Sucedió con el principio de las nacionalidades, alegremente declarado por el Presidente Wilson (con mejor voluntad que nuestros buenistas de turno; y con mayor piromanía), que los imperios se fragmentaron, que los expoliados se descolonizaron y que los países flamantemente independientes… ¡comenzaron a violar los derechos de sus propias minorías invocando el mismo principio que las había liberado! Tenían que construir nación en territorios desvertebrados. Lo cual no es excusa si tenemos en cuenta que la mayoría de las veces fueron mucho más crueles con sus minorías internas de lo que jamás fueron los imperios con ellos.
Es una tónica: grandes teóricos nacionalistas, como el filósofo canadiense Will Kymlicka, han escrito, sin vergüenza, que no debía exigirse a las “minorías nacionales” con autogobierno (o sea, a los entes federados que albergan alguna minoría lingüística, para precisar los términos) el mismo nivel de pluralismo que se exige al Estado democrático. ¿Acaso no viven ciudadanos en dichos entes federados? ¿Son las libertades de sus ciudadanos menos importantes que las del resto de ciudadanos del Estado? Lo son para los nacionalistas: su proyecto de construcción nacional es una meta superior a la libertad de sus ciudadanos, que deben asumir su papel como mero reservorio de cultura. La cultura que los nacionalistas determinen para mantenerse en el poder, por supuesto. Y la lengua, obviamente, es un marcador útil –casi el único- de dicha cultura: donde la élite impone una lengua regional (la suya) tendrá más fácil controlar (excluyendo a los no hablantes) el acceso a los recursos regionales. Como, por ejemplo, el trabajo en y para la administración pública.
Así, en Cataluña o en la Comunidad Valenciana, donde las cifras de catalanoparlantes rondan en ambos casos el 33% frente al 55% de castellano-parlantes, las élites intentan imponer en toda la administración pública el idioma regional y minoritario. En Cataluña no puede uno matricularse en catalán en la educación pública pese a que los centros tienen la obligación de impartir un 25% de las horas lectivas en español. Y, como roma asignatura de lengua, vienen impartiendo dos horas en lugar de las tres que serían preceptivas. Valencia va a rebufo (aún estamos pidiendo los ‘papeles de Salamanca’ y hasta hace un año no sonaba en Torrente el “España nos roba”). Cuestión de tiempo. Es claro que el pluralismo que se predica de España es para ellos un mosaico; y en las teselas que les toca administrar el material humano es uniforme. ¿Por qué permitimos que violen el pluralismo si de verdad queremos defender la democracia?
Porque en las distancias cortas se fiscaliza mejor al poder, dice el principio federalista de subsidiariedad. Aceptaremos seguro que se lo observa de más cerca. Pero también lo observa de cerca el trabajador de una empresa pequeña y no por eso se siente más libre que en una multinacional. Ni mejor retribuido. Por eso, para sofocar los abusos a que da pie la cercanía del poder, una democracia (y más una organizada federalmente) prevé múltiples contrapoderes: desde los convenios colectivos a la revisión judicial en instancias superiores.
En cuestión de lenguas -o, mejor dicho, de derechos lingüísticos- debería también aparecer el Estado, como contrapoder, para sofocar la potencial tiranía de los entes regionales. Sin embargo, en este asunto la administración nacional (¡buh!) desaparece. No hay una ley de lenguas y ni siquiera se exige el cumplimiento de las sentencias que dan cuenta de que, en Cataluña, además de ser el idioma más hablado, el español también es oficial. Puede que la dejación sea fruto de la mala conciencia nacional (¡buh!) tras el franquismo. De un franquismo que hoy alguien tiene interés en avivar con artificial raca-raca. O puede –y es más probable- que se trate de puro desinterés: “¿si quienes gobiernan estas CCAA quieren imponer la lengua menos hablada (y por ello, encima, más inútil) sobre la común a nosotros, en Madrid, qué más nos da?”, deben pensar. El perjudicado (el castellano-parlante) está en minoría (política) en Cataluña; y el potencial perjudicado (el hijo del votante extremeño que todavía no ha calculado que su vástago irá allí a buscarse la vida, pero ahora con una mano atada) ni siquiera es consciente del daño que se le inflige. Así avanza el rodillo carlista, vernáculo aliado antifranquista de Franco, para más sorna.
Para afrontar estos problemas, Francia opta por la solución catalana a gran escala: “¿Queremos integración? Pues todos en francés”. La lengua como lengua política. Oigan, a mí me gusta. Claro que la lengua política en España es el español.
Pero dejemos los principios y asumamos la responsabilidad del político: la cosa de las lenguas está tan avanzada en España que la solución francesa no funcionaría a corto. Hay otra línea de soluciones. (En plural, y no entraré aquí en cada una de sus posibles plasmaciones porque algunas serían mejores para Cataluña, otras para Valencia y otras para Euskadi o Navarra: cabe zonificación o generalización autonómica del modelo, bilingüismo con dos lenguas vehiculares o dos líneas, cada uno con su lengua vehicular). A grandes rasgos, las soluciones partirán de recordar que, además de asegurar el aprendizaje de la lengua política (esto es inexcusable para mantener vivo el debate ciudadano y garantizar la libertad de movimientos de los ciudadanos/trabajadores), es fundamental (por razones civiles, psicológicas y pedagógicas) garantizar el aprendizaje en la lengua materna.
Esto, que parece de Perogrullo, nunca ha sido contemplado por el modelo de inmersión. En Cataluña importa un pito –y es asombroso que no escandalice- qué idioma hablen los niños. El objetivo es que todos se impregnen hasta el tuétano del catalán, catalanizarlos, desprenderlos en la medida de lo posible de su relación simbólica con España, que lógicamente empieza con el español. Los despojan para colmo del correcto uso de la segunda lengua más potente del mundo y la tercera más hablada.
Y aquí viene la pregunta más importante: ¿por qué ha podido funcionar tanto tiempo un modelo que viola un principio tan básico (sostenido incluso por UNICEF o la UNESCO, ambas sospechosas de buenismo y multiculturalismo) como el de la educación en la lengua materna. Bien, pues hay que girarse, me temo, hacia la Carta Europea de Lenguas Regionales y Minoritarias.
La respuesta es que esta Carta, obviamente equivocada desde el título, no se preocupa por los hablantes sino por las lenguas. No parece entender que los únicos sujetos de derechos son los ciudadanos, en este caso los hablantes (en ningún caso las lenguas ni los colectivos), y que, por tanto, los derechos lingüísticos son derechos individuales que simplemente están contextualizados por ejercerse dentro de un colectivo suficientemente representativo, que denominamos “minoría lingüística”.
Asimilada la lengua, en abstracto, con una “riqueza” o con un “patrimonio” a proteger, no menciona ni una sola vez la importancia de garantizar la lengua materna de los hablantes. Como si de una verdadera riqueza se tratara, quiere hacer justicia con una ‘carga’ lingüística progresiva, como quien defiende un sistema fiscal redistributivo: se trataría de reducir el número de hablantes de una lengua para alimentar los hablantes de la otra. En lugar de servirnos de ellas, las lenguas se servirían de nosotros como su soporte, su condición de existencia. Nos vampirizan.
Por eso, en lugar de garantizar los derechos de los hablantes, la Carta se empeña en “fomentar” su uso “privado y público” para “salvaguardar” las lenguas (7.1c), como si fuesen una especie en peligro de extinción, como si tuvieran dignidad, como si fueran sujetos de derechos y como si se pudieran salvaguardar, más allá de la libre voluntad de los hablantes, sin imponer obligaciones lingüísticas a quienes hablan o prefieren usar otras lenguas. No les importó a los redactores de la Carta que, como bien dijo Kwame Anthony Appiah, “las culturas –y cabría decir ‘las lenguas’- sólo importan si les importan a las personas”. Al fin y al cabo, ¿qué otro valor existe que el valor que tasamos los humanos?
Dadas las premisas equivocadas de la Carta, en diciembre de 2008, en su segundo informe a España sobre la aplicación de la Carta, el Comité de Expertos independientes del Consejo de Europa pudo afirmar en el punto 213 que:
“el Comité de Expertos hace referencia a su primer informe de evaluación para una descripción general del sistema educativo establecido en Cataluña. Aunque no todos los aspectos de este sistema educativo están totalmente claros, especialmente en lo que respecta a la educación preescolar, el Comité de Expertos observó que este sistema mostraba una admirable inversión de la tendencia, ya que el catalán se había convertido en la lengua de oficio del sistema educativo en su territorio tradicional, y en la primera lengua de instrucción para la mayor parte de la última generación de jóvenes que se han educado en Cataluña”.
Que se admire una “inversión de la tendencia”, que se crea valioso que un hablante deje de manejarse en su vida en español para manejarse en catalán, implica tomar partido por una lengua frente a la otra, es decir, por unos hablantes frente a otros. Esto lo da por bueno la Carta en su artículo 7.2:
“La adopción de medidas especiales en favor de las lenguas regionales o minoritarias, destinadas a promover una igualdad entre los hablantes de dichas lenguas y el resto de la población y orientadas a tener en cuenta sus situaciones peculiares, no se considerará un acto de discriminación con los hablantes de las lenguas más extendidas”.
¿Qué igualdad es esa que se felicita por una inversión de la tendencia? Otra vez, una igualdad no preocupada por los derechos de los hablantes sino por los de las lenguas: es decir, preocupada por igualar el número de hablantes de una y otra lengua, tratando desigualmente a los hablantes. Esto se pone de relieve cuando se nos explica que el fin de esta legislación es remover obstáculos para al “desarrollo” de las lenguas (art. 7.2). Lo que se hace es priorizar a las lenguas minoritarias, ignorando que eso supone violar los derechos de la mayoría de la población.
Es posible legislar con prudencia sobre las lenguas minoritarias a pesar de la Carta. Pero es evidente que la Carta no ayuda nada. Y habría que empezar a desmontarla o exigir su derogación. El 13 de noviembre, el Parlamento Europeo aprobó un Informe sobre las normas mínimas para las minorías en la Unión Europea. Según cómo se mire, cabe felicitarse (aunque, al decir tantas veces una cosa y la contraria, me temo que se felicitarán también los otros) porque se circunscribe a los hablantes “de la lengua regional como lengua materna” (y a los miembros de cada cultura), a quienes reconoce “el derecho a escoger el grupo de pertenencia” así como el derecho a aprender y a usar públicamente la lengua regional cuando haya una “demanda suficiente” en “zonas con poblaciones considerables de personas pertenecientes a minorías”. En todo caso previendo el aprendizaje en la lengua oficial y siempre garantizando el aprendizaje en lengua materna.
En función de dónde partamos, la petición de una armonización de derechos lingüísticos sobre esta base puede resultar provechosa. Sin embargo, es difícil no acordarse del perverso legado de la Carta Europea de Lenguas, que no deja de estar presente en este documento, preocupado también, entre otras cosas porque “las lenguas habladas por pequeñas comunidades y sin carácter oficial están aún más expuestas al peligro de extinción”.
Ay, siempre la bula para los pequeños tiranos.