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Mientras tantoUna visita a Sachsenhausen

Una visita a Sachsenhausen


Berlín y un cielo plomizo de septiembre. Desde el centro de la ciudad el tren RE5 hasta la estación de Oranienburg, unos veinte minutos, treinta kilómetros. Luego, el bus azul 804 frente a la estación y después de un breve trayecto, Strasse der Nationen 22, lugar del antiguo Campo de concentración nazi de Sachsenhausen.

 

“Arbeit macht frei”. El trabajo libera. La inscripción hecha de sarcasmo y realidad, labrada en un metal negro, prolijo y frío. En alemán y en cualquier idioma son vocales y consonantes que hoy reciben a turistas y que ayer recibieron a hombres camino a su trágico final. Unos pocos escaparon de la maldita escena de desesperanza. Del negro que hay en muchas vidas. Del trágico destino de una época.

 

Un puñado generoso de minutos es suficiente para aclimatarse al ambiente. No hay lugar para selfies, para sonrisas de ocasión, para fotografías adornadas con filtros. Sólo sensaciones espesas de tristeza y amargura. Espacio para recorrer el sinsentido, amplio y oscuro, sin fin. Hace frío, mucho frío. El otoño es duro en Berlín. Un guía argentino nos lleva con sus palabras y explicaciones a buscar alguna razón para tanto desastre. Será que las tragedias de la humanidad están hechas de silencios, de omisiones, de temores cómplices. De resguardar lo propio y olvidar lo ajeno.

 

Un amplio patio central, una torre de vigilancia y armas bien calibradas. Panóptico. Nada escapa de la vista de los verdugos. Una palabra de más, una mirada hacia donde no hay que ver, un mínimo movimiento del lugar de formación. Y el final, el disparo mortal. La morgue y los hornos crematorios. Sencillo trámite de la bestialidad.

 

Un paso lento, asombrado, nos lleva a las barracas en cada lateral del campo. Hacinamiento, enfermedades, sufrimiento. De todo menos normalidad. Entre 1936 y 1945 hubo más de doscientas mil personas recluidas en este campo de concentración. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial, los soviéticos liberaron a los poco más de tres mil supervivientes y entre 1945 y 1950 lo utilizaron como campo de concentración para nazis y alemanes condenados por los juicios luego de la guerra, hasta que el campo fue desmantelado. Pasaron décadas hasta que en 1993, un par de años después de la caída del Muro de Berlín y tras la reunificación alemana, el lugar se convirtió en lo que es hoy, un Sitio Conmemorativo y Museo de Sachsenhausen.

 

Semejante tragedia tuvo su repercusión en miles de escritores. Algunos huyeron de sus países para nunca más volver. El austríaco Stefan Zweig huyó de su Viena natal, vivió los estragos del nazismo y se exilio con su mujer en Estados Unidos, para luego recalar en Brasil donde se suicidó en 1942. En “El mundo de ayer” hay un relato minucioso de sus periplos. Otro austríaco, Viktor Frankl, elaboró el duelo de haber perdido a toda su familia en campos de concentración alemanes y fundó la logoterapia, que aún hoy sigue ayudando a miles de almas a encontrarle un sentido a la vida, condición fundamental para la supervivencia. Aquí, en Sachsenhausen, los muertos han escrito su historia, su terrible historia. Hacen falta estos sitios para recordar que la amenaza de la barbarie puede hacerse realidad en cuanto olvidamos cuán maldito puede llegar a ser el hombre en nombre de la imposición de una idea.

 

Oscurece. El ruido pedregoso de los pasos por los caminos estrechos del campo conducen hacia el último tramo del recorrido. La morgue, los hornos crematorios, el depósito de cadáveres. El trámite de la brutalidad, del desquicio absoluto. Recuerdo la famosa frase del escritor y pensador irlandés Edmund Burke: “Para que triunfe el mal, solo es necesario que los buenos no hagan nada”.

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