En los balcones se han congregado desde esta mañana muchos de mis vecinos, enarbolando banderas rojigualdas, golpeando cacerolas y profiriendo gritos muy dispares. Uno sobresale del resto: «¡¡Este partido lo ganamos pese a ellos. Ascendemos a la Uno!!». Es un espectáculo surrealista y berlanguiano: pancartas chistosas, retratos de jugadores de los tiempos gloriosos del Málaga, imágenes de tronos de la Semana Santa, de Chiquito de la Calzada y hasta de Antonio Banderas, lo cual me sorprende porque, digamos, no es de la cuerda.
Todo vale en esta jornada loca, soleada, expectante, con los transistores a todo meter avisando que en pocos momentos el taciturno ministro de Sanidad anunciará los resultados de la Operación Coronavirus. Los enterados, especialmente uno de la Escalera C, que siempre que abre la boca tiemblan los cimientos de este peculiar semicircular edificio construido en los setenta frente al mar, aseguran que «pasamos» y que «Madrid y Barcelona, van a la prórroga».
Yo no entiendo mucho sobre esto de las fases, si bien el conserje me explica que es de gran importancia para el comercio y los bares, y para que podamos reunirnos un máximo de diez amiguetes en una casa. Con lo cenizo que soy me planteo si tendré poder de convocatoria para invitar a tantos humanos a la cueva o si se apiadarán de mí y me llegará una invitación para tomar una ensaladilla malagueña en el piso de alguno de ellos. Seguro que sí, espero que sí. Cruzo los dedos para que así sea. Si no me pondré triste, mustio y melancólico y tendré que soportar los dardos de McFarlane, el psicoanalista jamaicano, que está siempre con la escopeta cargada para reprobar mis lamentos. Y tiene razón el bueno de Joseph-Marie.
En cualquier caso, como el barullo y el ruido no casan con mi personalidad huraña me retiro provisionalmente al dormitorio. Ya consultaré más tarde en internet los resultados de la Operación Coronavirus. Quién o quiénes son los miembros del jurado del concurso es algo que preocupa e inquieta muchísimo a la oposición, a los medios y a la ciudadanía en general. Sin duda debe de ser importante, pero en mi equidistancia incurable no he tenido nunca muchas ganas de averiguarlo. Lo siento. El conducator y sus adláteres esquivan la pregunta cada vez que los periodistas la formulan y argumentan que no desean poner bajo presión a los componentes.
Ayer tuve ataques de ansiedad después de mi indebido curioseo de la agenda de trabajo de los roedores investigadores de la Columbia University. Yo no sé mentir. Se me nota en la cara cuando intento engañar. Tartamudeo, sudo y carraspeo más de la cuenta. Temí que cuando los viera en el salón descubrirían mi acción e incluso se vengarían abalanzándose contra mí causándome la muerte. Un final pavoroso, que alguna vez está en mis pesadillas: destrozado a mordiscos por ratas salvajes.
Pero nada de eso ocurrió, porque mi mundo interior no coincide desde hace mucho tiempo con el mundo exterior. Es decir, si yo veo a un individuo que se acerca a mí temo a veces que viene con intención de agredir y me pongo en guardia cuando simplemente lo que quiere es preguntarme el nombre de una calle o si tengo fuego. Fuego sí tengo, pero de otra clase, estoy a punto de responder. «No dudo que usted sea inteligente, pero los análisis que hace sobre la gente son no pocas veces erróneos», ha subrayado en más de una ocasión McFarlane, diría que hasta con un punto de guasa.
«Hola, Mr Bosco, ¿cómo le va la vida?», me saludó ayer a primera hora de la tarde Freddy, la rata líder. Pulcra y enfundada en una camiseta gris con el logotipo de la Columbia University y unos chinos ajustados oscuros parecía estar de buen humor después de unas horas de descanso. Al tiempo que decía eso echó una mirada a la mesa donde estaba la diminuta pero abultada agenda de datos que los roedores habían olvidado, o quién sabe si dejado aposta, la noche anterior. Se dirigió ágilmente con tres o cuatro saltitos hacia el lugar y la agarró con las patas delanteras. «Menos mal. Aquí está. Pensé que nuestras crías, siempre tan traviesas y juguetonas, la hubiesen destrozado a mordiscos».
Yo empecé a ponerme nervioso porque hubo un silencio de unos treinta segundos. Traté de disimular mi embarazo con una pregunta, que derivó en una conversación harto peculiar: «¿Dónde están Teby y Abigail?» «En la cama, procreando», sentenció. Confieso que la contestación me desconcertó por completo y me sentí obligado a continuar. «¿Y usted, qué?» «¿Yo, qué? No le entiendo. Explíquese mejor, señor Esteruelas». Me vino el carraspeo: «En fin, quiero decir, ¿no le importa?. Usted es macho, Teby macho y Abigail hembra. No sé…». «Para nada, amigo. Al contrario. Ahora gozan ellos. Ya he gozado antes yo y luego los tres juntos. Y así siempre. No hay celos ni posesividad entre nosotros. Y de algún modo somos felices aunque el concepto de felicidad para un roedor sea distinto al de un ser humano. No hacemos tantos planes ni cábalas. Somos más prácticos. Nuestra vida comparada con la de ustedes es corta. Dos o tres años. Un poco más si se trata de ratas de clase social alta, bien alimentadas e ilustradas como nosotras. Por eso hay que aprovechar al máximo el tiempo que nos dé la providencia. Yo particularmente no creo en otro mundo ni en la reencarnación, aunque le confieso que soy un poco agnóstica como mis dos queridos colegas».
Me miró con sus diminutos ojos fijamente y me soltó: «¿Qué, le ha parecido interesante lo que hemos escrito hasta ahora en la agenda?». «No, no sé de qué me habla», respondí con voz temblorosa y agarrándome las manos. «Venga, señor mío. Que usted no sabe mentir. No le vamos a denunciar por eso. Además, decidimos dejarla sobre la mesa aposta. Fue Abi, más astuta que nosotros, machos, a quien se le ocurrió la idea. No pasa nada. No tiene por qué mentir. Y descuide, no vamos a matarlo a dentelladas como usted a veces sueña. Somos roedores pacíficos, inteligentes, cultivados, que conocemos muy bien los comportamientos humanos. Bastante más que usted los nuestros».
Me quedé más tranquilo con sus palabras y sobre todo sentí alivio de no morir cruelmente víctima de unas ratas enloquecidas. Pensé que quizás la locura no estaba en ellas, sino en mí y en muchos humanos como yo, que íbamos por la vida arrogantes, seguros de nuestras convicciones, las mejores, las únicas. Intolerantes en nuestro discurso, victoriosos frente al enemigo, que recordábamos la máxima de Voltaire de respetar hasta con nuestra propia vida las ideas del otro, pero que por desgracia la incumplíamos a cada instante sin ser siquiera conscientes de nuestros actos. Tuve ganas de confesar que me habían disgustado un poco los juicios sobre mí vertidos en el cuaderno: desnortado, desorientado, confundido…Preferí guardármelo para una mejor ocasión.
Freddy, que se movía por el piso como si hubiera estado aquí toda su vida, se dirigió hasta la puerta acristalada de la terraza, la abrió, dio tres pasitos, retrepó hasta el frontal y agarrado a uno de los barrotes cilíndricos del balcón respiró, silbó y exclamó mirando al mar: «¡Qué espléndida vista! La felicidad está aquí y no en otras cosas estériles que usted busca y no encuentra». Todo esto lo dijo en su perfecto inglés aprendido en Florida y Nueva York. No estaba equivocado el animal. Tenía una fina inteligencia desarrollada con sus estudios de psicología en la neoyorquina universidad de Columbia.