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Mientras tantoVentanas nunca vistas

Ventanas nunca vistas


El día que Toni Monné visitó en compañía de su madre y de su tío el viejo hogar del abuelo Antoni Campañà antes de que lo derribaran, el tiempo se detuvo. No solo porque era la última vez que pisaba aquella casa y la mirada se enlentece sobre cada objeto, sino porque al llegar al garaje dieron con un tesoro.

Era 2018. Hacía treinta años que el fotógrafo Antoni Campañà había muerto. Ocultas en dos cajas rojas, miles de fotografías inéditas de la Guerra Civil estuvieron a punto de desaparecer para siempre. Nadie sabía nada. De hecho, cuando en la familia preguntaban si el abuelo Antoni había tomado alguna foto entre 1936 y 1939 siempre se decía que no. No porque durante aquel tiempo se dedicó a conducir coches del Ejército del Aire republicano. Y sin embargo, en aquel garaje, en aquellas cajas rojas, en aquella casa que estaba a punto de ser derruida, se hallaba la verdadera respuesta.

«Cada imagen era como una ventana nunca vista», pensó el periodista de La Vanguardia Plàcid Garcia-Planas mientras se sumergía en aquellos cinco mil retratos que abrían una nueva mirada sobre la Guerra Civil. Toni Monné y su tío habían contactado con Garcia-Planas para revelarle el trascendente descubrimiento. Porque esta vez, aunque una imagen vale más que mil palabras, aquellas fotografías de Campañà necesitaban más de mil palabras para explicar tantos porqués. ¿Por qué tanto tiempo escondidas? ¿Por qué su autor nunca quiso ensañarlas a nadie? ¿Por qué incluso estuvieron al borde de desaparecer para siempre?

En tales incógnitas se centra el documental La caja roja. La guerra infinita de Antoni Campañà, de Garcia-Planas, Arnau González y el propio Toni Monné. Producido por Filmsnomades en colaboración con TV3 y TVE, se estrenó el pasado domingo 14 de noviembre en Imprescindibles, en La 2 de Televisión Española. Sin duda, un intenso viaje en el tiempo. Y es que, como dirá García-Planas, «si hay una máquina del tiempo, es la máquina de fotografiar».

Además, el documental retrata la vida de un hombre de vocación artística que solía decir que «sus arrugas se debían a las muecas de cuando de joven hacía teatro». Sin embargo, Toni Monné interpreta que aquellas arrugas de su abuelo podrían deberse quizás a otros motivos bien distintos: la visión de la guerra o las lágrimas por aquel hijo que perdió más tarde, siendo todavía un niño, y al que también había fotografiado cientos de veces y cuyas imágenes permanecieron ocultas. Acaso quiso hacer desaparecer todo lo que reviviera de nuevo el dolor. Al estilo poético y fieramente humano del Umbral de Mortal y rosa, Campañà llegó a expresar que «nunca más se le volvería a morir un hijo». Y por esa alta promesa se impuso la responsabilidad de mantener la alegría y la sonrisa en la casa y en la familia.

Tan escarmentado quedó que ya no retrataría jamás el terror, la miseria, el caos, la destrucción, sino los placeres amables y populares del momento: el deporte, los coches (fue el fotógrafo oficial de la Seat), las postales en color de la España de sol y playa que realizaría junto a su amigo Puig Ferrán, fotógrafo que también había inmortalizado aquella Barcelona en sombra de la guerra. Pero ahora estaban recreándose en los plácidos amaneceres azules y en las bellas tardes violáceas y ocres mediterráneas, quizá como antídoto contrapuesto que les hiciera olvidar la grisienta estampa bélica de años atrás.

Ya antes de que estallara la contienda, Antoni Campañà (1906-1989) buscaba la belleza y el arte a través de la cámara. En los felices años veinte procuraba el mejor plano, el ángulo inédito, el enfoque distinto. Ganaba concursos internacionales de fotografía artística. En 1936 fue reportero gráfico de fiestas folclóricas en Cataluña, eventos deportivos y viajó a Andalucía para inmortalizar la Semana Santa. Quién le iba a decir que ese mismo verano estaría retratando en Barcelona iglesias quemadas, tallas de santos y Cristos y Vírgenes decapitados o destrozados por la metralla, ataúdes abiertos y antiguos cadáveres a las puertas de los templos que llamaban la atención de un público que hacía cola para verlos de cerca. Una fotografía que captaba la proximidad sin precedentes entre los vivos y los muertos. «Él no va a la guerra. Es la guerra la que va hacia él, hacia su cámara, hacia su mirada», dice Garcia-Planas, quien añade que, a diferencia de su etapa previa más artística, acaso sean estas las más bellas muestras de la obra de Campañà. «Porque son las que más verdad tienen».

Y la verdad es el dolor. El dolor universal de la gente civil y sencilla que se ve envuelta, atrapada, en el extremo y la violencia, en la muerte a plena luz del día. Fotos estremecedoras y enternecedoras, como una madre quitándole los piojos a su hijo; una cola para comprar tabaco y un hombre que sonríe misteriosamente a la cámara; dos mujeres que resisten en el portal de una casa y de una calle bombardeadas; otra mujer rebuscando entre ropones y escombros. Esas mujeres que han librado batallas cotidianas abjurando de la melancolía paralizante y recomponiendo la vida del país en busca de lo que fuera para comenzar a hacer camino. O esa otra foto ya al final de la guerra: en mitad del silencio y de la nada, un coche del ejército del aire (como los que Campañà conducía), abandonado, sin neumáticos, en un prado del Ampurdán, como un bisonte enorme descomponiéndose poco a poco en la tierra árida de la frontera. Un coche en el que pudo ir él. ¿Qué debió sentir al hacer clic?

Campañà reflejó la euforia y la ilusión, la exaltación de unos y de otros. «Era el propio país retratándose a sí mismo», como dice Garcia-Planas. Su equidistancia suscita gran interés en la pieza audiovisual, donde se plantea si le pudo llegar a complicar a la hora de digerir toda aquella experiencia traumática. Quién sabe. El caso es que, escondiendo aquellas imágenes, al menos ya no servirían para que ni unos ni otros se las apropiaran. Decidió permanecer en la más pura y oscarwilderiana inutilidad del arte. Y que «el pie definitivo de cualquier foto lo ponga el tiempo. El paso del tiempo».

Junto a Garcia-Planas, Toni Monné y su tío, el documental se completa con voces expertas en la fotografía y en la historia para revelarnos desde todos los ángulos la foto más poliédrica de Antoni Campañà. Un hombre que encuadró todo un siglo de luces y sombras. Un hombre que siempre buscó abrirles camino a la belleza y al arte, y se alejó empedernidamente del negativo de la vida. Y fiel a esa consigna llegó a sus últimos tiempos, cuando decía, entre lírico y ascético, que huía a la montaña del mundanal ruido para esquiar y retirarse de la polución urbana. Feliz en la nieve. Es decir, en lo blanco, lo inmaculado, lo puro. Lo fotogénico.

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