Viajar

 

Siempre se ha dicho que viajar es útil e instructivo. Y no sólo por conocer otros países, otros lugares, otras gentes y maneras de vida. En definitiva, porque abre la mente, hace a la persona más flexible, más comprensiva, más tolerante. Permite sobre todo comparar con el país donde uno reside, extraer lo bueno y lo malo de nuestro ambiente.

 

Sin embargo, viajar, cruzar fronteras, observar e incluso mezclarse con otros colectivos no significa por definición aprovechamiento, entendimiento y aprendizaje. Se puede, por ejemplo, dar la vuelta al mundo, recorrer en un breve tiempo varios lugares y regresar sin entender nada.

 

Se diría entonces en una equivalencia escolar, que el alumno ha perdido tiempo, no lo ha aprovechado y ha suspendido.

 

Creía hasta hoy que al nacionalismo le faltaba entre otras cosas una inmersión en otras sociedades, mezclarse con otras culturas; que una vez se empapara y se despojara de sus símbolos haría su campo menos limitado. Sin embargo, empiezo a dudar que le sirva de algo.

 

Es decir, que pese a que uno hable otras lenguas, exhiba sonrisa, salude a diestro y siniestro, conceda entrevistas –si es una figura pública- y se mueva en definitiva en ambientes diferentes al suyo, consiga modificar mucho su rigidez y su miopía, sus certidumbres y hasta sus prejuicios y errores.

 

Es el caso de Puigdemont y de tantos como él, ufanos y orgullosos de pasear a los cuatro vientos su identidad nacional.  Deberían saber que el origen es puramente un accidente, una casualidad. Me pregunto qué cambia, más hoy en día en un mundo globalizado, que uno sea español, catalán, croata o letón. Es algo fortuito, que no deberíamos reivindicar como un hecho exclusivo, porque eso es lo que el nacionalismo ha pretendido siempre causando por desgracia a lo largo de la historia tanto odio y tanta tragedia: excluir al resto para subrayar la propia identidad, la diferencia con los demás. En no pocas ocasiones esa diferenciación deriva en superioridad sobre los otros.

 

Si no fuera porque la situación es muy grave, coincidiría con Rafael Sánchez Ferlosio cuando confiesa en una entrevista que el problema catalán le aburre, más aún cuando presagia que no conducirá a nada. En fin, parafraseando al autor de Alfanhui, que concluya como un partido sin goles pero con muchas tarascadas.

 

No podría ser de otra manera, puesto que un nacionalista jamás quedará satisfecho con sus reivindicaciones y pedirá más y más. Recurrirá al victimismo cuando esas peticiones no sean cubiertas. Además, incluso aunque lo fueran, crearía otras.

 

No conozco personalmente a Puigdemont. Quien más, quien menos ha tenido oportunidad a lo largo de estos meses de saber algo de su biografía. Me llamó la atención que había sido periodista como yo lo fui hasta hace poco. Observando sus movimientos en su autoexilio belga advierto que se mueve como pez en el agua con los medios de comunicación. Dosifica sus encuentros con la prensa extranjera y sabe siempre que contará con una fidelidad total en los medios públicos catalanes.

 

Sin embargo, cuando leo sus declaraciones en periódicos, le escucho en un buen inglés y un mejor francés, lo veo, siempre sonriente, con su pelo alborotado, su bufanda y su abrigo oscuros para protegerse de los rigores climatológicos belgas, lo identifico con algún personaje de película berlanguiana y me digo a mí mismo que este individuo, por mucho que se esfuerce, es más español que yo. Vaya, un payés, pero con molde castellano, andaluz o aragonés.

 

Nunca se ha visto en otra mejor. Un ex redactor jefe de un periódico  nacionalista local, un ex alcalde que se alegra justamente de la victoria del Girona cuando gana al imperial Real Madrid, un fiel vasallo de Artur Mas, que lo puso en la Generalitat cuando la CUP vetó que el ex president continuará al frente del Gobierno catalán.

 

Está en la boca de todos, en los chistes de todos, en los memes de todos y en la simpatía de esa lista electoral que sus gentes han confeccionado y que las encuestas la colocan en tercer lugar. Piensa él que lo de president es de por vida, incluso aunque haya rechazado la jubilación venenosa que le ha propuesto ese otro veneno que responde al nombre de Cristóbal Montoro.

 

A mí me despierta cierta ternura. A lo mejor porque abrazo las causas perdidas como buen perdedor. Pienso que en la soledad nocturna, cuando haga un repaso del día a día en su autoexilio no se creerá ni el diez por ciento de lo que dice desde que se marchó hace ya un mes de su casa gerundense de manera clandestina.

 

Últimamente abundan más sus desatinos, los truenos contra unos y otros, las palabras rotundas, sin aristas, demagógicas, como si descubriera que en cuanto se apaguen los focos los medios, siempre tan crueles, tan interesados, tan cortoplacistas, le darán la espalda.

 

¿Y entonces qué, Carles?, me pregunto.

 

Entonces, pues ya se verá. En los libros de historia su nombre aparecerá más que una mención a pie de página.

 

Entretanto tendrá que explotar el relato, como se dice ahora, exagerarlo, darle la vuelta al calcetín, distorsionar la realidad al igual que hace el protagonista de “El autor”, una película que acabo de ver y que recomiendo.

 

Quizás salga chamuscado. O no. Cosas más imprevisibles suceden a diario.

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