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Vacío

 

Desde el 2 de enero el vacío. La caída libre para salir al mismo sitio y continuar cayendo. Las llamadas a deshoras –porque con Flower a doce horas de distancia la cosa no era lo que podría decirse precisamente fácil– siempre mal contestadas. E incrustado en ese agujero negro repleto de aparente normalidad: todo lo que me rodeaba, me rodea, nos rodea. Porque la vida sin ascensos y sinsabores es un preludio de una muerte en vida, de jubilarte a los treinta, de salir a pasear y volverte a casa sin un mal piropo. O sin un buen desprecio.

 

Escribo desde el Red Apron recordando todo lo que construimos bajo este techo, rodeados de botellas de vino y cafés, de sexo y sudores, de risas y llantos, de tantos recuerdos que se hacía difícil no haber comenzado estas memorias que homenajean a lo que llegó a ser y luego no pudo ser. Que sinceramente, toda la vida habiendo estado instalados en este caos que apestaba a amor podía haber sido una excusa perfecta para perder el hilo con la vida, de mear sentado a volver a manchar la tapa, triplicando la dosis de ansiolíticos, durmiendo a trozos, padeciendo una hora sí y la siguiente también; o comiendo bandejas de comida preparada.

 

Creo que a la semana nos vimos las caras en Skype. Por primera vez desde su deserción. Y aquello fue el acabose, si es que su marcha no lo había sido ya. Vi su rostro deformado, su gesto agresivo, con cortes de imagen y de sonido, y detrás de todo ello yo indignándome. Que ella me llegó a decir, con acierto: “Ya que disponemos de un momento para poder hablar y vernos las caras podríamos aprovecharlo”. Yo, exhausto de tanta distancia, contesté: “A mí esto no me vale. Esto es una mierda”. A sinceridad siempre ganaba yo, a veces arrasando.

 

En las primeras semanas tuvimos altercados de todo tipo. Los típicos: ¿Dónde estás?; no me contestas el teléfono; ¿qué hora es allí?; ¿por qué estás de mal humor? Pero esta vez la solución a nuestros ataques interiores tenía un futuro mucho más oscuro, entendiendo que nuestra relación no disponía de futuro siquiera de presente. O sea: que ya no había opciones de sanear el enfrentamiento con sesiones de sexo y amor, la auténtica morfina que durante casi un año adormeció a ambas bestias.

 

Pero de lo que no se nos puede acusar es de haber clausurado la emisión de golpe y porrazo, ya que incluso en esas semanas de desidia general, apartados el uno del otro por océanos y continentes, barruntábamos con vernos en París, Boston, Málaga e incluso Phnom Penh. Yo hacía cuentas –tenía menos dinero que uno que se estaba bañando– y sabía que era imposible, aparte de improcedente. Y ella, que sabía que no disponía de fechas por su peliaguda profesión, procedencia geográfica y actitud étnica, estiraba un sueño sin sentido, en donde yo miraba billetes de avión en internet y al instante cerraba el portátil y me tomaba las pulsaciones. Porque debo recordar que en todos esos días posteriores al inicio de su ausencia la ley seca se hizo cargo de mi vida, además de que no tomé cafés. Los ansiolíticos caían de vez en cuando y la paz reinaba, dopadamente, sobre mi desdicha.

 

Como dejé su casa de la calle 178 –dicen los chinos que el ocho es el número de la buena suerte, pero Flower y yo vivimos juntos en la 228 y la 178 y la cosa no fue a mayores– me tuve que agenciar otro hostal, obviando el que está detrás del Pontoon, donde repartían como si fueran ganado a menores en motocicletas. El elegido volvió a ser un tugurio turbio hasta el límite del aguante, con plantas desiguales y habitaciones enmoquetadas de manera chistosa, con manchas de todo tipo –sí, incluyan las de chorros de semen– en sus sábanas, y las paredes como si tuvieran gotelé proyectando esa vergonzante técnica francesa, que como el bufet, ha paliado el chovinismo de una nación casi tan venida a menos como su idioma.

 

En ese hostal de mala muerte apretaba la máquina del aire acondicionado hasta el límite de su aguante –y del mío– para envolverme en las toallas que Flower me dejó en herencia, que estuvieron apestando a ella hasta que mi peste domino aquel tejido que hoy día sigue secando desde mi entrepierna a mi espalda pasando por mi cada vez más escaso cuero cabelludo. Aquellas toallas que tantas veces secaron nuestros cuerpos tras polvos memorables eran en esos tristes días mis sábanas, que una vez entró por sorpresa la chica que hacía las habitaciones y casi se cae de espaldas, infartada, pensando que aquello que sobresalía, envuelto en una toalla, era un cadáver o algo parecido. Cada mañana, tras la ducha, utilizaba las toallas del cutre–hotel, evitando desgastar las que aún mantenían con respiración a mi propia respiración, que como la de un yonqui desesperado buscaba bocanadas de su estela que cada vez era más mi propio aliento. Dramáticamente.

 

Cuando conseguía despegarme de aquel juego de toallas –hoy día las utilizo, como sus bastoncillos también heredados, sin ningún tipo de secuela– me lanzaba a la calle en busca de alimento –desayuné casi cada mañana Muesli en el Feel Good de José, un portorriqueño tan buena persona como taladrante– para desde allí escribirla media docena de postales que luego enviaría a Boston, exactamente a Quincy, calle del Granito, desde su edificio favorito: el de Correos cercano al Riverside de Phnom Penh, donde los tuktukteros se agolpan a su puerta sedientos por el calor y las ganas de transportar a pasajeros. Aquellas postales recibidas a mansalva le hicieron pedirme un favor: “Hazme el favor de meterlas en un sobre; mis compañeros de trabajo me miran asombrados”. En su mayoría eran frases, poemas, aforismos y redacciones penosas. Por obligarme a redactar con un bolígrafo cuando aquello no era más que la mecha de la agonía: la que prende para explotarte en las manos, sudadas de tanto padecer. Aunque en el fondo, aquellos compañeros de trabajo de Flower vivían un culebrón extraño: aquel que les llegaba por el correo ordinario y les levantaba un tsunami de envidia, de querer poseer a un tipo que desde el tercer mundo asiático enviaba tres o cuatro cartas diarias repletas de buenas palabras, poemas sin rima y frases originales. En resumidas cuentas, el sueño de todo ser humano que transita por un océano de indulgencia sin meta aparente.

 

Prácticamente cada mañana cumplía con la nueva tradición: llegaba sudado a desayunar Muesli con frutas –y sin plátano– regado por un zumo de manzana de cartón, escribía en postales que el día anterior había comprado, volvía a darme una caminata hasta Correos, donde echaría esas postales que luego serían cartas, y con la ilusión del infante un día de reyes volvía a recorrer decenas de calles atestadas de coches para impregnarme del sudor y el olor a fritanga del Mercado Central de Phnom Penh, donde adquiría los productos frescos que ese día cocinaríamos en Trasañejo. Tras una vuelta en moto o tuk-tuk –ni mi capacidad de sudor ni la misma camiseta, empapada, daban para más– aterrizaba en mi restaurante donde Sancho solía estar revisando noticias en internet o viendo capítulos de sus series favoritas además de llevando la contabilidad, asunto a tener en cuenta, por mis deslices y, en el fondo, nuestra nula pericia a la hora de ser contables. Que todos sabemos que no sólo se opera de menisco siendo una buena persona. Y así, yendo de Correos al Mercado y de allí a Trasañejo, día tras día. Hasta que comencé a nadar, por consejo médico y del propio Sancho, que ya lo hacía casi cada mañana, con la idea de reencontrarme en el camino de la vida que casi me dejo aquella mañana del 30 de diciembre de 2013, desembocadura de toda un trayecto vital de excesos, con Flower apretándome mi pecho izquierdo en lo yo creía que era mi último deseo.

 

Entretanto, y en mi desquiciamiento por tener que asumir que aquella playa ya era una playa perdida –o quién sabe si por conquistada desechada–, enloquecía con actitudes medievales en donde exigía espacio, tiempo, distancia y silencio, sin más justificación que mi locura interior. En una de tantas –mis deplorables actitudes se repetían casi a diario; es lo que tiene el sufrimiento para el que no lo interpreta ni oculta– conseguí que el silencio se apoderada de nuestra esperpéntica realidad, en donde nuestra máxima ilusión era citarnos en internet cual pajilleros coetáneos con la rémora de que cada vez que nos veíamos la cara a través del ordenador era para quedarnos petrificados; hundidos; cabreados. Y gracias a que ya rebasé los cuarenta. Porque si esto me pilla a los veintitantos o me voy a Boston en galera ilegal o me arranco las venas a mordiscos.

 

Antes de que Sancho cumpliera su plan de vida –aún hoy repasa la orografía mundial gracias a un sueño que se le está cumpliendo: viaja a lo largo y ancho del planeta sin destino fijo; para otros su función social es comprarse un piso, adosarse a una señora cualquiera y dar a luz sin saber bien ni el porqué– padecí uno de esos momentos únicos, imposibles de mejorar, ardientes y enfermizos, maravillosos y peligrosos. Cambié de hotel –me costaba ocho dólares la noche: ojo al dato, como diría aquel– para buscarme uno más decente y salir de aquel agujero. Pero la última noche que volví a ese antro, en busca del cargador del móvil que me había olvidado, me encontré en la recepción de mi ya ex hotel a una mujer de apariencia intachable e intratable: estaba embarazada de ocho meses, al menos, tatuada hasta el entrecejo, y delgada hasta el raquitismo. Luego barrunté que no era más que una sidosa camboyana que había caído en la heroína o sus derivados. Por supuesto me quedé con ella. Mi tuktuktero quedó impresionado: “¿No volvíamos?”. Le invité a marcharse, con una propina en su alforja.

 

Me incrusté en su habitación, bebimos cerveza, y vimos una lamentable película doblada al jemer que no sirvió ni de cortina de humo para las realidades que se avecinaban. En un momento de ese extraño viaje me pidió que durmiéramos juntos. Más tarde que la penetrara. Añadiendo que sin condón. Yo, que he corrido en las carreteras más curvas, a pique de volcar o salirme del camino contra un terraplén, deseché esa opción no sin antes plantearme que el Pulitzer estaba en mi mano: quedo mañana, la fotografío y la entrevisto. Pero durante la noche descubrí que su salud mental estaba a la par de su avanzado sida: pesaba, como mucho, 35 kilos, no era enana y estaba muy embarazada. Sus brazos, ridículamente delgados, habían deformado unos tatuajes que en su día debieron estar a la última, y el olor que desprendía, putrefacto, me recordó que Chanda, que así dijo llamarse, llevaba tiempo sin asearse; y no sólo por falta de cultura higiénica. Antes de dejar la habitación, su habitación, le saqué un par de datos fulminantes. Porque esa vivencia era de Pulitzer, aseguro: “A mí alguien me pasó el sida hace años y yo ahora que voy a morir me da igual todo”. Y su inigualable: “De aquí –señalándose el vientre– saldrá algo que tendré la suerte de que no llegará a conocerme, porque antes de que aprenda a hablar yo ya estaré muerta”. La abracé, me vestí y me fui sin el cargador de mi móvil –por supuesto, nunca lo encontraron los de recepción– a Trasañejo, mi restaurante, donde me tumbé para recordar y dormir en el sofá sito en la primera planta momento en el que, y al encender el portátil, descubrí que Flower, una vez más –y que hubiera muchas como ésa– se había saltado el acuerdo de mantenernos en silencio sepulcral recordándome que en unas horas ella cumplía años. Corría el 10 de febrero, un mes y ocho días después de su marcha, que fue cuando ella vino al mundo el 11 del mismo mes de un año 1981. Aquella madrugada, en la que me quedé a las puertas del sida, o quién sabe de haber sido el padre adoptivo de aquella desgraciada criatura, Flower volvió a engatusarme. Y así hasta que diecisiete días después celebramos mi cuarenta cumpleaños, en donde Alana, su amiga sueca, me trajo un ramo de flores en su nombre. Soñé, por soñador irrepetible, que Flower aparecería en helicóptero, sin ramo pero en persona; envolviéndome en su infierno, tan celestial, a veces, cuando desapareceríamos entre la nube de invitados, casi todos prescindibles, para deleitarnos con alguna nueva maratón sexual, que por perfectas, solían devenir en promesas de familia, aborto en Bangkok si había embarazo, y toda esa retahíla de excentricidades que dos personas borrachas de amor, sexo y alcohol se dicen a las primeras de cambio, cuando si para conducir un coche te exigen un cursillo previo, el carnet correspondiente, un seguro y no beber, para amar haría falta algo más que un abogado (y/o un psicólogo) a posteriori.

 

Aquella noche de cumpleaños, mi primera en la cuarta década de mi vida, la viví soñando despierto, recordando lo vivido, con todas esas veces de Flower a galope sobre mi ultrajada entrepierna en la que, delirando, me decía “dámelo todo”. Y yo, entre risas, alucinando, me planteaba si en vez de mi pareja estaba tratando con una atracadora.

 

A la mañana siguiente, sudado y resacoso, bajé a tomar un pan tostado con tomate restregado y aceite de oliva extra virgen, momento en el que corroboré que aquellas flores regaladas, que yo había dejado sobre el armario del vino, no eran nada, en sí, la metáfora del vacío. Que con el tiempo, como nuestra relación perdida, comenzaron a marchitarse, a dejarse llevar hasta caer tronchadas, feas, imposibles.

 

 

Joaquín Campos, 04/11/12, Kep.

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