivo por el que votarla. Especialmente vagas fueron sus respuestas sobre sus planes para gestionar la economía. Su campaña se centró en recordar a los votantes los defectos de Trump, ignorando que aquellos que temían el retorno del magnate ya iban a votarla. Frente a las propuestas que ofrecía el magnate, como bajar los impuestos o deportar masivamente a inmigrantes ilegales, apenas se encontraba en la candidata un rastro de propuesta más allá de no ser su rival.
Si hiciésemos el experimento de olvidar los nombres de los candidatos y analizar esta elección de forma neutral (un presidente impopular obligado a retirarse, reemplazado por una candidata vista como aún más de izquierdas, una percepción negativa de la economía…), hubiésemos llegado a la conclusión de que el partido de la oposición era el favorito en esta contienda. Todo ello ignorando otros factores como el sesgo conservador del colegio electoral, que en los sondeos Harris no tenía una ventaja suficiente para superarlo, o el constante error de las encuestas en contra de Trump.
La respuesta a por qué el partido demócrata ha perdido estas elecciones es sencilla: el votante simplemente no les ha comprado el discurso. El giro hacia el partido republicano se ha dado en casi todos los grupos demográficos. El rechazo ha sido total. No cabe atribuirlo a la pérdida de apoyo entre la población hispana, afroamericana o de clase baja como se hizo en las anteriores. El electorado ha rechazado el modelo de gobierno de Biden. Kamala Harris se pasó los últimos meses de la campaña intentando convencer al votante indeciso que escogiese el mal menor. Y le hizo caso, solo que esta vez Donald Trump era el riesgo asumible.