Hace 19 años, con la ocasión del inminente primer aniversario de los atentados del 11 de septiembre de 2001, escribí estas palabras:
“Recuerdo haber llorado una sola vez tras los eventos del 11S. Estábamos en octubre. Los rescoldos de las torres todavía echaban humo, y nosotros seguíamos maravillados de que, aunque vivimos tan cerca del epicentro, no hubiéramos perdido a ningún amigo cercano. Nuestras vidas volvían poco a poco a la normalidad, más o menos.
Mi hijo Andrés, de nueve años, trajo del colegio una carta que había recibido de un niño canadiense. Resulta que todos los niños de cuarto año de una escuela de Toronto habían escrito cartas de condolencia y de solidaridad a sus homólogos de la escuela de mis hijos. A Andrés le había tocado una breve carta de un tal Gurbinder.
No recuerdo el contenido exacto de la carta, consistía principalmente en preguntas previsibles y frases hechas de condolencia. Lo que sí recuerdo es que la carta colocaba a mi hijo en el espacio de la víctima; el bienintencionado Gurbinder le invitaba –en realidad le obligaba– a Andrés a ocupar ese triste y poderoso espacio. Y eso es lo que me hizo llorar”.
Casi dos décadas después, sigo intentando descifrar esas lágrimas intempestivas.
* * *
Un país poderoso, convencido de que su forma de vida es la más desarrollada, la más perfecta, la única correcta. Un país persuadido de que sus idiosincrasias son valores universales; que su hora es la hora; su lengua, la lengua; su pan, el pan; su divisa, la divisa. Un país que afirma sin rubor que su proyecto político es un experimento diseñado y realizado por nada menos que la Divina Providencia. ¿Qué puede haber más peligroso que eso?
Pues, ese mismo país, creyéndose víctima.
Y a veinte años vista, diría que el legado geopolítico y humano más significativo del once de septiembre consiste en que a partir de ese negro día, Estados Unidos, el país que describo arriba, pudo invocar, y con evidencia espectacular e incontrovertible, el estatus de víctima.
“Nos quieren matar; nos odian”. Las teorías negacionistas o conspiranoicas sobre el once de septiembre son descabelladas, sin duda; pero se suelen asentar sobre un hecho real y palpable: los asesinos que planearon y realizaron el ataque dieron un gran regalo a cierto sector y a cierta visión de Estados Unidos.
“Hay fuerzas que amenazan nuestra forma de vida, nuestro experimento divino”. Porque de ese día en adelante, una política exterior intervencionista, cuasi-imperialista, se podría revestir, de forma mucho más creíble que nunca, de autodefensa y/o de humanitarismo. Una guerra librada, pongamos, para mantener bajo el precio de la gasolina, se podría disfrazar casi de cruzada mesiánica. Y una ciudadanía atemorizada por los atentados en sí, y por su magnificación y distorsión en los medios, estaría más agradecida, más dócil, ante las acciones paternalistas de un estado benevolente que en principio velaba, sobre todo, por su seguridad física y por su way of life. God Bless America.
“Nos rodea la barbarie. No, es mucho peor; la barbarie se nos ha infiltrado, vive entre nosotros, nos acecha desde dentro”. Quizá sea este el legado más nefasto y duradero de este regalo –el don del status de víctima– que hace veinte años unos descerebrados psicópatas entregaron a un país prepotente. La diferencia convertida en arma. Los que no son como nosotros, los que no quieren ser como nosotros, son enemigos en potencia o de facto. Los inmigrantes y refugiados –no importa que en muchos casos hayan sido desplazados en buena medida por las políticas de Estados Unidos y sus aliados– son invasores, amenazas, terroristas.
Pocos días después del atentado, con toda la fuerza de la inocencia ultrajada, respaldado por la empatía de buena parte del mundo, declararía George Bush su inacabada –e inacabable– “guerra contra el terrorismo”, con una definición terrorífica de su enemigo: “o estás con nosotros, o estás con los terroristas”.
Esta guerra sin cuartel y sin fin contra todos los que no estén con nosotros, no acaba, no puede acabar, con la retirada de unas tropas de Afganistán. La guerra es mucho más insidiosa; se ha instalado en el corazón de tantas personas que, gozando de poder y de privilegios, se colocan en el lugar de la víctima.
Y eso es para llorar. No sé por dónde andará Gurbinder estos días, pero mi hijo Andrés, con sus 29 años recién cumplidos, hoy llora conmigo. Lloramos por las 3.000 víctimas reales de aquel nefasto atentado, sí; pero también por los incontables miles de víctimas de la guerra contra el terrorismo, es decir, contra el otro, iniciada hace 20 años, en nombre de un peligroso victimismo prepotente.