Matteo Bandello (Castelnuovo Scrivia, Piamonte, 1480 – Bazens, Francia, 1560) fue, como probablemente ustedes no ignoran, un esforzado epígono de Boccaccio de vida azarosa y bastante entretenida: dominico en el convento genovés de Santo Domingo, donde su tío era prior, su afición por los asuntos mundanos le hizo colgar los hábitos, trabajó como diplomático al servicio de varios señores, guerreó y su simpatía por los intereses franceses frente a los de Carlos I de España le obligó a poner los pies en polvorosa tras la batalla de Pavía y huir del Piamonte, pues su casa de Milán fue incendiada y le confiscaron sus posesiones. Se colocó al amparo del general Cesare Fregoso, que servía a los franceses, y tras el asesinato de este a manos de sicarios del emperador español emigró a tierras galas y no le fue mal, pues logró la protección de Francisco I y en 1550 fue nombrado obispo de la diócesis de Agen; la muerte lo sorprendio diez años después en la localidad de Bazens.
Y en medio de ese tráfago existencial, a Bandello le dio tiempo, entre otras empresas literarias, a componer unas Rimas amorosas y una obra poética titulada Las tres Parcas, a traducir la Hécuba de Eurípides, a dedicar un Cancionero a Margarita de Francia y, sobre todo, a escribir doscientos catorce relatos o novelas cortas conocidos con el título genérico de Novelle y agrupados en tres libros en 1554; póstumamente, en 1573, se publicó un cuarto. Aunque el escritor aseguraba que eran “historias verdaderas”, estos cuentos beben en su mayor parte de fuentes antiguas y otras de su época, tanto italianas como extranjeras, que el piamontés reelaboró con viveza y originalidad. Tito Livio, Giovanni Pontano, Giorgio Vasari, Luigi Da Porto, Baltasar Castiglione y Margarita de Navarra, entre otros, fueron algunos de los autores visitados por Bandello. En 1589 se publicó en castellano una selección de las Novelle con el título de Historias trágicas ejemplares.
Este variado universo donde tienen cabida lo dramático, lo macabro, lo grotesco, lo cómico, aventuras diversas y episodios de pasión y muerte dejó su rastro en mayor o menor media en muchos autores: Shakespeare, Lope de Vega (que encontró en Bandello inspiración para los argumentos de al menos diecisiete de sus comedias), Cervantes (cuyas Novelas ejemplares se miran en el espejo de las Novelle), John Webster, María de Zayas, Francisco de Rojas Zorrilla, Lope de Rueda, Mateo Alemán, Calderón, Lord Byron, Alfred de Musset, Stendhal… Pero me detengo, porque tal vez les aburra dedicando tanto espacio a Bandello. El caso es que muchos escritores han sacado fruto de los textos del piamontés y sobre todo se han sentido atraídos por la historia de los amantes de Verona, que, lo que son las cosas y los vasos comunicantes de la literatura, Bandello había tomado de Luigi Da Porto –aparece en su Historia novellamente ritrovata di due nobili amanti (Historia novelada de dos nobles amantes)– que a su vez se inspiró en Mariotto e Ganozza, un cuento de Masuccio Salernitano, quien, si siguiéramos tirando del hilo, es probable que hubiera encontrado la historia en alguna otra fuente, y así sucesivamente en esa larga cadena de fascinaciones y concordancias que nutren la historia de la creación artística.
Y si me permiten un pequeño inciso cinematográfico para subrayar lo mucho que esta historia ha interesado a gentes de diversas épocas y sociedades les comentaré brevemente que, además de las adaptaciones más o menos fieles del texto shakespeariano –desde las mudas de J. Gordon Edwards (1916), con la vampiresa Theda Bara como protagonista, y Ernst Lubitsch (1920), a las canónicas de George Cukor (1936) y Franco Zefirelli (1968)–, la desgraciada peripecia de los amantes veroneses ha conocido incontables y multiformes versiones fílmicas: parodias como la de Miguel M. Delgado (1943) protagonizada por Cantinflas, un vigoroso musical imperecedero –West side Story (1961), de Jerome Robbins y Robert Wise– y hasta una película de animación que transcurre en el mundo de los gnomos: Gnomeo y Julieta (2011) de Kelly Asbury.
Amasando el mismo argumento, Shakespeare escribió Romeo y Julieta (1595), que no es exagerado calificar como las más conocida tragedia amorosa de la literatura, Lope de Vega Castelvines y Monteses (1906-1912) y Rojas Zorrilla Los bandos de Verona (estrenada en 1640). La del Bardo de Stratford es una tragedia con todas las de la ley, pero Lope y Rojas se inclinaron por la comedia con final feliz, y el segundo hasta incurre a veces en extremos algo exagerados, como sucede en la escena del despertar de la joven enamorada sumida en un presunto sueño eterno.
Pero vayamos con Lope que es el que aquí nos interesa, pues la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) ha programado un vibrante montaje de Castelvines y Monteses, obra escasamente representada en nuestros escenarios. Yo, al menos, no la había visto antes y solo encuentro referencias de una puesta en escena que Aitana Galán estrenó en el Festival de Teatro Clásico de Almagro de 2004, con la Compañía José Estruch de la Real Escuela Superior de Arte Dramático (RESAD) a partir de una versión de Darío Facal. La pieza de Lope apareció impresa póstumamente en 1647, incluida en la Parte XXV de las comedias del Fénix de los Ingenios y este pudo haberla escrito entre 1906 y 1912, más o menos cuando apareció su Arte nuevo de hacer comedias (1609), lo que se nota en su composición ligera, airosa, divertida y fluida.
Aunque creo que resulta superfluo, recordaré de forma sucinta que el argumento se centra en los amores clandestinos de una muchacha (Julia Castelvín) y un joven (Roselo Montés) pertenecientes a familias ferozmente enemistadas durante generaciones. Shakespeare es desde luego formidable pero Lope tampoco es manco, aunque esta no sea una de sus mejores comedias. Quiero romper una lanza a favor del Fénix destacando un aspecto relevante en sus Castelvines que se acompasa con una mirada que realza el papel de la protagonista: Julieta es apenas una adolescente superada por sus emociones; Julia, en cambio, es una joven y resuelta mujer que intenta controlar su destino y lo consigue. Como ha señalado la escritora Raquel Silva León en el portal “H de Humanidades”, “Julia parece ser el miembro más decidido de la pareja. Es ella quien mueve los hilos de la trama y quien elabora una astuta estratagema que desembocará en el final feliz. La Julieta española consigue superar todos los problemas con inteligencia y se las apaña para dormir con Roselo durante dos meses sin que nadie se percate de ello”. Hay una escena soberbia a este respecto en la que, en una fiesta, la enamorada habla a su primo Otavio, que la pretende, aunque se dirige realmente de forma disimulada a Roselo, que no puede menos que admirar la inteligencia de su dama que en el mismo discurso enhebra el engaño al galán no deseado y las palabras de amor real al pretendiente prohibido por las convenciones sociales. Lope añade además alguna subtrama, como las relaciones paralelas a las de los protagonistas que viven sus amigos y criados, algo habitual en nuestro Siglo de Oro, y que, como Julia y Roselo, también son felices y comen perdices al final.
Sergio Peris-Mencheta y José Carlos Menéndez han elaborado una versión ágil, dinámica y muy divertida en la que han prodigado con habilidad y buen tino las tijeras de podar e introducido algún hermoso y eficaz añadido; por ejemplo, un par de sonetos: “Ir y quedarse, y con quedar partirse” del propio Lope y “Es hielo abrasador, es fuego helado” de Francisco de Quevedo. En el librito primoroso y muy asequible que la CNTC ha editado con el texto representado en el Teatro de la Comedia, Emilio Pascual destaca al respecto que “la adaptación que aquí se ofrece, si poco respetuosa con la letra, lo es bastante con el espíritu. El aire vodevilesco de la comedia nueva aquí está presente en el ritmo musical que le sirve de marco y arquitectura ya desde la ambientación italiana de Verona. Quizá se puedan discutir algunos anacronismos verbales pero no la teatralidad de la propuesta –tan lopesca, tan rápida, tan entretenida–, ni el reordenamiento de las escenas”.
Acierta Pascual al ensalzar el latido lopesco de un espectáculo sobre el que he leído alguna opinión circunspecta en el sentido de que su aire festivo, fresco y desinhibido ahoga la evolución dramática de los personajes y disipa la atención sobre la hermosura de los versos. Algo de eso quizás pueda haber, pero es un mal, si lo fuere, menor debido al carácter arrollador de una función que destierra convencionalismos sobre la escenificación de los clásicos y sirve al espectador una joyita teatral perfectamente concebida. Peris-Mencheta vuelve a ofrecer una muestra de su gran talento como director, que ha producido ejercicios superlativos como su montaje de Lehman Trilogy de Stefano Massini.
La puesta en escena adopta el aire de una comedia musical salpicada de esas canciones italianas que tapizan el imaginario sentimental de varias generaciones e impregnan la función de un aire familiar muy agradable: Volare de Domenico Modugno, Tintarella di luna de Mina, Voglio vederti danzare de Franco Battiato, Ma quale idea de Pino D’Angiò, Via con me de Paolo Conte… Una elección histórica y estética que resulta inevitable emparentar con el montaje de La señora y la criada de Calderón que, a finales de 2019, Miguel del Arco firmó con la Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico, también con canciones italianas y ambientada en los años 50 o 60 del pasado siglo. Castelvines y Monteses podría transcurrir algo después por las fechas de algunos de los temas que se interpretan y porque uno de los personajes que asiste a la fiesta del principio lleva un disfraz de astronauta. Los entreactos, que tal vez alarguen innecesariamente la función, son verdaderos y descacharrantes entremeses e incluyen, por ejemplo, la citada canción de Conte con el añadido de un cómico juego de espejos y un trepidante número de claqué (aplausos para el trabajo coreográfico de Xenia Reguant y para el musical de Joan Miquel Pérez). Así se las gasta el director cuya propuesta ligera, colorida (maravillosa la iluminación de Valentín Álvarez que logra exquisitas escenas nocturnas) y animadísima no está reñida con la hondura, la intención y la complejidad. La versátil escenografía de Curt Allen Wilmer propone un doble muro móvil que crea espacios diversos: palacios, jardines, calles o tabernas, aunque en alguna escena resulte un poco angosta. La sabia mano de Pepa Pedroche se nota en la soltura con que los actores interpretan el verso.
Y mención especial para todos cuantos se asoman al escenario con Paula Iwasaki a la cabeza como una Julia decidida y gran dominadora de los recursos cómicos y dramáticos, y Andreas Muñoz, un Roselo ágil, cabal y arrogante en su medida. Junto a ellos están muy bien Gonzalo Ramos como Anselmo, amigo del protagonista, y Xabi Murua, el criado gracioso, amén de las estupendas Almudena Salort en la piel de Dorotea, prima de Julia, y María Pascual, como su amiga Celia, y Natxo Núñez, que dobla de manera excelente los papeles de Otavio y el conde Paris. Elogios extensibles al resto del reparto.
Título: Castelvines y Monteses. Autor: Lope de Vega. Versión: Sergio Peris-Mencheta y José Carlos Menéndez (con textos añadidos de Francisco de Quevedo y William Shakespeare). Dirección y adaptación, y selección de música no original: Sergio Peris-Mencheta. Dirección musical y arreglos musicales: Joan Miquel Pérez. Dirección vocal y arreglos vocales: Ferran González. Composición musical original: Ferran González y Joan Miquel Pérez. Coreografía: Xenia Reguant. Dirección musical en escena: Cintia Rosado. Escenografía: Curt Allen Wilmer con estudioDedos. Vestuario: Elda Noriega. Iluminación: Valentín Álvarez. Espacio sonoro: Eduardo Ruiz y Enrique Rincón. Vídeo proyecciones: Joe Alonso. Efectos de sonido: Joe Alonso y Óscar Laviña. Asesoría de verso: Pepa Pedroche. Producción: Compañía Nacional de Teatro Clásico y Barco Pirata Producciones Teatrales. Intérpretes: Aitor Beltrán, Xoel Fernández, Paula Iwasaki, Óscar Martínez-Gil, Andreas Muñoz, Xabi Murua, Natxo Núñez, María Pascual, Gonzalo Ramos, Ignacio Rengel, Julia Bosch, Cintia Rosado y Almudena Salort. Lugar: Teatro de la Comedia. Madrid.
(Esta crítica ha sido publicada en el número 482-483 de Revista de Occidente, correspondiente a los meses de julio y agosto de 2021)