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Vanos recuerdos

Tardé varios años en descubrir que los Reyes Magos no se llamaban Melchor, Gaspar y Baltasar y que no venían de Oriente sino en realidad de algún lugar mucho más próximo al salón del domicilio familiar. Recuerdo que miraba con descrédito y hasta desprecio a aquellos compañeros del cole que se acercaban a mí durante el recreo para reventar mis ilusiones. Esas que luego a lo largo de la vida fueron poco a poco agujereándose, como lógicamente así debía ser. Quizás allí comenzó a nutrirse mi condición de asocial. El adulto pierde la inocencia de la niñez. Su incorporación de cazador en la sociedad lo requiere. Confieso decirlo a disgusto.

Aprendido de mis hermano mayores, diferencié a aquellos tres señores con sus coronas y túnicas que desfilaban durante la cabalgata de los auténticos magos, de esos que venían de muy lejos, que nadie o quizá un vecino los había visto y que durante la madrugada entrarían en el piso para dejarme los juguetes que yo les había pedido en la carta que escribía a principios de diciembre con ayuda de algún hermano. Pocos, no más de dos, porque mis progenitores no exageraban pese a que se lo podían permitir.

Las horas previas a meterme en la cama eran las que más disfrutaba. Vivía la excitación de participar en la colocación sobre una gran alfombra en una amplia antesala, donde mi madre había montado el belén y años después el árbol navideño, de mis zapatos, en una esquina, por ser el menor. Hasta los de mi padre y mi madre se encontraban en esa excepcional circunstancia haciendo compañía a los míos y a los de mis hermanos. Era testigo de que sobre la mesa del comedor mis familiares dejaban turrón y champán para sus majestades y sus camellos. Pobres, pensaba yo en mi inocencia. Qué cansancio tendría que ser hacer un viaje desde un lugar tan remoto y entrar uno por uno a los edificios y a los pisos de los habitantes de mi ciudad. Y sin tocar el timbre para no despertar a los moradores. ¿Les abrirían desde abajo los famosos serenos?

Los de la cabalgata eran objeto de rechifla mía y de mis primos, que venían a mi casa para presenciar el desfile. Éramos bastante crueles. Nos reíamos sobre todo con Baltasar, pues en aquel entonces no era de piel negra sino que se había embadurnado el rostro para aparentar ser negro. De sus dos compañeros de ruta nos burlábamos menos. Tal vez porque los veíamos igual a nosotros. El mismo color de piel blanca, el mismo porte, la misma mirada, serena, segura. «A estos tres los ha contratado el Ayuntamiento por cuatro perras. Y al negro, un bocadillo de jamón. Ya os digo, unos muertos de hambre», comentaba torcidamente uno de mis primos bien entrado en la pubertad, con pelusa y granos en la cara. Despuntaba inconscientemente nuestro elitismo y racismo, nuestro espíritu de clase superior, aprendido con seguridad de nuestros mayores. Luego, muchos años después, unos más, otros menos, lucharíamos para limpiarnos la mugre.

Conforme iban pasando los años y alimentaba mi resistencia a abandonar la niñez, con gran tranquilidad de mi madre y preocupación de mi padre, noté, por desgracia, algo que no llegaba a encajar en mi mente. ¿Cómo era que me urgieran a meterme en la cama y dormir inmediatamente mientras ellos iban y venían a lo largo del pasillo con poco tacto y oyéndose desde mi habitación sus pisadas? Trataban de bajar la voz pero en el nerviosismo alguno estallaba en una risa sonora, que mi madre reprendía. «Por favor, no hables tan alto que se va a despertar», afirmaba. Entretanto, mi padre ya había rebasado su nivel de convivencia familiar, por lo general en registros casi polares, y se había refugiado en su despacho, su sancta sanctorum, para estudiar documentos de mayores o a saber qué. No teníamos televisor, porque entre las muchas restricciones impuestas por él figuraba expresamente esa. Paradójicamente, al final de su vida se convirtió en un adicto televisivo. Una contradicción más de las muchas de su conducta.

Fingí durante unos cuantos años más mi creencia mágica. Mi madre, que no era precisamente tonta, se daba perfectamente cuenta de que el niño que era yo se resistía a romper la burbuja y poner fin al misterio infantil. No me atrevería a concluir que fuera una conducta poco honrada, poco elegante. ¿Qué importaba dónde estaba la verdad o la mentira? ¿Qué mal hacía yo? Lo mollar y sustancial era poder seguir recibiendo presentes de esos extraños personajes, que siempre se acordaban de mí, que tenían el detalle de regalarme un ordenador, un jersey o lo que fuese a cambio de nada. Y eso que no todas las veces yo me había portado bien y hasta en algunas ocasiones olvidaba dejarles algo de turrón y, ahora sí, cava catalán sin reparar que venían de muy lejos y podían sentirse fatigados.

Pasado ya mucho más tiempo nunca conseguí volver a sentir esa excitación e ilusión de la víspera de Reyes. Más de las veces consideré que era una fiesta que no iba conmigo. Además, solía pasarla por trabajo en algún país donde no se celebraba.

Como este añodemierda20.com, que acabamos de cerrar con el virus de nuevo cometiendo estragos, ha sido tan extraño y tan maldito, esta noche abriré la puerta de la terraza para colocar mis zapatos tras saludar a mi mejor y atractivo vecino, el mar. No deseo nada para mí, pero sí muchas cosas para la gente que quiero, para mi entorno, hasta para los ruidosos vecinos de abajo, y para mis mayores y todos aquellos que han perdido, o a punto de hacerlo, su empleo y hacen cálculos para evitar la indignidad de acudir a las colas del hambre.

Felices Reyes 2021

 

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