Las tradiciones son alienantes, irracionales, totalitarias, enfermizas, endogámicas, adictivas; proporcionan placer inmediato, pero acaban matando. A diferencia de los hábitos, los vicios y las manías, que son acontecimientos estrictamente personales –y con frecuencia estimulantes–, las tradiciones funcionan como autoengaños colectivos. En eso reside su carácter letal.
La tradiciones institucionalizan costumbres del pasado y las convierten en grandes discursos para el presente. Así pueden legitimar públicamente derroches, estupideces y salvajadas. Muy similar a lo que hacen los nacionalismos cuando transforman en instrumento de poder y manipulación algo tan personal e íntimo como el sentimiento de ser de algún sitio.
Las tradiciones son inhibidoras de la imaginación y por tanto del desarrollo. Son el refugio de los simples, la coartada perfecta para quién no es capaz de elaborar un discurso propio, la excusa ideal de los que no encuentran ninguna otra. Un comodín zafio que a menudo se disfraza de arte y cultura, cuando sólo es un reaccionario ejercicio de conservadurismo travestido de gran negocio. Y si no que le pregunten a los que iban a introducir en los Sanfermines de Pamplona los 140 kgs de drogas sintéticas (1 millón de dosis) recientemente requisadas.
Las tradiciones están íntimamente ligadas a la poderosa industria de la Historia y los monumentos. En ella ocupa un lugar clave la UNESCO, una organización borrosa que trafica con el concepto de Patrimonio de la Humanidad. Algo así como las recalificaciones urbanísticas, pero en plan cultural. Alguien decide conceder a algo el título de Patrimonio Mundial de la UNESCO y la cosa dispara su valor turístico. A Sevilla se lo dieron en 1987, pero parece que ahora puede perderlo porque a los vigías no les gusta que se esté construyendo un rascacielos de cristal en la Isla de La Cartuja, a más de kilómetro y medio de la Giralda. Argumentan los guardianes de la cultura que la torre puede provocar un impacto visual negativo –como no sea para los pájaros– sobre el triángulo formado por la catedral, los Reales Alcázares y el Archivo de Indias. Según los santones de Icomos –la consultora de la UNESCO para estos asuntos–, la tragedia se cierne sobre Sevilla, e incluso sobre la propia España. Y es que hay motivos para temer lo peor: en 2009 la ciudad alemana de Dresde fue expulsada de la influyente lista de paraísos monumentales por haberse atrevido a construir un puente. Unos provocadores.
El grotesco episodio de Sevilla ilustra por enésima vez el error de considerar las ciudades como museos de cera, como estructuras anacrónicas criogenizadas en un pasado que se reivindica como identitario. Auténticos chollos para el negocio de lo histórico, pero rémoras insufribles en la construcción de ciudades vivas que reflejen –como han hecho siempre– la vida a la que dan cobijo, con sus luces y sus sombras.
Me da igual si la Torre Cajasol es bonita o fea, si pega o no. Lo único que me importa de ella es que está sucediendo en el presente, que es el resultado de una determinado ahora, como le pasó en su día a la catedral, los Reales Alcázares o el Archivo de Indias.
Debemos permitir que el mundo que vivimos deje sus huellas arquitectónicas, nos agraden o no. Me interesan tanto las viviendas del Pocero en Seseña como el Guggenheim de Bilbao, Polaris World o la Casa Tuperware. Todos forman parte de lo mismo y en eso reside su interés. Son edificios hechos ahora. No entro en sus razones, no los juzgo, simplemente han sucedido. La única arquitectura verdadera es la inevitable.
Los avances de la humanidad están ligados a la superación de las tradiciones. Tenemos la obligación de asumir los cambios y actuar en consecuencia, relegando nuestras ataduras con el pasado al ámbito de lo histórico o de lo privado. Los esfuerzos colectivos deben emplearse íntegramente en imaginar y construir un futuro nuevo y mejor para todos, no en dar vueltas una y otra vez sobre los rastros de lo mismo.