Mañana luminosa del 25 de enero. Atraviesas el Retiro entre deportistas solitarios, jóvenes con sus perros, grupos de adultos haciendo Tai Chi y ese caos calmo (nubes, ocio, transparencia, dejá vù que no nos dejan) propio de los paseos inesperados. Al otro lado de la luminosidad verde, otra vez en el estruendo del tráfico, te encuentras de bruces con las letras de metal “Paloma Polo. Posición aparente”, sujetas en las paredes del Reina Sofía. Recuerdas la cita y entras. Tienes que identificarte, a pesar de que nadie parece poner excesivas dificultades para que participes en una “presencia real” nunca demasiado concurrida a esas horas de la mañana. “¿Medio?” Art.es, contestas con el primer nombre que se te ocurre. Así que, mediado por un medio, mediado por tu leve relación con la artista, mediado por el anonimato y una lábil fascinación por casi cualquier tipo de encuentros en directo, entras tarde en una rueda de prensa donde una delgada artista vestida de oscuro contesta suavemente (tanto, que no se oye bien) a las preguntas de los periodistas.
La complicidad un poco anómala con el arte resucita al instante. Te reconoces en esas dudas de la autora de la instalación, en el ambiente recogido, en la penumbra de la sala y la educada expectación por lo que se proyecte dentro, en una sala del Reina dedicada al programa Fisuras. Te reconoces incluso en ese perfil desconocido de una mujer que asiente con la cabeza a las ideas que desgrana la artista. La cultura está, al menos, para colocar un pequeño acento distinto en la marcha ineluctable de las cosas públicas. Vuelve a tener encanto este pequeño espacio semiclandestino donde se sopesan complejidades lejos de las urgencias un poco obscenas de los asuntos políticos.
Paloma Polo toma como disculpa la expedición científica de Arthur Eddington a la plantación Roça Sundy, en la isla Príncipe, con objeto de aprovechar un eclipse de sol y demostrar un aspecto de la relatividad (la desviación de la luz por un campo electromagnético), para realizar una preciosa elipsis sobre el extrañamiento del mundo, el secreto de la geografía y la dudosa verosimilitud de cualquier testimonio. De hecho, el punto de partida no puede ser más favorable para ironizar sobre lo que es la historia. La expedición de Eddington en 1919 es una de las más fantasmales del mundo. A pesar del telegrama optimista enviado después del eclipse (“Through cloud. Hopeful”) Eddington no consigue convencer a la comunidad científica y apenas quedan testimonios en la isla del paso de la expedición británica, excepto una estela colocada en un lugar al parecer erróneo. Restituir el pequeño monumento al lugar donde Sir Arthur Eddington realizó sus mediciones es la disculpa para un delicioso viaje acerca de todas las imprecisiones de la historia.
El proyecto de Polo se presenta en un triple registro: una película de 16 mm transferida a vídeo digital, fotografías sobre vidrio y un libro impreso, tres formatos tradicionalmente asociados a la fiebre por archivar acontecimientos históricos. Pero Posición aparente no intenta quizás documentar ni informar sino, a partir de un hecho vagamente conocido, constatar la imprecisión de la documentación histórica y las posibilidades que esto abre para una relación poética con el presente. Jugando con el escenario mudo que podría haber rodeado a la expedición durante el eclipse, reproduciendo la apariencia del instrumental y el mobiliario en medio de la penumbra, las fotografías sobre cristal capturan la imagen de una historia posible detenida en el tiempo. En contraste, el movimiento del vídeo refleja la madeja de una acción reciente in situ. Pero en esta extraña película de veinte minutos, “Acción a distancia”, los movimientos de la cámara y la irrupción del sonido ajeno a la escena nos distancian de los hechos y aumentan el efecto de extrañamiento, la sensación de ser espías de un evento que no aporta un gramo de realidad a la historia. El efecto más duradero de este breve documental es constatar el misterio del hombre.
Lo que debería ser el documento más verídico de algo ocurrido en el pasado, arroja sombras definitivas sobre lo que realmente ha sido. Paloma Polo muestra primero tomas de interiores, salas abandonadas de algún lugar del antiguo lujo colonial. La geometría límpida de las baldosas, el misterio de las estancias y las habitaciones vacías. La lluvia golpea en enlosado gastado de un patio lejano. Después la cámara enfoca a un grupo de hombres de color que se afanan con una polea y medios un tanto rudimentarios para levantar una pesada pieza de hormigón. Voces, concentración, lentitud, desorden. Hay primeros planos de rostros tallados por el clima africano, pero ellos no miran a la cámara. Planos, a veces desenfocados, de pies, barro, torsos y rostros de belleza indígena. Un zumbido intermitente y el divorcio de imagen y sonido, que de pronto puede subir de volumen, aumenta la sensación de extrañamiento. Enfoques borrosos alternan con tomas nítidas y generales. Voces en off, chillido de gaviotas. Cualquier narración lineal está rota por la fidelidad a la magia del momento, a la obra enigmática de unos seres enfrascados en una tarea ajena a la cámara.
Tal vez la relatividad temporal y espacial, uno de los aparentes leitmotiv de este proyecto de Paloma Polo, se aborda tanto en la letra y los detalles del proyecto como en las sucesivas capas de espacio-tiempo con las que trabaja la instalación. Asistimos a una grabación diferida, en otro espacio y en otro tiempo, del cambio de lugar de una estela conmemorativa de una expedición inglesa de la cual esos hombres posiblemente saben muy poco o nada. Esto no deja de remarcar la importancia relativa de la historia, y de la ciencia occidental, para esos hombres que viven día a día el absoluto local de sus costumbres, sus necesidades, su rutina y sobresaltos. ¿Qué sabrán de la teoría de la relatividad los habitantes de la isla de Príncipe, parte de uno de los más pequeños estados del mundo, llevados a trabajar a una antigua plantación de cacao? Acaso todo y nada a la vez. Todo, porque la relatividad está en la pequeñez de cada vida frente a lo que temes y lo que amas, la impotencia de los afanes propios frente a lo que soñaste en un tiempo. Nada, porque para estos iguales nuestros el todo simultáneo del tiempo es ahora esta tarea en la que sudan en medio del barro.
Sólo un sol negro, eclipsado, permitía fotografiar esa posición engañosa de las estrellas y calcular el grado de desviación de la luz, un hecho de “extraordinaria relevancia científica”. Estamos en los umbrales de lo que se llama Historia, pues curiosamente dicho viaje apenas ha quedado marcado con la documentación de otras expediciones de la época colonial. Y esto en parte por sus buenas intenciones: contribuir al clima de entendimiento europeo tras la Primera Guerra. La paradoja consiste en que, casi 100 años después, nosotros (que no sabíamos nada de esa expedición) nos acercamos a ella a través de unos hombres que tampoco saben nada de ella y posiblemente no les importa mucho. Así se escribe la relatividad de la historia, como un papelito guardado dentro de una muñeca rusa encerrada dentro de otras cien que, casi por azar, serán abiertas o no. El joven Nietzsche, sin saber nada de Einstein, da cuenta de esta caprichosa contingencia de la historia: “En algún apartado rincón del universo, desperdigado en innumerables sistemas solares centelleantes, hubo una vez un astro en el que animales astutos inventaron el conocer. Fue el minuto más soberbio y mentiroso de la ‘historia universal’: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Alguien podría inventar una fábula como ésta y, sin embargo, no habría ilustrado suficientemente cuán lamentable, cuán sombrío y caduco, cuán inútil y arbitrario es el aspecto que tiene el intelecto humano dentro de la naturaleza; hubo eternidades en las que no existió; cuando de nuevo se haya acabado, no habrá sucedido nada”.
Igual que la luz se desvía (toda lo recto miente, decía Nietzsche), así la historia también se desvía. Al final, este mismo proyecto que rescata para nuestra memoria la expedición de 1919, contribuye a sepultarlo felizmente en un rumor de interpretaciones que se pierde en un fondo cada vez más hermoso. Una extraña historia, en suma, de silencios y equívocos. Eddington ignora la isla en la que realiza el experimento, la isla le desconoce a él, la ciencia obvia a Eddington, el mundo desconoce la isla. Estamos rememorando un evento fantasma. Al final, lo más real es la imagen misteriosa de esos hombres trabajando y las escenas ambiguas de un lugar posible en el universo. ¿Qué nos queda? Volver con este umbral infranqueable, sin fácil rito de paso, a la ambigüedad de nuestra propia existencia. Volver a hacer visible la puerta de lo invisible.
Ignacio Castro Rey. Madrid, 12 de febrero de 2012