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Una visita inesperada

 

Mapache Californiano

 

Son las 2 de la mañana en San Francisco y me dispongo a dar los últimos retoques a mi entrada semanal, en este caso sobre un curioso restaurante Vietnamita. A cinco segundos de publicar, un ruido extrañamente familiar llama mi atención. Como si alguien estuviera tocando en la ventana para que le abra. Al dirigir mi mirada me encuentro con el simpático forastero de la foto, que pide cobijo en mi salón. Lo extraño es que no me asusto en absoluto, tal es la normalidad con la que mi vecino mapache ha llamado a la ventana reclamando mi atención. Como un perfecto caballero espera sobre dos patas, con el brazo extendido en claro signo de saludo, a que le haga caso de una vez. 

 

Dedico los siguientes segundos a reflexionar sobre si he consumido accidentalmente algún tipo de droga alucinógena, sobre todo teniendo en cuenta que hoy he comido pasta con setas chinas. Mientras tanto el señor mapache (vaya elegancia despliega) empieza a impacientarse y me lo hace saber con una vuelta sobre sí mismo, un par de saltitos y otros tantos toquecitos más en la ventana. Posteriormente procede a mirarme con una estudiada mezcla entre desafío y adorable curiosidad. Un trago de agua me reafirma en la realidad del momento: ciertamente son las dos de la madrugada y un mapache (ahora dos) ha llamado a mi ventana en busca de comida o compañía. Aun así, la forma absolutamente humana con la que mueve el brazo y se pone de pie para llamar mi atención me deja patidifuso. Vaya profesional. 

 

Como ante cualquier gran artista, no me queda más remedio que rendirme de rodillas y obsequiarle con una generosa recompensa. Una lata de atún parece ser una buena idea, y la atención con la que el aminal sigue mis movimientos en la despensa lo confirma. A medio camino hacia la ventana pienso en que un mapache ha llamado a mi ventana, me ha saludado con su manita y ahora voy a abrir la ventana para darle comida en mitad de la noche. Suficiente para conseguir que te internen en un psiquiátrico como se te ocurra contarlo. Pero ahí sigue mi amigo mapache, apostado en la ventana esperando su recompensa. Difícil decirle que no, parece Oliver Twist en versión mapache.

 

 

Decidido a cunplir mi promesa, me acerco a la ventana para dejar la lata abierta, pero el mapache me toma por traidor y huye a toda pastilla, apenas alcanzo a vislumbrar su cola desaparecer en un agujero de la verja. Ciertamente ha sido un buen compañero en esta noche solitaria de San Francisco, donde si la suave brisa y el runrún del océano no consuelan, lo hacen visitantes inesperados como mi nuevo amigo enmascarado. Le deseo una larga carrera como artista. Y si la cosa no funciona, al menos sabe que en 31st street tiene un espectador entregado. 

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