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Mientras tantoVerde que te quiero verde

Verde que te quiero verde


 

 

 

Fechado el 2 de agosto de 1924. Dedicado a Gloria Giner y a Fernando de los Ríos. Romance sonámbulo. Ocioso que añada el nombre del autor y el título del poemario. Todo el mundo sabe o sabía estos versos de memoria, par coeur, como se diría en francés: Verde que te quiero verde./Verde viento. Verdes ramas./El barco sobre la mar/ y el caballo en la montaña./Con la sombra en la cintura/ella sueña en su baranda,/verde carne, pelo verde,/con ojos de fría plata./ Verde que te quiero verde. Federico. Siempre Federico.

 

El verde, color de la esperanza. El verde, color de la fertilidad. El verde, color del Islam. Aunque los antiguos creían que era un color primario, ahora sabemos que es una mezcla de azul y de amarillo. Un poco de azul convierte en verde al amarillo, pero el verde puede llevar todos los colores: blanco, negro, marrón o rojo. Y seguir, siempre, siendo verde. Es el color de lo fresco, de lo juvenil, de lo inmaduro, “estar verde”, como se decía en nuestra lengua para caracterizar a alguien inexperto en cualquier lid. “Verdes las han segado”; ¿qué se quería decir con esa expresión? ¿que el trigo cortado verde no sirve para nada? ¿que no estamos dispuestos a hacer algo bajo ningún concepto? También, ya en total desuso ―porque parece que suena cursi o porque el chiste ya es insuficiente― se hablaba de “chistes verdes”. ¿Y de qué color se puede poner alguien de quien se apodera la envidia? Pues verde.

 

El verde para los alemanes era el color del lado del corazón, el color del lado izquierdo. Para ellos también era el color de la esperanza, y por eso al Jueves Santo de lo denomina Gründonnerstag, “Jueves Verde”. Y, por supuesto, se comían, y supongo que se comen, verduras. Espinacas concretamente. Y es que la esperanza germina, del mismo modo que en la mitología griega Perséfone/Proserpina, la hija de Demeter/Ceres, representaba la germinación en la primvera de la simiente enterrada en el infierno/invierno. Para los romanos el verde era también el color de la diosa Venus. Diosa de las vides, de las huertas, de los jardines. Y de la belleza. Pero sobre todo del amor y del deseo físico implacable, especialmente del masculino. Y la verde sierpe que convenció a Eva de probar el fruto del árbol del bien y del mal no tenía ese color por azar. En astrología el verde es el color del signo Tauro, que se correspondía además con la primaveral estación de los nacidos en abril y mayo.

 

El Rasul (“enviado de Dios”) Muhammad llevaba un turbante y un manto verde. La bandera más santa del Islam, el sandshak-i-sherif  es el estandarte que llevaron los ejércitos islámicos que conquistaron la ciudad más sagrada del Islam: La Meca. Por ello, el verde es el color del Islam. Y de la Liga Árabe: todos sus miembros llevan ese color en su bandera nacional. Y en las respectivas banderas de la Unión India, de Pakistán y de Bangla-Desh la presencia del verde hace referencia al Islam, pero también a la esperanza, a la exuberancia de la vegetación y a la prosperidad.

 

No puede sorprendernos la fascinación que ese color ejerció entre los primeros musulmanes, los árabes, un pueblo que procedía del desierto. Era el color del Paraíso que Muhammad prometía a quienes respetaran a Dios y llevaran una vida virtuosa: un oasis perpetuo, lleno de fuentes. Y verde.

 

Blas Infante apeló directamente a las raíces islámicas de su tierra cuando eligió el verde omeya y el blanco para la bandera de Andalucía,  y recordó que en 1195, tras la victoria almohade en la Batalla de Alarcos, sobre la actual Giralda, entonces el minarete de la mezquita mayor de Sevilla, ondearon dos banderas: una blanca para celebrar la victoria y otra verde, el color del Islam.

 

En Irlanda, y también en Escocia, el verde es el color de los católicos. Y el trébol verde, su emblema. Como el color naranja lo es de los protestantes. Por ello, a los autores de la actual bandera irlandesa se les ocurrió la bienintencionada idea de fundir en su bandera los sentimientos religiosos de católicos, agnósticos y protestantes. Y esa singularidad ha dado lugar a uno de los más prodigiosos daltonismos del mundo: un irlandés dirá muy probablemente que los colores de su bandera son verde, blanco y “oro”, porque aman su bandera pero detestan lo que implica uno de sus colores: el naranja, el color de Guillermo  de Orange y de la Orden de Orange, vivita y coleando en nuestros días en Irlanda del Norte, un caballo de Atila para la memoria de los católicos. Y los clérigos católicos (y los de las denominaciones protestantes más próximas al catolicismo) utilizan hábitos verdes durante los oficios litúrgicos del tiempo ordinario. Para los cristianos ortodoxos es el color asociado al tiempo de Pentecostés.

 

Verde es el color del movimiento ecologista internacional y de los partidos a los que ha dado lugar. Verde es el color de la green card, que a quienes penan y suspiran por ella se les debe antojar el color del paraíso. Y Grønland fue el nombre que Erik el Rojo le dio a Kalaallit Nunaat, ese inmenso territorio cubierto (de momento) por hielo y  nieves casi perpetuas que más que una isla es un continente. Estoy hablando, está claro, de Groenlandia. ¿”La tierra verde”? Pues debió de tratarse de una treta propia de un experto actual en marketing nombrar con tan atractivo nombre a un territorio tan inhóspito para atraer a colonos bastante crédulos.

 

Verde procede del latín viridis y virdis, emparentados con virere , “crecer” y ver, “primavera” (vid. Ver Sacrum). Su fortuna procede de su uso frecuentísimo en el latín agrario. Siempre suelo insistir en las rotundas raíces agrarias del vocabulario latino (vid. La poesía de la agricultura). En griego tenemos la palabra χλωρός/chloros, de donde vienen la palabra “cloro” y el nombre Cloe (χλόη/Chloe), “el verde de lo que renace”. Viridis es “verde”, pero también “vigoroso”, “vivo”, “joven” en definitiva. Un viridarium era una arboleda o arboretum. Y tal vez por influencia del occitano vergier de la poesía provenzal en castellano tenemos vergel ya en Berceo y en el Poema de Mío Cid.

 

Y para concluir, una vez más, San Juan de la Cruz, en cuyo Cántico Espiritual encontramos aquellas inolvidables verduras:

 

¡Oh bosques y espesuras,/plantadas por la mano del amado!/¡Oh prado de verduras,/de flores esmaltado, decid si por vosotros ha pasado!

 

Verde que te quiero verde.

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