La Gran Guerra, la paz y los mundiales de fútbol comparten una misma historia, pues la iniciativa de Jules Rimet pretendía, entre otras cosas, avivar la relación entre naciones de todas partes del mundo a través de una competencia periódica en la que la supremacía universal se disputara a patadas, en lugar de tiros. En la década de los ’20, antes de los mundiales y el apogeo del fútbol, el principal torneo internacional –el único en realidad– era el disputado en el marco amateur de los Juegos Olímpicos, cada cuatro años. Uruguay triunfó sobre Suiza en la primera edición, en los Juegos de París de 1924, pero ya en Amsterdam en el ’28 surgió la polémica acerca de la calidad de profesionales de ciertos jugadores, por lo que un buen número de selecciones dejaron de acudir. Aquella final también la ganaría el equipo celeste ante sus archienemigos argentino, pero aún así, en las islas británicas se mantenía que el mejor equipo del mundo era el que saliera vencedor en el encuentro anual entre Inglaterra y Escocia. Para dilucidar el problema e integrar el fútbol amateur con el profesional y el semi profesional la FIFA estipuló la organización de sus propios Juegos Olímpicos, excepto que la única disciplina que se practicaría sería el fútbol. En 1929, en medio de la enorme crisis que azotaba a occidente, Jules Rimet y sus colegas otorgaron a Uruguay el honor de organizar la primera Copa Mundial de Fútbol, a jugarse en 1930.
Para muchas federaciones los costos involucrados en el traslado de un equipo de fútbol a una región tan lejana (de Europa) como Uruguay eran, simplemente, privativos y, de hecho, de los «grandes» sólo acudieron Yugoslavia y Francia, de la mano de Rimet, junto a equipos de segunda línea (el rey Carol de Rumania escogió personalmente a los jugadores de su selección, por ejemplo). Italia, Austria, España, Inglaterra, Hungría y Checoslovaquia, entre otros, se negaron a asistir. Pero en el marco de las celebraciones del centenario de la creación de Uruguay como nación independiente, nada ni nadie habría de privar a los sureños el orgullo de conmemorar su existencia a lo grande, por lo que el gobierno uruguayo ofreció pagar los costes de transporte a los equipos que participaran en la copa. Y es que mientras las naciones industrializadas se sumían en una miseria absoluta, países fundamentalmente agropecuarios, como Uruguay, Argentina o Venezuela, por ejemplo, disfrutaban de unos años de bonanza que permitían extravagancias como la construcción de un estadio con capacidad de 100.000 personas (el Centenario), o, en el caso de Venezuela, el pago de una deuda externa millonaria al contado, en vista del centenario de la muerte de El Libertador. Fue así, entonces, como surgió una de las anécdotas más bizarras de las copas mundiales, según la cual el barco que transportaba a los futbolistas franceses, el “Conte Verde”, también llevaba a las selecciones de Rumania y Bélgica, y habría de hacer parada en Río de Janeiro una semana más tarde para recoger a la selección de Brasil. Figúrese.
Lo cierto es que, a pesar de un esfuerzo sobre humano, el Centenario no se pudo completar a tiempo, y cuando los jugadores llegan a Montevideo se encuentran con un estadio en plena construcción. Los primeros partidos del mundial se jugaron en Pocitos, y en la cancha del Nacional de Montevideo, que aún existe y se llama (y se llamaba) Parque Central. Argentina y Uruguay volvieron a ser los protagonistas de la competencia, como lo habían sido dos años antes en Amsterdam. Aquella selección argentina contaba con Carlos Peucelle en el centro, con Luis Monti, quien posteriormente ganaría el mundial del ’34 con Italia, y con el sorprendente Stábile, quien marcó 8 goles en un mundial que sólo pudo jugar por la lesión de Roberto Cherro en el primer partido de Argentina, contra Francia. En tanto, la era dorada del fútbol uruguayo llegaba a su cúspide con una selección en la que aún figuraba, aunque en declive, Juan Andrade, el fenómeno al que el público de París llamó “La maravilla negra” en 1924, y también Héctor Scaronne, hasta hoy el máximo goleador de su país. Ganaría el anfitrión, 4-2, inscribiendo su nombre por siempre en los libros de historia y dando un final feliz a una extravagancia colectiva sin igual. Uruguay, a los 100 años, se coronaba como el primer Campeón Mundial de Fútbol.