Denostado a derecha e izquierda, y entre sus propias filas, los historiadores coinciden en catalogarlo hoy como “el hombre exacto en el lugar exacto”. “Chaquetero”, “chuletón de Ávila”, “tahúr del Mississipi”…, ninguna perífrasis caló tanto como su “puedo prometer y prometo”. A Felipe González (que fue primer ministro entre 1982 y 1996) sus propios ministros le llamaban El Gran Timonel por su férreo liderazgo, y es justo reconocer que, tras su larguísimo mandato, gozó post-mortem (aviso: en sentido figurado) de un cierto predicamento carismático. Sin embargo, su tentación de injerencia en los asuntos de su nunca electo Zapatero, revalidada por los zarpazos a su repudiado Pedro Sánchez, le han postrado en un Júpiter tonante de dibujos animados. No llega, desde luego, al patetismo de José María Aznar (que ocupó el mismo cargo que González entre 1996 y 2004), un Saturno devorando a su hijo, hasta perder del todo el carisma que nunca tuvo; es hoy el castellano viejo extraviado en un juego de tronos de gallegos, de Franco a Rajoy, a quien puso a dedo y le salió rana, y ni siquiera el afeitado de su bigote le permitió liberarse del mote de führercito que le puso otro de la misma procedencia, Fidel Castro. José Luis Rodríguez Zapatero (2004-2011), por su parte, logró zafarse de su condición de bambi del Coto de Doñana de González, pero se empeñó en dilapidar el caudal simbólico acumulado en su primera legislatura con los juegos malabares y despropósitos de la segunda, mientras que Mariano Rajoy (2011- ) hace ya mucho tiempo que posee el carisma de un póstumo en vida…
En este desorden de cosas no parece difícil que Adolfo Suárez (1977-1981), con el más breve y alpinista de los mandatos, siga ostentando el mayor carisma expresidencial de la viuda España. Minado desde dentro por su entorno más inmediato, en la incipiente y ardua Transición, le honra ser no sólo el primero sino el único presidente dimisionario; y lo acometió, además, con una elegancia de crupier, ese quitarse de en medio, cortando por lo sano con una de las más testarudas inercias del alma política de este país: la concepción patrimonialista del poder. Alfonso Guerra lo llamó “tahúr del Mississipi”, lo que suena a candorosa caricatura, rememorada 40 años después, en medio de las riadas de políticos corruptos. Sus propios correligionarios –por llamar así a aquella jaula de grillos heterogéneos, unidos sólo por el uniforme gris marengo y los nudos de corbata tan anchos como las patillas, con la que hubo de lidiar– le fueron serruchando, a su paso, la moqueta, con cruzadas conspiraciones hasta en los mármoles de los urinarios… Indiscutiblemente telegénico, una cualidad reforzada por su conocimiento del medio, tras su cargo al frente de aquel Ente en blanco y negro, él se parapetaba en su famosa y elíptica muletilla “puedo prometer y prometo”. Por su veloz blanqueo de la camisa azul, la derechona lo llamó “chaquetero”, y por su flema impertérrita y galanura, del otro lado le llamaban “el chuletón de Ávila”… Pero él lo resolvía mirando fijamente a cámara, consciente de la vigilancia predilecta de las telespectadoras, a quienes en política se les acababa de quitar los dos rombos. Y a Dios rogando, y hasta despistando, con esa letanía de la promesa, iba también con el mazo dando, en su duro vía crucis. Pues aquel 15 de junio de 1977 fue sólo la punta de iceberg de uno de los años más activos y convulsos de la Transición. Se inició, en enero, con la matanza de los abogados laboralistas de Atocha por pistoleros de la extrema derecha, y se cerró con los flamantes y ahora tan invocados Pactos de la Moncloa, en octubre. Y, además, en aquel año que corría hace 40 años, legalizó, en primavera, los partidos políticos y los sindicatos, incluido el Partido Comunista, con formidable cabreo de los militares. Y, miren por dónde, en octubre restableció la Generalitat de Catalunya, trayéndose del exilio al megasimbólico Josep Tarradellas.
Con todo, aquel duque que fumaba Ducados –o que, más bien, se los comía, junto al alimento austero de su cotidiana tortilla a la francesa viuda–, constituyó una especie de one man´s party. Al punto de que las siglas de su segundo partido, el fracasado CDS (Centro Democrático y Social), se traducían, en la inventiva popular, como Casa de Suárez… Ningún otro presidente de la democracia española ha padecido tan literalmente como él el viejo chiste inglés de los tories y los lories, cuyos escaños se encuentran enfrentados en la disposición de la Cámara británica: que, cuando se le preguntaba al líder de los unos por sus enemigos de enfrente, responde: “No. Ahí sólo están mis adversarios. Mis enemigos se encuentran aquí detrás, en mi partido…”.
“Siempre he querido que, si me equivocara, al menos me equivocara solo”, me reveló en una entrevista del verano de 1986, en Lanzarote, tras un reciente descalabro del CDS, para ponderar también: “me encontraba balanceándome sobre un alambre de aceite, con enorme riesgo de caer por la izquierda o por la derecha, y tanta atención puse para no hacerlo que terminé cayéndome por el centro, que es por donde hay menos protección y más duele”. Hasta qué punto el eslogan de su partido, El valor del centro, encubría una cita subliminal, justamente, al valor mostrado la noche del 23-F, cuando, en estricta soledad –junto a Gutiérrez Mellado–, desoyó el temible imperativo tejeriano “¡Todo-el-mundo-al-suelo!”, y permaneció incólume, como una sombra quijotesca, en su escaño. “Contra el criterio de mis asesores de imagen, me he negado sistemáticamente a utilizar la célebre fotografía del Congreso con fines de propaganda electoral. No me parecería ético”, señaló.
Se notaba que era muy consciente del poder seductor de su sonrisa de media luna, que, con suma destreza, de pronto, hacía oscilar hasta el cuarto menguante de la circunspección más taciturna, cuando hablaba de asuntos graves (“Si en algo he sido intransigente es en mi convencimiento de que el Ejército debe subordinarse a las necesidades españolas, y no al revés”, afirmaba), y, de pronto, la acrecentaba hasta la luna llena, con sonrisa de Colgate total, bajo la tensa vena del entrecejo y la nariz aguileña, y, zas, un empático golpe en la espalda al interlocutor, cuando le tocaba atajar preguntas en exceso personales o frívolas. “Creo que se exagera con eso de que mi partido acapara el voto femenino. Si tuviese un fundamento sociológico habría ganado las elecciones, pues las mujeres son mayoría entre los votantes”. También dijo algo que, escuchado desde hoy, suena casi a profecía: “Es necesario hacerle frente al riesgo del bipartidismo unívoco, que es producto de la patología de la simplificación que se introdujo en el 82”. Y resulta, asimismo, convincente su percepción: “yo sigo estando donde me encontraba al comienzo de la Transición. Son los otros los que forman un decorado móvil que cambia su aspecto; la izquierda se derechiza y la derecha cambia de postura, según las circunstancias. Todo eso escapa a mi control, mientras que, por mi parte, continúo en el centro progresista que siempre he defendido y que, en la medida de lo posible, comencé a cumplir cuando era presidente del Gobierno”.
Resulta difícil no coincidir con el historiador Juan Pablo Fusi en que, con todo –pese a cierta ingravidez del personaje, o acaso por eso mismo–, Adolfo Suárez fue “el hombre exacto en el lugar exacto” para la Transición. Le honra, como apuntábamos, esa cualidad que, por desgracia, encarna todavía en rigurosa soledad: una acción que cada vez ha resultado más y más inaudita: ante las adversidades, dimitir. Pero antes supo, sin duda, hacer gala de pies de plomo con los zapatos llenos de gravilla, y conservar la cabeza fría frente al sable de Damocles que lo vigilaba, hasta que lo puso, finalmente, entre la pistola y la pared, en el mismísimo hemiciclo, la noche del 23 de febrero de 1981. Luego le llegó la enfermedad de la desmemoria. Y hoy nadie discute su merecido reclamo por la megafonía de Madrid-Barajas, donde sigue contribuyendo, desde el más allá, a propalar la confianza entre el pasaje, con su poder prometer y prometer que los vuelos salgan en hora.
Antonio Puente (Las Palmas de Gran Canaria, 1961) es escritor, periodista y crítico literario. Escribe en los diarios La Razón y La Provincia, y en diversas etapas ha colaborado con El País y ABC. Es autor de ensayos como Poesía y posmodernidad y Crítica de la razón comunicativa, y de poemarios como Contraluz o el mar liquida su comercio, Agua por señas, Sofá de arena y Ojos de garza. En la actualidad es director de Comunicación de la Fundación de Arte y Pensamiento Martín Chirino, en Las Palmas. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Salvador Pániker: el tao en la alfombra roja, Archipiélago portátil. De la ‘Utopía’ de Tomás Moro a la muerte de Fidel Castro desde el mirador canario y La devaluación de la muerte: entre el ‘pijama de madera’ y el cenicero.