«Se requiere mucho narcisismo para exponerse, tanto escribiendo como pintando, pero también valor. La diferencia entre colgar la pintura o dejar el libro en las librerías es precisamente que en el primer caso los detractores nos cuelgan más deprisa y, además, más cargados de sinrazón. No será la mente tanto como en el libro la que oriente su dictamen sino notablemente los sentidos que sentencian sin mediar la razón. ¿A qué recurrir pues? Exponer cuadros comporta una arrogancia o una impertinencia suficiente como para ocultarse en la inauguración pero, encima, el criterio que uno u otro de los visitantes conciba vendrá a ser irrebatible. O, lo que es lo mismo, su sentencia definitiva, sin recurso. Vencido y desarmado se va al desafío que ni en el mejor o más positivo de los casos, se puede ganar. Porque ¿cómo celebrar con todo fundamento las emociones del público que sabe Dios con qué humor asisten, con qué talante ponderan, con qué frase (o sentencia gramatical) podría el autor corregir sus sentencias del corazón?». Son palabras de un escritor que pinta, que se dedica a pintar no solo para «descansar de la escritura», como ha escrito, sino para mostrarse mostrando otra forma de ver el mundo y que aquí, desde su título, es más que una declaración de intenciones o una visión filosófica de un entorno tan crudo como el que vivimos: «La alegría del color». Veamos.