Si estamos de acuerdo en aquello de que la política hace extraños compañeros de cama, no es menos cierto que las necrologías hacen extraños compañeros de página. En ese tanatorio de papel que son los obituarios de los periódicos, comparecen los difuntos ilustres y a veces ilustrados casi como los protagonistas de un baile de debutantes, el rigodón de la muerte, al que parece que nadie quiere ser invitado aunque, más pronto o más tarde, todos terminemos concurriendo en él por más que pretextemos insalvable torpeza para seguir el compás de la guadaña.
El periodismo necrológico es todo un género en sí mismo, un arte no sé si menor de la hibridación entre la escritura y las pompas fúnebres en el que hay maestros incontestables, verdaderos especialistas en los sepelios de a folio. Porque tienen su cosa esos enterramientos negro sobre blanco, su tempo y su tensión, pues si nos pasamos en la sobriedad habrá quien piense que teníamos alguna cuenta pendiente con el finado y le escatimamos mezquinamente los elogios en la hora final, y si nos excedemos en el encomio, se tachará la generosidad en el almíbar de fariseísmo sepulcral y contemporizador, y se lo dice alguien con cierta experiencia en esos velatorios de palabras con que despachamos al hoyo a los fiambres de postín para seguir estando al bollo mientras se pueda.
Decía que los obituarios hacen extraños compañeros de página, sorprendentes parejas y hasta tríos en el rito de la despedida en papel prensa. Las Parcas, encargadas de apañar el hilo de la vida de cada mortal, a veces se entretienen mezclando las hebras en los bolillos de la hora del adiós. Y así, el swing bohemio de un músico de jazz puede aparecer del bracete de un severo presidente de consejo de administración cuya mayor frivolidad haya sido presentarse en una reunión de negocios con una corbata de color malva para disimular los reflejos afilados de su dentadura de tiburón. O un filólogo con tanto bagaje intelectual como dioptrías tal vez comparta espacio informativo con una reina de las variedades que haya atesorado en vida tanta sabiduría entre los muslos como el filólogo en su magín conocimientos sobre dialectología histórica.
Alguna vez los muertos con pedigrí se acumulan y hay que hacerles sitio en la fosa palabrera ya tasada. Recuerdo, por ejemplo, que Orson Welles y Yul Brynner murieron el mismo día de 1985 y tuvieron que caber en el mismo envite necrológico pese a la diferencia de tonelaje físico y cinematográfico. Solo habían coincidido, ambos como actores, en La batalla del río Neretva (1969), una coproducción bélica dirigida por el yugoslavo Veljko Vulajic. La prodigiosa ballena blanca del cine y la calva más magnética de la pantalla, por encima de la prusiana de Erich von Stroheim y años luz sobre la del televisivo Telly Savalas, hicieron juntos el postrer paseíllo ante la Prensa.
Hace un par de semanas o así, se produjo uno de esos raros –o tal vez no tanto– emparejamientos en la virtual alfombra roja de los óbitos. Fueron dos personajes de difícil encaje profesional, aunque los dos trabajaran como actores: el sueco Erland Josephson y la barcelonesa Lina Romay. El primero, nacido en 1923, fue uno de los intérpretes predilectos de Ingmar Bergman y está presente en joyas de su obra fílmica como La hora del lobo (1968), Gritos y susurros (1972), Secretos de un matrimonio (1973), Sonata de otoño (1978), Fanny y Alexander (1982) y Saraband (2003), amén de en otros trabajos con cineastas del prestigio de Andrei Tarkovski –Nostalgia (1983) y Sacrificio (1986)– y Theo Angelopoulos –La mirada de Ulises (1995)– por citar un par de ellos.