Decidí someterme esta mañana de Jueves Santo a la tortura televisiva del debate político para la prórroga del decreto del estado de alerta. Me había despertado en modo Poncio Pilatos, muy típico mío y muy apropiado para la jornada. A mí esto no me atañe, etcétera. En fin, la misma letanía: soy una rata de alcantarilla, asocial y un humano o humanoide asintomático, pero sin ninguna gana de que alguien me saque por la fuerza de la cueva marítima donde me asilé tiempo atrás y me traslade a lo que pomposamente llaman Arcas de Noé, eso que los surcoreanos inventaron para aislar en hoteles o lugares determinados a personal no inmunizado y con leves síntomas del coronavirus. Yo con gente en mi situación prefiero no mezclarme. Podría contagiarme más y sobre todo me sentiría obligado a hacer nuevas amistades y eso me da pereza. Si arrecia el diluvio me lo pensaré.
Me resisto a poner por escrito lo que presencié por la tele y sin embargo me resulta tentador. Era como un diálogo de sordos. El que parecía ser el más importante hablaba de la necesidad de unidad y lealtad, de moral de victoria y ofrecía su casa para reunir a todos los allí presentes para poner en marcha unos Pactos de la Moncloa versión 2020 sin ningún guión establecido. Hola, venimos a lo de los pactos, según parece deberían anunciarse quienes aceptasen la invitación del proponedor. Les aseguró que se podría hablar de todo sin cortapisas ni cartas marcadas. A juzgar por las reacciones no aprecié mucho entusiasmo en los asistentes. Y lo angustioso para el importante es que les convocó para la semana próxima. ¿Y si no va nadie?, pensé yo siempre tan cenizo. Pobre hombre. Vaya sofocón.
Había otro, con barbita cuidada y unas gafas de leer que se quitaba y se ponía con garbo, quien le acusaba al señor importante de mentir, de hacer lo que le venía en gana sin consultarle y que, en definitiva, el país no se merecía a ese dirigente. Todo era un trampantojo, un señuelo para no abandonar la casa, enfatizaba. Me recordaba en versión contraria lo que oí la víspera de las elecciones tras el 11-M. Más arriba estaba atrincherado un individuo musculado, con barba recia y bien trajeado, que no hacía más que afirmar que todo se solucionaría si el señor importante y otro con coleta y entrecejo fruncido, sentado a la izquierda de éste cumpliendo la norma de la distancia social de metro o metro y medio, se largaban por incompetentes y responsables de las muertes. Todo se solucionaría, sentenció, si estos dos tipos recogían sus bártulos y se marchaban a sus respectivos domicilios a escribir sus memorias. Menos mal que yo no estaba allí, porque hubiese sentido bastante pavor si hubiera osado levantar la mano y discrepaba con el musculado, aunque esta clase de personas fornidas a veces sorprenden, tienen sensibilidad y confiesan ser unos apasionados de la poesía de Baudelaire o de Neruda.
La pantalla se centró luego en la figura de un cuarto, con aspecto de espadachín de la época del Rey Arturo, que afirmó que menos pulseritas con la bandera nacional, menos desfile de militares con las pecheras repletas de medallas y de monarcas sin sentido y más dinero para la sanidad y para los profesionales sanitarios que se juegan el tipo día y noche tratando de salvar vidas. Veinte mil de ellos, creo que dijo, están ya contagiados a pesar de que los expertos aseguran que la curva ha iniciado el camino hacia abajo. Debo admitir que el espadachín no me cayó mal del todo y decía alguna cosas atinadas. Claro que otras estaban llenas de retórica demagógica, amén que me resultaba insoportable su tonillo de maestro de escuela. Por qué tenía que remarcar tanto cada frase como si yo fuera un párvulo aprendiendo el idioma y realizando un dictado, me pregunté. Un quinto, que acababa de salir de la cuarentena, entendí que le tendía la mano al señor importante pero que luego se la retiraba. Y el verbo de un sexto, con aire frailuno, me resultó latín, aunque me pareció que aceptaba la invitación siempre y cuando pagase el almuerzo, la merienda y la cena quien proponía la idea. En cierto modo tenía algo de razón. Quien invita, paga.
Y así discurrió lánguidamente mi jornada. Maldita sea, me dije, el sol se resiste a acompañarme un día más y precisamente hoy, Jueves Santo. Entonces era mentira eso que el hermano Urdániz nos aseguraba en clase de preparatoria a nosotros, los pequeños, de que hay tres jueves en el año que relucen más que el sol. No terminaba la frase. Nos miraba para que la completáramos y a grito pelado añadíamos: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión. Contentos nos ganábamos el recreo. Años después siempre me pregunté por qué el Jueves Santo debería ser un día de sol cuando prendían a Jesús y lo procesaban. Un misterio.
Me disponía a almorzar, o algo parecido, cuando sonó el timbre del móvil. Era un número oculto. Quién podría ser a esa hora. Tal vez el típico comercial pesado de una compañía de seguros o de una funeraria, lo que en cierta manera tiene su lógica en estas jornadas de catástrofe. Una voz femenina con marcado acento gallego anunció: «Señor Esteruelas, don Ramón María querría hablar con usted». No me dio ni tiempo de responder cuando escuché: «Buenas tardes, soy Ramón María del Valle-Inclán». Estuve a punto de responder: «Muy bien y yo el marqués de Bradomín». Pero me callé por respeto o por pánico.
«Escuche, caballero, sé que le resultará difícil creerme pero soy yo en persona, el que inventó a Max Estrella, ese personaje que tanto le fascina. No me apetece explicarle cómo he podido seguir el debate político de esta mañana y no tengo mucho tiempo, porque es conferencia y estoy sin blanca. No aprendemos amigo mío. No aprenden mis compatriotas. De nuevo el esperpento goyesco, el garrotazo, el Ruedo Ibérico de la época isabelina versión siglo XXI. Otra vez nos arrojamos los muertos. Qué vergüenza. Qué tristeza, señor. Ojalá salgan de esta catástrofe. Confío en que lo hagan por el bien del país. Mucha suerte y mucho ánimo. Adiós».
Me quedé mudo. La línea se cortó. Qué cosas más extrañas me suceden últimamente desde que estalló la pandemia, pensé. Valle-Inclán llamándome personalmente sin que yo recuerde haber dado a sus herederos mis coordenadas ni tampoco creo que uno de sus biógrafos y buen amigo mío se haya permitido dárselas. Me hubiese molestado tal atrevimiento.