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Universo eleganteUniverso y sentido. En busca del sentido en la inmensidad

Universo y sentido. En busca del sentido en la inmensidad

Prólogo. Una caminata nocturna

Es una calurosa noche de la segunda semana del mes de agosto. Estamos en la comarca del Maestrazgo, al norte de la ciudad de Teruel, en España. Nos hemos alojado en el viejo monasterio del Olivar, perteneciente a la orden mercedaria. Se halla cerca de Estercuel, pueblo situado en la proximidad de la sierra de San Just y a unos 800 metros sobre el nivel del mar.

Después de la cena, unos cuantos huéspedes entramos en un bosquecillo de pinos bajos y espeso sotobosque –carrasca y enebro– en los alrededores del monasterio. Entre aromas de romero y tomillo, y la terca salmodia de los grillos, avanzamos por el estrecho y empinado camino que conduce a una ermita. Sorteando algún inesperado barranco, y con mucho cuidado para no dar un traspié, alcanzamos la Peña Roya. En su cima hay una cruz desde cuyo pie se adivinan en la penumbra los olivares, almendrales y campos de cereal recién segado que pueblan la zona. Al norte, el buitre leonado duerme en las oquedades del Moncoscol, un cerro rojizo en forma de mesa.

El pequeño grupo está guiado por Fernando Ruiz, un fraile de dicha comunidad que es sacerdote, ingeniero y un curtido observador del cielo. En breves minutos ha fijado con pericia un telescopio de 90 milímetros de diámetro sobre el reducido terreno llano en lo alto de esta loma. Son cerca de las diez; aún no ha salido la luna y el cielo aparece bastante despejado, aunque no tanto como suele estarlo en las noches de enero y febrero. Nuestro guía utiliza, a modo de puntero, un rayo láser de color verde para señalarnos los planetas y las constelaciones, al tiempo que nos ofrece detalladas descripciones y comentarios sobre el inmenso techo estrellado. Ha empezado con una reflexión: “Esto que veis ahora es el mismo cielo que otro mes de agosto vieron Ulises desde Troya, Julio César al cruzar el Rubicón o Napoleón y su tropa desde las pirámides”.

El cielo estrellado es ciertamente lo único que ha visto la humanidad y no ha cambiado desde la noche de los tiempos. El firmamento es el único escenario que permanece prácticamente inmutable en la historia de nuestro mundo. El cielo y sus miles de estrellas a la vista es el mejor testigo que se merecen la grandeza y la miseria del ser humano. Por su belleza, pero también por su eterno y misterioso silencio gravitando sobre nosotros. Este cielo es el que también debieron contemplar algunos viajeros desde la cubierta del Titanic en la fría noche del 14 de abril de 1912, sin sospechar lo más mínimo la desgracia que pronto los abatiría. Ni el cielo los avisó ni las estrellas se compadecieron de su sufrimiento, mientras en aquellos minutos de pavor unos se ahogaban y otros se apretaban aterrorizados en los botes salvavidas. Bob Dylan, en una bella y cadenciosa balada, ‘Tempest’, resume aquellos instantes de desolación que se debieron hacer eternos bajo la bella pero impasible mirada del universo:

The night was bright with starlight
The seas were sharp and clear
Moving through the shadows
The promised hour was near[1]

Ahora, en esta cima junto al Olivar, y con el cielo por suerte despejado, ya podemos observar a simple vista sobre nuestras cabezas el ancho río nuboso de la Vía Láctea. Al norte localizamos la estrella Polar, asomada en la punta de la Osa Menor. Y entre esta y la Osa Mayor, identificamos la constelación del Dragón. Un poco más al oeste divisamos la estrella gigante Arturo, veinticinco veces mayor que el Sol. También en el norte, y hacia el este, se percibe la doble uve de Casiopea y, algo más abajo, por el oeste de esta, pero ahora ya con ayuda de unos prismáticos, observamos, admirados, lo que parece ser una estrella, pero que no lo es. Se trata de nuestra galaxia vecina, Andrómeda, como una lejana nubosidad luminosa en la constelación que lleva el mismo nombre. Esa luz que vemos fue emitida, sin embargo, en el tiempo en que aparecieron los primeros humanos en la Tierra. Pero qué maravilla poder ver una galaxia más allá de la inmensidad de la nuestra y de sus centenares de miles de millones de astros.

Al este, igualmente, brillan las estrellas Vega, Altair y Deneb, pertenecientes a tres constelaciones distintas –Lira, Águila y Cisne, respectivamente–, pero hermanadas en forma de triángulo, el llamado “Triángulo de verano”. Miles de años atrás, Vega, la más brillante de las tres, era la estrella que señalaba el norte a viajeros y navegantes. Si ahora miramos hacia el sur se destaca sobre el resto el refulgente planeta Júpiter, y muy cerca, a su izquierda, el misterioso Saturno. Con un telescopio casero, solo algo más potente que el nuestro, pueden verse algunas lunas del primero y el mágico anillo del segundo. Venus ya se fue antes, al anochecer. Albert Camus, durante su estancia en el pueblo mediterráneo de Cordes, en el verano de 1957, escribió: “Cada noche iba a ver a Venus acostarse y a las estrellas elevarse por encima de su lecho en la noche caliente”.[2]

Los planetas son los astros errantes del espacio, a diferencia de las estrellas, que en la simple observación nos parecen fijas, aunque todo en realidad se mueve en el firmamento a una velocidad inconcebible. Detrás de Júpiter y Saturno podemos reseguir las constelaciones de Escorpio, Sagitario y Capricornio. Al sureste, y dentro aún del escorpión, nos detenemos en Antares, la coqueta y chispeante estrella roja, pero que es de hecho 700 veces mayor que el Sol y 10.000 veces más luminosa que este.

La sangre que circula por nuestras venas –comenta, reflexivo, nuestro guía–, transporta el mismo hidrógeno que contienen las estrellas y que se formó con la gran explosión inicial que dio origen al universo. Las partículas de nuestro cuerpo son de la misma naturaleza que las estrellas. Ahora casi podríamos cantar, con la voz profunda de Lee Marvin, “I was born under a wandering star”.

Con mucho mayor cuidado que en el ascenso al monte, para no resbalar por el pedregoso terreno, regresamos, a la luz de las linternas, al anciano y solitario monasterio. Después de nuestra experiencia con los astros, descendemos en fila y en silencio, haciendo como aquellos pastores que bajan al llano con la mente fija aún en la montaña. Un tejón acaba de esconderse rápido en su madriguera. A lo lejos, sobre algún olivo, una lechuza suelta su áspero y fantasmal chirrido. Es ya más de la una de la madrugada cuando nos acostamos en la amplia y austera habitación.

Pero el reloj despertador ha sonado a las 4:30. Es el momento de abrir, crujientes, las contraventanas del balcón, sentir de inmediato el aire fresco del amanecer y contemplar, hacia el este, justo enfrente de mí, como si me mirase, la luz plateada de Venus, el lucero del alba, del que, por su belleza, hay que apartar con esfuerzo la mirada. En estos meses Venus luce tan intenso en la madrugada que al oponerle la mano se ve proyectada la sombra de esta en la pared del fondo de nuestra habitación. Miro ahora la Luna, en fase de cuarto menguante, y después, muy cerca de ella, al planeta Marte, el faro carmesí de la noche. Un corzo atraviesa con parsimonia el huerto de olivos para ir a beber al río.

Entre Marte y Venus se divisan a lo lejos, muy juntas, siete estrellas blancas suspendidas en una nube de sedoso algodón. Tomamos enseguida los prismáticos y allí están ellas: la maravilla de las Pléyades, un sorprendente cúmulo de entre 500 y 1.000 estrellas que es para nosotros el último regalo del alba. Y con la imagen de las Pléyades retenida en la memoria nos acostamos felices en esta bella madrugada del mes de agosto. Nos gustaría guardar el alba con sus últimas estrellas en una pequeña caja de madera y abrirla después en nuestra casa cuantas veces quisiéramos. Y hacer lo mismo con la puesta del sol, la noche estrellada, el arcoíris, la aurora boreal, una tormenta eléctrica o el mar en calma. En lugar de abrir la caja y ver a una bailarina girando al son de una musiquilla, ver concentradas en ella en miniatura, con luz y sonido, las maravillas de la naturaleza.

Sin embargo, eso no va a ser posible con el cielo estrellado. El universo no cabe en un arca, ni el infinito en un junco. La gran belleza está donde debe estar: guardada en el infinito, que por definición no cabe en nada. Entonces, la gran belleza no está aquí, sino allí: justo para ser deseada, tener que moverse para encontrarla y sentir después de todo que es algo que sobrepasa la percepción humana. No podemos poseerla, como el gigante Orión en el cielo, que no puede alcanzar a las Pléyades. Esta es la belleza del universo.

En una noche clara se observa el cielo tachonado de estrellas. La Luna, los planetas y las estrellas nos permiten adivinar un espacio, el espacio sideral más allá de la atmósfera terrestre, que durante el día no vemos y ni siquiera adivinamos. Es un espacio, en la noche iluminada, del que, no obstante, solo podemos ver y disfrutar una pequeña parte.

Divisamos miles de astros y una reducida porción de nuestra galaxia, la Vía Láctea. Pero el medio urbano contaminado en el que vive hoy la mayor parte de la humanidad prácticamente nos impide realizar esta magnífica observación, lo mismo que, por la dificultad de desplazarnos, no podemos disfrutar, por ejemplo, de la magia de la aurora boreal, del espectáculo de las cordilleras nevadas o de la majestuosidad del desierto con sus dunas interminables.

No obstante, ese espacio sideral que se percibe en una noche clara y desde un lugar despejado es algo que físicamente solo podemos ver. No oír, no tocar, no oler, no gustar. Es un espacio impenetrable, incluso imposible de intuir en su profundidad. Nadie, excepto algún astronauta dentro de su traje y nave, va a transitar por ahí; en buena razón, nos parece que no estamos ni vamos a poder estar nunca “en él”. Es un goce solo visual y, en gran parte, de la imaginación. En una palabra: este cielo que vemos no lo podemos experimentar. Realmente no se experimentaría el espacio celeste hasta que no caminásemos en él y lo gozáramos, yendo de un punto a otro, casi como quien camina descalzo a grandes pasos sobre la hierba del campo o la arena de la playa.

Quienes sí pueden de algún modo “experimentar” el espacio son los astronautas, que, fuera de su nave, flotan, ingrávidos, en algún punto entre el resplandor azulado de la Tierra, allí “abajo”, y la densa oscuridad del cosmos. Nosotros nos limitamos a contemplar el negro tapiz de la noche sobre nuestras cabezas sin otra experiencia de los sentidos que la vista fijada en ese inmenso cortinaje con puntos plateados y el vuelo errático de la imaginación.

Todas las civilizaciones hablan del cielo estrellado y del misterio de la noche. Para los antiguos griegos y su relato sobre los dioses, la teogonía, el Cielo es una divinidad personificada: Uranos. Tanto él como su esposa Gea, la Tierra, son hijos de la noche y a su vez padres de los titanes y los cíclopes. No se podían esperar criaturas menos gigantescas e imponentes nacidas de tal pareja de divinidades del firmamento. Todo lo que sucede para bien o para mal de los hombres tiene lugar en la falda de aquellos dos progenitores: nada existe más allá del Cielo y de la Tierra que no sea por el cruce de ambos. Gea habla con los sonidos de la naturaleza, pero Urano existe en el silencio y los humanos lo asocian también con este.

Hasta identificamos la noche y la contemplación de los astros con el “ruido ensordecedor” del silencio. Es lo que nos parece una caracola marina al oído, o cuando penetramos hacia el fondo de una cueva. El “silencio que suena” –el Om que según el hinduismo y el budismo emite el cosmos– es una sensación intensa y envolvente que nos acompañará siempre durante la visión atenta de los astros. No es una sensación imaginaria, ni ahora mismo una forma de hablar. Cierta noche de invierno, de visita a una pequeña ciudad de montaña, vi, más arriba de los faroles, algunas estrellas que asomaban sobre las estrechas calles de la población. El paseante dobla una esquina y de repente, con el frío cortante de medianoche en la cara, divisa el planeta rey, Júpiter, como un óculo de plata observándole desde la negrura. Fue un encuentro casual y una fugaz conversación sin palabras ni sonido alguno. El silencio del cosmos produce la extraña sensación de haber perdido el sentido del oído. Pero ese silencio de las estrellas que nos impone puede hacer sentir en nuestro interior el sonido de lo más puro y verdadero, porque nos ha hecho salir de nuestro yo.

El firmamento es el silencio multiplicado en el espacio de la inmensidad. Pero, además de con el silencio, enlazamos la visión del cielo bordado de estrellas con otras sensaciones, como el frío, la quietud y la pérdida del equilibrio; o con ideas como la soledad, el desamparo o incluso la muerte. Al estar, normalmente, activos de día y durmiendo de noche, el hecho de ponernos a observar el cielo nocturno no deja de ser una suspensión de la cotidianidad y una forma excepcional de situarse ante el entorno más amplio posible. Observar el cielo a estas horas es, además, confrontarse con un escenario inquietante; si no, en cierto modo, amenazador. Nos sobrepasa en todos los sentidos, físico y mental.

Lo saben, por ejemplo, aquellos que cruzan, al sur de Argentina, la cordillera de los Andes, y que al tener que salir en algún momento, durante la gélida noche, de su tienda de campaña, se ven sorprendidos, en medio de un silencio de piedra, por el espectáculo de la gran muchedumbre de estrellas casi al alcance de la mano y de una Vía Láctea que parece estar rozando los picos nevados. Es para ellos una experiencia desconcertante: en la cumbre, durante el día, el cielo se observa como una superficie tan lisa, y de un azul tan intenso, casi violeta, que no permite fijar en ella ningún punto ni adivinar sus límites: “El gran Andes yergue al inmenso azul su blanca cima”, escribe Rubén Darío en su poema ‘Invernal’. Por la noche, en cambio, el cielo, una negra piel moteada de luces, enseña sus caminos para que guiemos los nuestros, pero al precio de imponer con esa techumbre un peso sobre nosotros, a pesar de saber de su lejanía. Un cielo que de día no pesa se ha transformado de noche en un universo que parece tener peso. En el cielo de la noche helada ya no cabe ni una estrella más.

Fuera de estas situaciones, el universo de noche nos atrapa a la mayoría durmiendo y a cada uno en la soledad de su sueño o su insomnio. Mientras que, de día, despiertos, compartimos el mundo con los otros, sin esa distancia de la soledad y el silencio nocturnos. ¿Qué ocurriría si, con toda normalidad, pudiésemos observar los astros y las luces del firmamento durante el día, rodeados de gente participando de lo mismo? Quizás el cielo no resultaría tan inquietante; o, al contrario, nos abatiría. Pero junto con el silencio, la más frecuente de las sensaciones que acompañan a la mirada dirigida al firmamento es que ese gran techo estrellado se nos “cae encima”. Así lo sienten, por ejemplo, los navegantes, en especial cuando no hay nubes y el mar está en calma; o los alpinistas, también en la noche, cuando cesa el viento en la montaña. Esta calma hace más intensa la sensación de un precipitarse del cosmos sobre las cabezas. Algunos han expresado incluso angustia al observar la Vía Láctea y su luminoso espesor, vista, por ejemplo, nuestra galaxia desde uno de los lugares más despejados de la Tierra cual es el desierto de Atacama, en Chile. Pero al mismo tiempo confiesan, como casi todo observador, la fascinante belleza de la inmensidad del cosmos, tan difícil de captar en tantas otras partes del globo.

No sabemos ni el origen ni el final del universo en el que habitamos. Ni tampoco sus límites. Vivimos en una realidad de la que apenas sabemos nada. ¿Dónde estamos, pues? El caminante bajo las estrellas, ahora o en otro tiempo, aquí o en otra parte, se hace preguntas sobre el grandioso espectáculo del cielo de noche. No tiene suficiente con el “qué” ni el “cómo” de eso que se esparce encima y desborda su vista. Se interroga sobre el porqué y el para qué de lo que observa; sobre su origen y su destino; sobre su valor en sí o su valor, al menos, para el espectador que lo mira. ¿Y qué hacemos aquí? Quien observa de noche el cielo se pregunta, en una palabra, por su significado, por su sentido. Pero si ni siquiera conocemos los límites del universo, ¿cómo conocer ese posible “sentido”?

Tumbados, una noche de verano, sobre la hierba, contemplamos el cielo inmenso y bello sobre nuestras cabezas. Pero ¿es el cielo una bóveda gigante sin sentido? El universo está ahí, es inmenso y es bello: ¿hay alguna razón? Si la ciencia se pregunta por el futuro del universo, y las humanidades por el lugar que ocupamos en él, entonces preguntarse por eso que llamamos el “sentido” del universo parece razonable, incluso necesario. Lo raro no es pensar, sino no hacerlo. Como lo raro no era para George Mallory subir al Everest, sino no subir a él. Un periodista le preguntó en 1923 por qué su empeño en alcanzar la cima y el escalador respondió: “Because it is there!”. Dijo poco, pero lo dijo todo. También el universo está ahí y uno puede igualmente querer escalar su sentido.

Es lo que se va a intentar hacer en las siguientes páginas: buscar el sentido de la inmensidad y tratar de hacerlo, de paso, con sentido. Por mi parte denomino “universo” al conjunto de las cosas físicas existentes que no puede ser abarcado por otra cosa. Y llamo “cosmos” a la parte actualmente conocida de ese conjunto de cosas que se contiene, pues, a sí mismo. En muchas ocasiones hablaré indistintamente de cosmos y universo. Pero en el fondo se trata de lo mismo: de la incógnita de lo sin fin. De la remota e inabarcable inmensidad del firmamento.

La vida es un camino. La ciencia es un camino. Y la búsqueda del sentido de las cosas es otro camino. Son caminos ya trazados al principio, pero que se borran con los obstáculos y desaparecen entre la niebla de la perplejidad y la incertidumbre. El caminante habrá de seguir entonces solo y sin mapa, a veces a oscuras, a veces entreviendo la luz final. Si la búsqueda es la del sentido del universo, el camino es el menos claro y seguro de todos. ¿Qué se quiere buscar? ¿Qué se espera encontrar? El más largo de los viajes empieza siempre con los primeros pasos. Nuestra caminata nocturna continúa.

 

Notas: 

[1] “En la negra noche brillaban las estrellas./ Los mares aparecían movidos y despejados,/ moviéndose a través de las sombras./ La hora prometida estaba cerca…”.

[2] A. Camus, Carnets III.

Este texto es el arranque de libro del mismo título que ha publicado la editorial Anagrama.

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