–No sé si lo que voy a decir le guste a los chicanos, pero a mí me parece que su ciudad es igual a Manhattan, con menos gente. Por ejemplo: esa calle parece Park Avenue, pero sin Grand Central.
La chata asintió. A ella le había tocado dormir en un hotel con estrellas del Downtown, cortesía de NYU, y a mí en un Airbnb, en una zona alejada del centro de Chicago.
Mi barrio se llamaba Blues District. Encontré el nombre caminando hacia la línea del metro. De los postes colgaban unas siluetas de metal (oxidadas) de músicos tocando instrumentos: trompetas, guitarras, saxos. La tarde anterior había visto en la misma calle a dos hombres intercambiando paquetes de mano en mano, mirándome detrás de sus lentes oscuros mientras yo intentaba pasar desapercibido.
El barrio no me hubiera parecido peligroso si es que El chileno no me hubiera prevenido la noche anterior, en un bar del Downtown, después de tomarnos una jarra de cerveza con La chata y La veneciana:
–¿Te vas a ir en la línea verde? Allí murió un estudiante hace unas semanas. Hubo un tiroteo y lo mató una bala perdida.
Sus palabras anularon esa valentía que yo creía haber acumulado caminando de madrugada por las veredas de Flatbush en Brooklyn y por Fordham Road en el Bronx.
Había quedado en tomar desayuno con La chata, cerca de su hotel, antes de irnos a la Feria del Libro. Caminando por esas calles parecidas a las de Manhattan, me atemorizaron un poco los homeless que deambulaban en las afueras del Loop. Al bajar del tren dos desarrapados –con alguna droga en las venas, era obvio– se acercaron a pedirme dinero. Los dos tenían teléfono celular.
–En esta época será muy necesario para un homeless tener móvil ¿no?–dijo La chata. Para que los llamen de algún servicio público, o de algún lugar donde les ofrezcan comida, digo yo.
–O para que otro les avise cuando se acerca alguna víctima–repliqué yo, orgulloso de mi suspicacia de tercermundista.
El clima era bueno. Si te daba el sol era casi primaveral. De todos modos La chata, que es muy friolenta, iba con dos vueltas de bufanda al cuello. Caminamos hacia el lago Michigan y encontramos un restaurante medio elegantoso, con mesas sobre la acera. Era perfecto para un desayuno tomando el sol.
Sentado en esa mesa, confirmé que lo que uno mira en una ciudad no son los edificios sino las personas: interesantes, ridículas, guapas, feas, intensas, cómicas. En Chicago, a diferencia de Nueva York, no había tanta gente. No era tan divertido sentarse a mirar.
Me llegó un mensaje al Instagram comentando una foto de la Feria del Libro. Le dije a La chata:
–Mira lo que dice Mercedes: «Los Chatos están chicagando».
Al poco rato apareció La veneciana, quejándose de su asesor de tesis y reclamando que a Italia no volvía ni aunque le pagaran. Se nos fue una hora terminándonos el desayuno. Entonces La chata dijo:
–Vámonos para la Feria ¿No? Pido el Uber. Y ya saben que esto lo invita NYU.