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“Veinte años no eran nada”. ‘El mono del desencanto’, de Teresa Vilarós, como profecía generacional

Dos figuras marcaron en el pasado mi interés, que luego se ha ido transformando en obsesión hasta hoy, por las sombras de la llamada Transición Española: Joaquim Jordà y Teresa Vilarós. El primero fue maestro, amigo, consejero, una voz siempre inspiradora. La segunda era la autora de una obra que me iluminó desde el primer momento y a lo largo del tiempo: El mono del desencanto: una crítica cultural de la transición española (1973-1993). Con el primero, Jordà, descubrí las primeras grietas de la Transición a través del cine autónomo de los años 70. Luego compartimos el desgarrador proceso de revisión del pasado que fue el documental 20 años no es nada [1]. Sobre la segunda, Teresa Vilarós, tengo hoy la certeza de que efectivamente “20 años no es nada”. Su libro El mono del desencanto sigue siendo hoy, 20 años después de su aparición, muy necesario y, en muchos aspectos, profético.

 

A la hora de empezar a escribir estas líneas trato de imaginarme cómo fue la primera parte de la vida de esa rareza iluminadora, su por qué, su gestación y proceso de escritura. Pero solo me atrevo a compartir mi experiencia personal con la segunda parte de la vida de El mono del desencanto. Es fácil recordar mi encuentro con el libro. 2008. Para entonces yo seguía viviendo en Barcelona y me preparaba para cursar el máster en Teoría crítica y museografía en el MACBA. Su impacto fue inmediato, un descubrimiento. No tanto por su temática sino por su innovación y, sobre todo, por la pulsión interdisciplinar que acompañaba a un gran rigor historiográfico. El libro era una apuesta fuerte, que transitaba entre tinieblas desconocidas para muchos en España –de los estudios culturales a la crítica a la biopolítica, pasando por el psicoanálisis– [2]. El legado sería tanto una aproximación epistemológica novedosa como la reivindicación de una problemática ocultada. Nos advertía, adelantándose a futuras olas de crítica historiográfica del periodo, de un problema latente pero no central por aquel entonces: la crítica al vacío, sobre todo político, pero también cultural, de la Transición Española que solo otro heterodoxo, Eduardo Subirats, había ya apuntado en los años 90 (Después de la lluvia: sobre la ambigua modernidad española, 1993). Además, el libro era una mezcla de pasión, valentía y afectos en que resonaban las muertes y tragedias de una generación silenciada. Todo ello frente a la profesión casi religiosa que ejercía un cierto historicismo peninsular comandado por las grandes voces de un régimen, el hegemónico, que precisamente El mono muy sutilmente trataba de señalar como el autor de una cierta hegemonía cultural incuestionable. En definitiva, todo lo que vino después de la Transición.

 

Vilarós se acercaba a un periodo no muy lejano trayendo una mochila cargada de conceptos que a algunos nos parecían remotos –el posmodernismo de Fredric Jameson y Jean-François Lyotard, el psicoanálisis entonces en boga en la academia norteamericana, la poderosa huella de la nueva écriture féminine de Julia Kristeva, Hélène Cixous o Luce Irigaray y, por supuesto, la siempre osada sombra de Michel Foucault–. Esa mezcla, de efectos casi promiscuos, nos permitió a algunos adentrarnos en nuestra propia historia por la puerta de atrás, con la pasión del arqueólogo que indaga, hurga, en la habitación oscura. Además, el libro nos permitía abrazar la sensibilidad de alguien que no narraba, sino que padecía desde la distancia lo narrado. Así lo confesaba la propia Vilarós: “un esfuerzo personal para llegar a una comprensión del ambiente que por diversas razones yo misma abandoné en 1980 para venir a Estados Unidos” [3]. Así pues, ya desde el principio, la autora incurría en una operación de despiece doble: el de una época (los 70-80) y el de una afectación generacional.

 

Recogiendo el nombre de la mítica película documental de Jaime Chávarri, El desencanto, Vilarós revisaba muy atinadamente los entresijos de una época sin hacer un libro sobre la España de la Transición. El libro sería más bien la confesión de un deseo de vivir diferente –ejemplificada en esa Barcelona atrevida y pendenciera que protagoniza algunas partes del libro– y la fiscalización de una gran fábula nacional. Personajes tanto de ficción como encarnados, tramas y espacios dan a su narración un valor de autenticidad y singularidad poco comunes. Tal vez por ello, y con el posible añadido de una propia relación de duelo con Barcelona, los capítulos que enseguida me atraparon fueron los dedicados a la Barcelona charnega y mestiza de Marsé y Vázquez-Montalbán (capítulo 2, ‘El primer mono’) y a las plumas de Ocaña, Mariscal, Gallardo, Sisa y, sobre todo, Nazario (capítulo 4, ‘El tercer mono’), algunos de los cuales me acompañarían durante mis años de investigación en el MACBA y en los Estados Unidos.

 

No solo en los casos de estudio radicaba la novedad del libro. Al tercer mono, referido brevemente antes, se le añadía un cuarto (‘La España infectada’) como formas de desbordar las tradicionales disciplinas de investigación del hispanismo norteamericano: la literatura y el cine. En ‘Plumas’, Vilarós articulaba una sugerente lectura de la Transición como un espacio multi-capa, armado a base de diferentes “envoltorios”, cada uno de los cuales a su manera se presentaba cómplice de un gran secreto custodiado: el pasado. Esos envoltorios, claro, usarían diferentes pieles: unos, el consenso; otros, el olvido [4]. Se trataba, al fin y al cabo, de apostar por el mal menor.

 

No solo nos encontrábamos ideas novedosas; también lecturas incómodas. Pongamos ejemplos. Señalar a Almodóvar como figura representativa de un impulso a la vez acelerador y banalizador, que pasaba página a la represión del pasado de la misma forma que el yonqui niega la adicción a la sustancia que le condena al ‘mono’, es un movimiento que aún hoy es difícil de hacer públicamente. La pluma se alza, pues, como figura metafórica de la Transición mediante el doble sentido. La pluma es apertura a nuevas identidades sexuales, pero también la forma del fantasma del pasado –una especie de hauntología visible, de capa fina pero sinuosa y de vuelo fácil. Vilarós define este caminar superfluo como una tercera vía, que escapa tanto de la vía discursiva oficial –la que reclama consenso– como de las posiciones críticas más ortodoxas. La pluma, que traza un recorrido entre “el placer, la muerte y lo sagrado” [5], es la Movida de los inicios –Almodóvar, Alaska, Costus, Macnamara o Berlanga– y también el underground barcelonés que unos años antes había reunido a figuras plumeras como Nazario, Ocaña, Camilo, Ventura Pons, Sisa, Gato Pérez, Gallardo o el Mariscal de antes de Cobi.

 

Hoy, 20 años después, casi todos estamos de acuerdo que se glorificaron en exceso esos fenómenos. Pero nos falta articular por qué eso sigue sucediendo aún hoy –y pienso en la admiración que estos movimientos suscitan entre nuestros estudiantes en Estados Unidos–. Vilarós, una vez más, nos ofrecía algunas pistas, que yo sintetizaría en la perfecta metáfora de la heroína como viaje a la vez de placer y destrucción. Esto es, justamente, la tercera vía de la Transición. Llegados a este punto, sin embargo, me quedo con la duda de dónde quedó la que me atrevo a describir como la cuarta Transición: la anónima, obrera, secreta, clandestina, periférica, de los barrios ajenos a la vanguardia artística de los distritos malditos de Barcelona y Madrid. Sería tal vez la Transición de la España de las periferias –que no la España periférica.

 

Si bien Vilarós se despedía con el cuarto mono de ‘La España infectada’, tal vez hoy podamos reivindicar ese capítulo como la hipótesis central del libro. ‘La España infectada’ desvela un país que vivía entre dos narrativas –la visible y la invisible–, ansioso por desinfectar y purificar los rastros de la vida no normativa que en aquellos años 80 tenía nombre de epidemia: el SIDA. Recordándonos las diferencias con la estrategia ante el SIDA en Estados Unidos –donde se entendía como una enfermedad que había que tratar y cuidar–, Vilarós denuncia cómo en España el SIDA representó una infección maldita, metáfora perfecta de una fatalidad crónica que acompaña la historia de España: la fatalidad del monstruo indecible, bicéfalo, que Vilarós describió como “el viejo cuerpo doble español”. Se trabaja de un cuerpo social y político que tanto podía sentirse “arrebatado con Teresa de Ávila o Juan de la Cruz, o [que] desciende al infierno de la Inquisición, se mutila en la expulsión de judíos y árabes y se encorseta en el Imperio de Felipe II, se desangra en guerras civiles y se recompone en sus posguerras” [6].

 

Se nos estaba advirtiendo, pues, que los márgenes eran y seguirían siendo el espacio del sujeto “infectado”, empujado” a la cuarentena” por el cuerpo sano, heroico y hegemónico tanto en la política como en la cultura, la identidad sexual o incluso la racial –y ahí estarían las escrituras infecciosas de Juan Goytisolo, Eduardo Haro Ibars, Ana Rossetti, Leopoldo María Panero o Nazario. Ese cuerpo infectado, incluso infecto, se encarnaría en múltiples formas de monstruosidad: el yonqui, el esquizo, el pervertido, el místico, el poseso de Arrebato (Zulueta, 1978) o incluso la familia paranoica de El desencanto (Chávarri, 1976). Todas ellas, figuras out of joint, explicarían según Vilarós un deseo generacional: “El cuerpo nos pedía salvajemente su retorno a la vez que salvajemente también lo reprimía; y aunque el monstruo en sí permaneció retraído y silencioso, secreto, nos cargó con un largo y desgarrado grito de abstinencia representado aquí como el Gran Mono de la transición” [7].

 

Para finalizar, querría apuntar que el libro se dirige hacia dos formas de recepción. Por un lado, la personal e intransferible [8]. En lo que me a mí me concierne, el libro representó el vestigio, y también herida, de una época frustrada y llena de energías desvanecidas [9]. El eco, en forma de reverberación, que el libro tuvo para una generación nueva, más joven, puede ser hoy equiparado al efecto de retorno que el periodo de la Transición empieza a tener para la necesaria lectura del tiempo actual, tan lleno de utopías por abrazar como de desengaños ya analizar. Al fin, pues, el libro resulta ser un espejo de donde aprender para, tal vez, evitar futuros monos que nos despisten del camino por donde transcurre la historia.

 

Pero a la vez el libro se dirige a un sujeto colectivo, con espíritu crítico, advirtiéndole de una recurrencia histórica, de una losa nacional: “desde el siglo XVI hasta la muerte del general Franco en 1975 cualquier sistema político o cultural en España habrá de enfrentarse de una manera u otra al trazo dejado por la vertical, monolítica y espiritualmente rígida estructura de la católica España imperial” [10]. En un momento de alarma social como la que vive España en la actualidad, inmersa en una escalada represiva y de retroceso de las libertades individuales y colectivas, que sospecha y persigue el derecho a la discrepancia, debemos reivindicar el sentido de ejemplaridad que el libro supuso e imponérnoslo a los que hoy pensamos el iberismo.

 

Hay que estar alerta de cualquier nuevo retorno de la pulsión castigadora, imperialista y totalizadora que la nación española viene expresando a lo largo de los siglos. Asimismo, debemos retornar a los “cuerpos infectados”, ahora los de nuestro tiempo, para de esta forma seguir aprendiendo estéticamente y pensando políticamente.

 

 

 

 

Notas:

 

[1] Nos referimos a la película documental de Joaquín Jordà Veinte años no es nada (2004). Como su título indica, la obra es la continuación –en forma de reencuentro de los personajes más de 20 años después– del gran referente del cine autónomo español Numax Presenta (1980), en la que se filmaba el proceso por el cual los trabajadores de la fábrica de electrodomésticos Numax se hacían cargo de su gestión de la misma. La pieza vivió olvidada hasta que en los años 2000 el propio Jordà se propone recuperar la historia de los personajes que participaron en la película original. En el campo del documental español, las dos películas representan el mejor ejemplo de mirada retrospectiva crítica de la llamada ‘Transición Española’ y el posterior periodo democrático.

[2] En este punto debemos considerar El mono del desencanto una expresión relevante y novedosa en el marco del auge de los Cultural Studies en Estados Unidos durante la década de los años 80 y 90 —y trasladando su hegemonía en el Reino Unido en los años 50 y 60. En ese contexto autoras como Jo Labanyi, Cristina Moreiras o la propia Teresa Vilarós harán sus importantes aportaciones al campo del hispanismo contemporáneo en trabajos que trazan conexiones entre la literatura, el cine, las artes performatives o la música, entre otros. Mientras tanto en el mapa académico español, tal y como recoge la profesora de la Universidad de Zaragoza, Chantal Cornut-Gentille D’Arcy, en Los Estudios Culturales en España: Exploraciones teórico-conceptuales desde el “limite” disciplinar (2013), persiste una gran resistencia a los estudios culturales. La autora denuncia la ausencia de un espacio propio de la cultura española para pensarse a sí misma (la “ausencia de un cuarto”), tomando prestada la metáfora de Virginia Woolf (“a room of one’s own”). 

[3] Vilarós, 23. 

[4] Sin embargo, defiendo que estas formas de envoltorio o custodia –de ausencia o borradura, al fin– no logran el vacío o la desaparición por completo sino lo contrario: la potencia para un futuro resurgir.   

[5] Ibíd., 192. 

[6] Ibíd., 245.

[7] Ibíd., 244.

[8] En este sentido, propongo una lectura de la obra de Vilarós como meta-prosopopeya (Paul de Man, La autobiografía como desfiguración, 1991), en tanto que el texto habla en nombre de ciertos personajes ausentes, evocando sus ideas y valores en la forma de una revisión del periodo marcadamente emocional. Siguiendo a De Man, El mono del desencanto no sería como tal una autobiografía sino un tropo literario que permitiera una recepción o lectura igualmente metafórica.

[9] La herida a la que hago referencia podría ser leída como una nueva expresión generacional de la herida a la que Cristina Moreiras Menor se refiere (Cultura herida: Literatura y cine en la España democrática, 2002); esto es, en tanto que el dolor por un pasado, vivido o no, que no permite a la cultura escapar del trauma original. Reivindico, pues, el efecto de cultura herida no solo en la autoría –como hace Moreiras en su libro– sino también en la recepción –en el lector o espectador.

[10] Ibíd., 257.

 

 

 

Este artículo es el segundo de una serie dedicada a revisar un libro crítico sobre la transición española:

 

Fisura y momento populista. Crítica cultural de la transición española. Relectura de ‘El mono del desencanto’, de Teresa Vilarós, por Gerardo Muñoz

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