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Usted es un privilegiado

 

Creo que no haré muchos amigos con este artículo, pero quizá de eso se trata.

 

Esta semana cayó sobre Vitoria-Gasteiz, la capital del País Vasco, una nevada como Dios manda, diría un creyente. Han pasado cinco días ya, y aún se ven montículos blancos desperdigados en las aceras, en los parques. Esta es la ciudad en la que nací, pero los últimos 11 años los he vivido en El Salvador, donde la nieve es quimera, y he de confesar que esta nevada me excitó. La disfruté tanto, entre otras cosas, porque veía cuajar la nieve desde la ventana de la vivienda de mi madre, una gran mujer que vive con una pensión de viudedad de 600 euros mensuales, unos 800 dólares. Me acordé de San Salvador, donde raro es que el termómetro baje de los 18ºC en cualquier época del año, y divagué sobre el desastre humanitario que supondría que nevara en Centroamérica, una de las regiones más pobres, desiguales y violentas del mundo. Un lugar en el que la miseria te entra por los ojos y por las narices.

 

Comparto estos pensamientos como preámbulo para hablar tantito sobre la pobreza, una palabra densa, pero que me late y que es de esas que, de tanto mangonearse, se ha devaluado, ha terminado por no decir nada, o muy poco. ¿Qué es ser pobre? De lo escrito en el párrafo anterior un lector madrileño habrá pensado que mi pobre madre las pasará canutas con la pensión mínima; y un lector salvadoreño promedio habrá creído que qué afortunada por el simple hecho de tener pensión y por ganar, sin mover un dedo, lo mismo que ganan cuatro obreras de una fábrica textil en El Salvador.

 

Por más que se hable de umbrales y de líneas de pobreza, la pobreza es ofensivamente relativa.

 

Desde la última vez que estuve a este lado del Atlántico, hace más de dos años, se ha generalizado el uso de palabras como desahucio, exclusión, desigualdad, recortes, pobreza. Nadie va a discutir que hay más personas en paro o que se ha reducido el poder adquisitivo, pero de ahí a querer venderse como un pueblo que está sufriendo un genocidio financiero –como claman algunos, sin percatarse de la estupidez– hay un trecho.

 

Son tiempos de crisis, sí, pero resulta incómodo escuchar algunos lamentos interminables de españoles-vascos-catalanes, no por faltos de razón, sino por desubicados y hasta ofensivos si se toma como marco la humanidad en su conjunto. No callar ante los recortes o ante los banqueros políticos oligarcas está bien, siempre lo estará, pero creo que la mayoría se queja desde la ignorancia. A veces suena como si los europeos –y los gringos, los primermundistas en general, también los primermundistas que viven en los países tercermundistas– fueran merecedores de una versión de la Declaración Universal de los Derechos Humanos con más derechos.

 

La doble vara de medir, que toleremos distintos grados de pobreza en función del pasaporte, está incluso institucionalizada. Para Europa hay pobres europeos y pobres de verdad. Con la que está cayendo más allá del Mediterráneo, con cientos de millones de personas que literalmente no tienen garantizados el agua potable o los tres tiempos de comida, Bruselas tiene su propia escala para medir la pobreza, en la que no tener carro o lavadora, o no poder pagarse al menos una semana de vacaciones al año son ítems que indican Privación Material Severa (PMV). Así, claro, surgen pobres hasta de debajo de las piedras.

 

Esto es una generalización –y una provocación–: en las Españas, por fortuna, no se conoce la pobreza, la Pobreza de verdad, la míseramiseria, por más que algunos se esfuercen por identificarla en cada esquina. Y doy un paso más: las personas y familias que sí conocen la Pobreza, que seguro que las hay, son aquellas cuyos lamentos menos se escuchan.

 

Quizá por eso, cuando uno ha visto y olido la míseramiseria, la de verdad, la de allá abajo, resulta incómodo escuchar que son inaceptables menos de €30.000 anuales si se tienen doscarrerastresmaster. Resulta incómodo oír día y noche pestes sobre unos sistemas públicos de salud y educación que son más dignos que el sistema privado salvadoreño. Resulta incómodo leer a una colega desahuciada que ejemplifica el súmmun de la pobreza con no tener para pagar el recibo del gas un mes. Resulta incómodo que las discusiones sobre lo mal que estamos se den mientras se brinda con cubatas a 7 euros. Y, quizá lo más desconcertante de todo, resulta incómodo saberse parte de toda esa vorágine, aquí y allá.

 

Porque el vivir desubicado no es un cuestión de pasaportes. Y va otra generalización: en El Salvador hay también un sector de la sociedad –los que convivimos con facebook, pizzahut, estarbucks, ronzacapas, americanairlines– al que poco o nada nos importan los que sufren la míseramiseria, con el agravante de que vivimos rodeados por ella. La podemos oler.

 

En cierta medida creo que me resulta incómodo saberme parte de los privilegiados, y solo me consuela parcialmente la idea de que este oficio me ha permitido estar consciente. Porque cuando uno habla hoy día con españoles-vascos-catalanes sobre la crisis primermundista que atraviesa el país, rápido se da cuenta de que son pocos los que siquiera sospechan lo que pasa ahí abajo.

 

¿Y este estúpido qué dice? ¿Y este de qué va?, estará pensando ya más de uno. Lo que quiere es legitimar el desmantelamiento del Estado de bienestar… Este está dando la razón al bancomundial efeemeí políticosdemierda banquerosdemierda, está dando alas a los que provocaron esta crisis…

 

Nada que ver, al contrario, pero si usted piensa eso, es absurdo que trate de convercerle. De hecho, no estoy tratando de convencer a nadie de nada. Estos párrafos tediosos son poco más que un desahogo, un intento por explicitar una obviedad: que usted y yo, por el simple hecho de estar interactuando a través de una computadora, estamos en el bando de los privilegiados de la humanidad. Y si usted cree que está mal, solo intente imaginar cómo estarán los que realmente lo están.

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