En algunas zonas de Madrid están floreciendo grúas. Como si, en una suerte de primavera obscena, el monstruo que nos devoró despertara de seis inviernos de letargo para planificar otra carnicería. Allí están de nuevo los grandes carteles con nombres pretenciosos, las perspectivas trucadas, las casetas de obra y la venta sobre plano.
La venta sobre plano no solo ha sido una de las fórmulas mágicas de los pelotazos inmobiliarios españoles sino también la metáfora esencial de una economía basada en la estafa; porque venta sobre plano son también las preferentes de Bankia, los chanchullos de Noos, las donaciones ilegales a partidos a cambio de obras y votar a quien no cumple su programa electoral.
Reconozcamos que el plano está revestido de una cierta condición documental, el plano nunca miente, el plano es algo muy serio. Hasta el cine se ha encargado de crear una cierta mitología del plano. Uno recuerda con gozo las reuniones de ladrones preparando meticulosamente, alrededor del plano, el nuevo golpe al banco o al museo, o a los equipos de rescate estudiando el plano del edificio tomado por secuestradores o en llamas, o a los espías y sus robos de planos secretos. Es como si los planos no admitieran ficciones; el plano es la verdad.
Incluso ahora, con toda la superficie de la Tierra objetivamente medida, nombrada y visualizada por el ojo vertical de los satélites, con los escáneres tridimensionales, con las aplicaciones móviles de medición y dibujo in situ, con la alta definición, el lacónico y aséptico plano sigue manteniendo esa cualidad inapelable, científica, notarial, que en el caso del horror se vuelve estremecedora. El plano es anterior al objeto, nos demuestra que aquello fue algo intencionado, estudiado, meticulosamente concebido, fruto de una matemática terrible y premeditada. Los planos de un campo de concentración, de una cárcel, de una silla eléctrica, de un cañón, normalizan el sufrimiento y la destrucción porque implican la conveniencia de que algo así sea construido. Impresiona mucho más un plano de proyecto de Auschwitz, de Guantánamo o de la bomba atómica, que cualquiera de sus imágenes.
Quizás eso lo sabían bien los abolicionistas británicos que en 1788 decidieron publicar los detallados planos de distribución de carga de un buque dedicado al comercio de esclavos, el Brookes. El famoso documento —que no solo tiene valor histórico sino que también se estudia en escuelas de visualización de datos— consta de dos plantas generales, dos plantas de detalle, dos secciones transversales y una sección longitudinal. En ellas, y acompañadas de texto y leyendas, se muestra con precisión la forma de ubicar a los esclavos para aprovechar mejor el espacio y cumplir las exigencias de la Regulated Slave Trade Act de 1788: espacios de 1,80 x 0,41 m. para hombres, 1,78 x 0,41 m. para mujeres y 1,5 x 0,36 m. para niños. La naturalidad oficial y aséptica con la que se presentaba semejante crueldad, hizo más para sensibilizar a la gente sobre el tema que cualquier dibujo o pintura, por más emotivos que fueran. Si quieren profundizar en el asunto, hay un estupendo artículo aquí. Mientras tanto, les dejo los dibujos: