Un autor no es más que la suma de sus obras y para los franceses está muy claro que la oeuvre de un autor abarca, además de sus obras canónicas, su correspondencia, sus escritos marginales y hasta el detritus de sus muchos borradores. Desde este prisma el círculo cerrado y perfecto de Madame Bovary, por poner un caso emblemático, aumenta en valor y significación al trasluz de los tachones y descartes que se observan en los manuscritos originales, así como en el rimero de cartas que casi cada noche le escribía Flaubert a su amante Louise Colet tras sus muchas horas de fatigosa labor para dar con la palabra justa. Algunos llegan a afirmar que la mejor prosa de Flaubert no se encuentra en Madame Bovary ni en ninguna de sus otras obras maestras, con sus medidas frases y su estilo esforzadamente clásico, sino en el torrente arrebatado de su correspondencia, escrita a la pata la llana, sin premeditación, tachonada de intimidades, de reflexiones y de chismes. Tal postura es ciertamente exagerada y quizá absurda, ya que confunde la maraña de la vida con el cuidadoso dibujo que el artista va poniendo sobre la tela. Y, con todo, ¿no es la confesión íntima una de las cosas más apreciadas en literatura?
A mí por lo menos, indolente como soy, me encanta hojear diarios y colecciones de cartas. Recuerdo haber leído con placer hace muchos años la correspondencia de Flaubert durante su viaje por el Oriente Medio, titulada, en el libro que leí, “Flaubert en Egipto”; y siempre digo que uno de los monumentos literarios del siglo XIX español es, sin duda, la correspondencia epistolar de Juan Valera, tan humana, tan cercana, tan extraordinariamente bien escrita. Con las cartas de Valera podríamos armar varios libros con títulos como “Valera en Italia”, “Valera en Brasil” o “Valera en Rusia”, pero seguramente el más apasionante de todos sería “Valera en Washington”, donde se reuniría todo el grueso de cartas que fue mandando en sus dos años de estancia en la capital estadounidense, desde enero de 1884 a principios de 1886.
No descubro nada si digo que la prosa de Valera es, toda ella, epistolar, desde sus novelas a su crítica literaria, y que casi todo lo que Valera escribe pasa irremediablemente por su particular visión existencial, entre irónica y aristocratizante, además de guardar, como en una caja de resonancias, el runrún cotidiano de nuestra vida española, tan familiar y tan actual todavía, pese a los más de ciento treinta años transcurridos.
Los dos años de Valera en Washington, cuando ya frisaba los sesenta años, dan para una novela histórica de primer orden, por muchas razones, empezando porque esos dos años coinciden con el periodo conocido en la historia americana como Gilded Age, o edad del oropel, que son los años posteriores a la guerra civil, años de crecimiento económico desaforado, de grandes fortunas y escándalos, de arquitectura ostentosa y corrupción política; a lo cual debe sumarse, por lo que respecta a España, el permanente conflicto con los insurgentes cubanos que operaban en Florida. Valera da cuenta de todo ello, como es natural, pero de lo que más habla, cuando escribe a sus mujer, a sus hijos, a su hermana o a su querido Menéndez Pelayo, es sobre el acontecer de las pequeñas cosas, ya sea una mudanza, las chaladuras de un sobrino que trabaja con él en la legación o el coqueteo de las “misses”, que él ve con su habitual ironía y tolerancia, sin saber uno muy bien, cuando describe a tal o cual señorita, si estamos ante otra Pepita Jiménez o se trata, en efecto, de la señorita Virginia West, hija del jefe de la legación inglesa y futura madre de Vita Sackville-West. Literatura y vida en todo escritor, y más en un escritor de epístolas, es casi siempre imposible de deslindar, pero mucho más en Valera, que debía ser animal literario hasta cuando encargaba una ración de ostras en el Ritz, si es que el Ritz existía por aquel entonces.
Dos acontecimientos marcarán definitivamente la estancia de Valera en Washington. La primera es la muerte de su hijo Carlitos, a mediados de 1885, y la otra, sus amores con la hija del Secretario de Estado, una joven no muy equilibrada que al enterarse de su regreso a España, en enero de 1886, tomó la loca resolución de suicidarse. Uno y otro hecho son de por sí de un extraordinario dramatismo, pero a mí lo que me resulta más conmovedor no es la reacción del padre ante la fatal noticia, sino las muchas cartas dirigidas a su hijo, ese hijo que iba a morir sólo unos meses después, cartas en las cuales, con cariño paternal, le insta a que estudie, a que se porte bien con su madre y, lo más extraordinario de todo, que se ponga a buen recaudo de la epidemia de cólera que avanza por el norte de España. Las varias advertencias hechas a otros miembros de la familia sobre la epidemia me causan, sin poder remediarlo, un extraño efecto de dolor y de ansiedad ante el sino fatal que se avecina.
Tolstoi creía que el verdadero arte consistía en transmitir una emoción previamente sentida. Si ello es cuestionable en las artes plásticas, o incluso en la propia literatura, no hay duda de que el interés de un epistolario está en proporción directa con la capacidad de generar emociones y evocar un instante, una época o una vida… como la vida de don Juan Valera en la ciudad de Washington circa 1885.