Es cierto que el presente, como escribió Jankélévitch, nos invita al olvido de las cosas pasadas. Pero de ahí no cabe deducir sin más que no hay necesidad de acudir en ayuda del presente por el hecho de que siempre está ahí. Hay un sentido al menos en que dedicarse a lo que fue ofrece más ventajas que referirse a lo que está siendo. Habrá ocasiones en que será preciso rescatar el presente del acoso del pasado: precisamente cada vez que nos invite al olvido de las cosas presentes.
El mal que ya fue (y siempre que no quede demasiado lejano en el tiempo) puede estar más documentado y, por ello mismo, aparecer más completo y cerrado. En cambio, el mal que transcurre en la actualidad, dado su carácter de proceso todavía abierto, sólo puede dar lugar a un conocimiento por fuerza fragmentario, parcial e incompleto. Más todavía, ese daño actual nos ofrece una escapatoria, porque nos permite aún suponerlo fruto de la causalidad o permanecer a merced de múltiples variables más o menos probables. Al estar en movimiento, siempre pueden cambiar las tornas, variar su dirección y afectarnos de modos inesperados. El horror y el atropello que están sucediendo pueden cometerse sin el concurso de uno mismo y con uno mismo a la vez, estando presentes y al mismo tiempo ausentes. Por esta su condición de algo literalmente indefinido, el daño presente se caracteriza por una cierta opacidad. La «excesiva» presencia del presente, su peso e inmediatez aplastantes, son la causa de esa oscuridad relativa. Esa presencia es la que impide ver, calcular y sobre todo enjuiciar el mal; o, al menos, hacer todo eso con el sosiego conveniente, con la objetividad justa y sin miedo.
Por otra parte, el mal pasado siempre nos resulta más ajeno, y ello aunque se refiera a nuestros antecesores más próximos y, por ello mismo, aun cuando fuéramos sus víctimas en segundo grado. Siendo un daño potencialmente objetivable de una vez por todas, también de él se derivan unas responsabilidades más o menos precisables. Pero el caso es que ahora ya no hay ejecutores ni víctimas (salvo los descendientes de los ejecutores y víctimas propiamente dichas), sino tan sólo testigos o, mejor dicho, una especie de testigos indirectos o de segundo grado. En fin, que se trata de dos daños, y en correspondencia, de dos responsabilidades y de otras tantas tareas de naturaleza incomparable. No puede parangonarse el daño que ya ha sido, aunque fuera muy superior por su cualidad o cantidad, del que está siendo, porque uno y otro nos interpelan de modo muy diferente. Debemos salvar la memoria en el caso del pasado, salvar la vida o la dignidad en el caso del presente; la conciencia nos encomienda recordar el daño pasado, pero oponernos al mal actual para impedirlo o mitigarlo.
En resumidas cuentas, es más fácil enfrentarse al daño pasado que al presente. Igual que estamos mejor dispuestos a censurar a los malhechores de otros tiempos que a los de los nuestros, porque «siempre resulta más cómodo defender a un muerto que a un vivo impopular» (S. Zweig). Puestos a medir sus riesgos, más se corren oponiéndose a las injusticias del presente y a sus protagonistas, que pueden hacerme daño, que a las del pretérito, cuyos descendientes por lo general carecen ya de todo poder o no hacen casus belli de aquello. Como privilegiemos el pasado, los ciudadanos de hoy saldríamos beneficiados en nuestra tranquilidad: los males de ayer no nos hacen demasiado daño y los de mañana que ahora podamos estar incubando se dejan a cargo de los ciudadanos venideros.