Se ha recordado una época, aunque nunca se olvidó, a propósito de Dublín y de un Congreso. Corría el año noventa y uno, y después de haberse contagiado del éxtasis donde las calles no tienen nombre, uno andaba descubriendo el principio de todo aquello, obnubilado a sus dieciséis tratando de sentir cielos indios de verano, o sombras y árboles altos entre un chico, un octubre, una guerra y un fuego inolvidable.
Había silencio y rumores, lejos ya el padre nacido entre cactus y el hijo de ciudad que iba por Harlem murmurando y traqueteando. Se habían retirado olvidando la isla de Ellis, y la gran hambruna, el blues y los domingos sangrientos, cuando de repente aparecieron tocando otras teclas, vestidos de cuero, con el pelo teñido y las gafas de burbujas negras. Había una voz oscura y grave, como si se hubiera destruido entre aterrizaje y parada de aquel avión de hélices donde le cantaba a Jennie mientras volvía de comprarse sombreros y botas tejanas.
Venían del Berlín recién abierto y habían dejado de hablar de Dios para sustituirlo por la televisión. Se vistieron de mujeres y condujeron los Trabants de la RDA como en España hubieran manejado Seiscientos, y luego los colgaron de un escenario que ya antes era historia, el zoo catódico donde convivían moscas y demonios, y George Bush rapeaba ‘We will rock you’ en el nombre del amor. Allí había monitores, televisores gigantescos donde se hacía zapping para cincuenta mil espectadores cada noche, para hacerles ver que aquello era incluso mejor que lo real. Luego, entre vestidos de plata y oro se hacía caer dinero del cielo absorto en medio del deseo, con el que una hurí llegada del paraíso pintaba caminos misteriosos en el atardecer de los estadios.
Todo esto sucedió antes de que se acabara el mundo entre anuncios publicitarios y consignas. La explosión de la nada reventando el mesianismo sin matarlo para introducirlo en ella como señora del futuro, acaso como Iván Karamázov proponía con escándalo a los Estados dentro de la Iglesia. Algunos aprendieron hace veinte años que todo lo que sabían estaba equivocado y que por eso había que ver más la televisión. Todo era mentira y el rock´n’ roll un entretenimiento con el que, en contraste, también se quería enseñar al mundo entero a cantar al feo grito de ¡Achtung! embellecido con un baby. Había una década por detrás que se apagaba con doce canciones tan diferentes como para hacerlas pasar, casi veintitrés años después, por una novedad llegada del espacio.