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AcordeónUna vocación absoluta

Una vocación absoluta

Cricatura

Ilustración Raúl

 

Poco antes de las vacaciones de Navidad del año 1998, tuvo lugar un encuentro magnífico entre una joven profesora de lengua y literatura que enseñaba en el liceo Évariste Galois, en Seine-Saint-Denis (un suburbio de París), y un afamado profesor de Cambridge. Cécile Ladjali –así se llamaba esta profesora- se había dirigido a George Steiner para hablarle de los trabajos de sus alumnos y Steiner había respondido de inmediato, interesado y emocionado por lo que consideraba una tarea heroica: enseñar con entusiasmo a los jóvenes de una barriada deprimida (como las que vimos incendiarse de rabia e impotencia en el otoño de 2005). El encuentro dio lugar a uno de los libros más apasionantes que se han escrito en estos últimos tiempos sobre la enseñanza: Elogio de la transmisión (Siruela, Madrid 2005), un diálogo entre Ladjali y Steiner.

Steiner, de origen judío, no juzga irrelevante que el instituto de Ladjali se encuentre muy cerca de lo que fue el campo de concentración de Drancy (“bajo la sombra atroz que evoca el nombre de Drancy”) el más grande que hubo en Francia durante la ocupación nazi, con capacidad para 70.000 personas. Como tampoco deja de resultarle interesante que el nombre del instituto sea Évariste Galois, que hace honor a un jovencísimo matemático que murió absurdamente en un duelo, después de pasarse toda la noche haciendo anotaciones de sus descubrimientos matemáticos, ante el temor de perder la vida al día siguiente.

Ladjali-Steiner-Drancy-Galois-alumnos del instituto: los encuentros forman siempre una realidad superior, una conexión rizomática cuya potencia se mide por la cantidad de territorio que es capaz de invadir. Y, sin duda, la potencia del libro que narra este encuentro es enorme

“Quien no sabe enseñar se dedica a escribir manuales de pedagogía” dice Steiner. Y, ciertamente, éste no es un manual de pedagogía. Lo que a estos dos maestros les parece digno de reflexión no son las técnicas, sino el enigma del proceso en su conjunto: ¿qué es lo que hace posible la transmisión?, ¿cómo aprendemos?, ¿qué significa aprender? Todas estas cuestiones son fundamentales para entender qué es la enseñanza, qué es lo que nos estamos jugando. Salvo excepciones, cuando los jóvenes van a la Universidad, lo más importante ya ha tenido lugar, porque el momento decisivo se encuentra en la enseñanza secundaria.

Ladjali y Steiner están de acuerdo en que cuando un joven de 14 a 18 años aprende, sufre una modificación casi revolucionaria, porque abandona su mundo para incorporarse a otro que inicialmente no es el suyo. En la actualidad, la gran mayoría de los jóvenes que frecuentan los niveles medios de enseñanza se enfrentan a una cultura superior a la de su barrio y a la de su familia. Si consiguen introducirse en esa cultura, si terminan como jóvenes formados, en realidad se habrán “deformado”. Tanto Ladjali como Steiner se muestran absolutamente opuestos a la idea que cierto progresismo pedagógico puso en boga en los años 80 (y que todavía hoy, aunque moribunda, algunos sectores de profesores defienden), según la cual la enseñanza tendría que acercarse a los alumnos mediante unos contenidos cuyo horizonte fuera el mismo que aquél en el que se mueven. Por el contrario, ellos proponen realizar una acción que aspire desde arriba, que conduzca a los jóvenes hacia dónde, sin la ayuda de los profesores, no podrían llegar. Lo que significa, sin duda, que se les hará cambiar, que su mente se convertirá en otra cosa.

La responsabilidad de los profesores es tan grande que parece mentira que los padres reflexionen tan poco acerca de en qué manos ponen a sus hijos. Se preocupan por aspectos sin importancia; muchos de ellos piensan (como es el caso más en España que en Francia) que una escuela de pago garantiza una mejor enseñanza, y no se dan cuenta de que el factor fundamental es el profesor y que eso no está ni mucho menos garantizado por la cantidad de dinero que se paga en las matrículas de los colegios (es más, conviene recordar que un profesor de la enseñanza privada en España está peor pagado que un profesor de la enseñanza pública). Un profesor mediocre es “un pecado contra el espíritu santo”, porque el espíritu, la mente, es el elemento más vital y más sagrado del ser humano. Los buenos profesores realizan la “deformación” que inflama las mentes de los alumnos, los malos profesores rebajan a sus estudiantes al nivel de su propia fatiga y su propia indiferencia. Por ello, Steiner piensa que la auténtica enseñanza es una vocación absoluta, que sólo deberían ser profesores quienes están más agradecidos que resentidos por el trabajo que realizan.

Muchos podemos recordar con gratitud el encuentro con un enseñante que nos despertó, que nos sacudió. Da igual de la asignatura que fuera, lo importante es que hubo un antes y un después, porque lo que ese profesor hizo fue ponernos en el mundo como sujetos: entendimos que todo aquello —las novelas y la poesía, el arte y la historia, la ciencia y la filosofía— nos estaba dirigido, que éramos nosotros los interlocutores de aquellos saberes. Y ese día —como contaba el filósofo Deleuze cuando, ante las cámaras de televisión, relató algo de su vida— descubrimos que no somos unos imbéciles, o que hasta ese día lo habíamos sido, pero ahora habíamos entendido cómo dejar de serlo.

Deleuze cuenta que su profesor de literatura, cuando él tenía 14 años, era un extravagante que arrastraba a sus alumnos hasta orillas del mar para declamar, a voz en grito y contra las olas, versos de Baudelaire. Nunca se olvidó de él y a partir de ese momento no volvió a ser el mismo. Steiner afirma que si un estudiante percibe que su profesor está un poco loco (o sea, que no es como el resto de la gente), como poseído por lo que enseña, quizá se burlará, pero sin duda escuchará. Y ese es el primer paso para que la transmisión tenga lugar, “el instante milagroso en que comienza el diálogo con una pasión”.

¿Hacia dónde se aspira en realidad a los alumnos? ¿Qué tienen que abandonar? Los jóvenes tienen que enfrentarse a algo desconocido, poco familiar, como si se tratara de una lengua extranjera. Para la inmensa mayoría, los textos y el lenguaje especializado, culto, sofisticado, de los distintos saberes son como una lengua extrajera. Los estudiantes no lo entienden de buenas a primeras. El paso por la alteridad de lenguajes que no son propios entraña una enorme dificultad, que la buena educación no tiene que escamotear, al contrario, enseñar es apostar por la dificultad. Cuando una clase magistral es fascinante —nos dice Ladjali— la mente en formación sucumbe al mimetismo, y si la profesora repite varias veces alguna expresión, acaba por encontrarse en lo que los alumnos reproducen más tarde. De esa manera, la formación “deformadora” consiste en salir de uno mismo para volver sobre uno mismo, quizá para comprenderse mejor a sí mismo.

No sólo no hay que rehuir las clases magistrales, sino que hay que enseñar algunas cosas de memoria. Ladjali y Steiner, de nuevo, están de acuerdo en este punto: haber descartado totalmente la memoria de la enseñanza es un error, la escuela se ha convertido en “una amnesia planificada”. Steiner, en Errata. El examen de una vida (Siruela, 1998), nos habla de su infancia y de cómo su padre le había hecho aprenderse de memoria algunos pasajes de La Ilíada. Recuerda en concreto un fragmento en el que Aquiles, en el minuto anterior a descargar su espada contra Licaón, le dice “Por esa razón, amigo, vas a morir”. Desde que memorizó esas frases, el asombro le ha acompañado siempre. ¿Por qué dice Aquiles en ese momento tan dramático “amigo”? Y de esta manera el niño Steiner incorporó a su mente la serena crueldad de Aquiles, que lo había conmocionado. Esa es la maravilla, que lo que aprendemos de memoria (“par coeur” dicen los franceses, o sea, lo que llevamos en el corazón) nadie nos lo podrá quitar, formará parte de nosotros; el texto memorizado interactúa porque modifica nuestras experiencias y, a su vez, nuestras experiencias modifican la interpretación del texto.

La lectura de los textos es una práctica que debe desarrollarse en silencio. De nuevo una rareza, un modo de actuar que hace que la escuela sea un espacio diferente y a veces opuesto a la sociedad. Hoy en día el silencio es un lujo. Y la paciencia, la duda, la lentitud con las que hay que leer son extrañas al ritmo de nuestra cotidianeidad. Steiner cita a Pascal: “Si se consigue estar sentado en una silla, en silencio y a solas, en una habitación, es que se ha recibido una buena educación”.

Este es el desafío: que los jóvenes rechacen cierta vulgaridad, que aborden la dificultad de lo que es ajeno a ellos, que intenten llegar más allá de lo que son, “hacerles creer que la trascendencia existe”. El buen profesor seduce, solicita y les muestra algo que es difícil. Si lo sabe hacer, si funciona el eros platónico, el estudiante se dirá a sí mismo: “no lo he entendido del todo, pero lo entenderé; no lo he podido disfrutar, pero lo haré”. Y, en este punto, Steiner nos ofrece un ejemplo de la maravilla que encierran las expresiones geniales. En su opinión, todo lo que él hubiera querido decir respecto de lo que ha de ser la transmisión está encerrado en un aforismo del poeta René Char: “El águila está en futuro”. Una metáfora que siempre será superior al sentido que de ella podamos desentrañar: hacer que los jóvenes se abran al tiempo futuro, que vuelen como el águila por encima de las condiciones que les han visto nacer.

Unos 20 años antes de este encuentro Ladjali-Steiner, otro afamado profesor, Roland Barthes, había reflexionado sobre los modos de la transmisión. Inventó un extraño concepto -“el maternaje”- para indicar el trabajo de las madres cuando enseñan a sus hijos a andar: la madre, decía Barthes, no explica ni en teoría ni en la práctica cómo se hace, sino que se aparta un poco y llama al niño que, impelido por el deseo de su madre, avanza hacia ella. Y la grandeza de esta enseñanza es que la madre no enseña a su hijo a que camine para que se quede pegado a sus faldas, sino para que se aleje de ella, para que sea libre. Steiner se sorprende de que haya habido en la historia del pensamiento tan pocas maestras, o que, si las hubo, tuvieran tan pocas discípulas, como si las mujeres sólo pudieran ser supremas maestras de sus hijos y no de quienes no lo son. Ladjali, en este punto, no sabe qué decirle. Yo le hubiera contestado que sólo es cuestión de tiempo, que justamente porque sabemos de maternaje, llegaremos a ser grandes maestras.

El libro comienza con una estupenda cita de Rilke, de Los sonetos a Orfeo: “el júbilo conoce”. Ladjali dice que esa fórmula le recuerda la alegría de sus alumnos cuando vieron que el libro de poemas que habían preparado en las clases de literatura llevaría un prefacio de Steiner. Pero, ¿por qué el júbilo conoce? También en este punto me atrevo a añadir algo: el júbilo hace conocer porque el júbilo se contagia. Si muchos profesores estuvieran contentos del trabajo que realizan, el conocimiento de nuestros jóvenes crecería y se multiplicaría hasta límites insospechados.

 


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