Te sientas a esperar la mañana. Entre los árboles ves un rayo de sol. Piensas en los poemas que intentan explicar el amanecer ¿Cómo? Aquí está, frente a ti, llenándote de luz.
Entre los senderos del bosque avanzas protegido del sol y te imaginas un mundo en el que en vez de máquinas de aire frío, las casas se asienten debajo de los bosques, entre las ramas, entre ese silencio que a otros los mata y que sientes que a ti te llena. Silencio ¿Cómo es posible que algunos vivan sin él?
Recuerdas las mañanas de tu adolescencia en Lima. Salías trepado en una bicicleta apuntando a las montañas. Entrabas por unos caminos angostos que estaban siendo cercados para llenarlos de edificios. Aún pudiste ver las rutas destrozadas, las calzadas sin mantenimiento y los parajes de piedra entre los que pedaleabas rumbo hacia a la cima. Desde lo alto se veía el club de golf, los cerros que circundaban tu ciudad: tu pequeño mundo. Muy al fondo, si tenías suerte, lograbas ver el mar.
Recuerdas también cuando vagabas por el pueblo de tu madre en el que no había qué hacer sino escuchar las locuras de una vieja que curaba con su orina y de una anciana negra que bebió su primera leche del mismo pezón que tu abuelo. Paseabas aburrido entre los cercos, saltabas las pircas, matabas el tiempo contemplando un río enlodado. Querías llegar al fundo de tu abuelo pero no había auto, burro o bicicleta que te llevaran así que emprendías el camino, solo. Tres horas de piedras, arena y silencio. Y al llegar era el triunfo cruzar el lecho seco y levantar las ramas de las buganvilias para entrar pisando la tierra roja del corral, encontrar a un familiar que te saludaba y te preguntaba cómo habías llegado.
Caminando. Eso que olvidaste aquí en Nueva York, cuando te subiste a un auto y aprendiste a manejar la radio y los múltiples juguetes del teléfono.
El piso de estos senderos en Blue Mountain es casi siempre plano, de vez en cuando pedregoso y empinado. Hoy es un día especial: vas a ir a Manhattan en unas horas y el silencio no logra doblegar la inquietud de que hoy te toca ser lo que otros creen que tú eres. Hoy te mirarán como si fueras también ese que viste con la ropa adecuada y zapatos lustrados y no esta bestia silenciosa parada en dos pies que suda entre las hojas secas que llevan a la cima. Este ser que respira agitado en la cuesta empinada por donde hace unos minutos ha transitado un grupo de venados. Este hombre atacado por insectos, apurando el paso, agitando las manos para no ser devorado.
Llegas a la cima. El río se desliza por el paisaje de sol, sientes el calor que te baña, la humedad del esfuerzo. Sientes que eres otro hombre, uno que camina mejor y sabe más que ayer.