Por la mañana me esperaba en la puerta del hotel sentado en un banco. La mirada perdida en alguna metáfora. Capa y sombrero de copa, conquistados cuando llegó a ser un señor. La mano, que ha perdido el color de las caricias de los admiradores, parece la de un fantasma. De esa mano conocí el verano pasado Odense, la ciudad donde nació Hans Christian Andersen el 2 de abril de 1805.
Actualmente Odense es la tercera ciudad de Dinamarca y la capital de la isla de Fionia. Cuenta alrededor de doscientos mil habitantes. Se recorre cuento a cuento, buscando con la ayuda de un plano, como si fuera una caza al tesoro, las esculturas que celebran sus cuentos más famosos y algunos de sus poemas, creadas por célebres artistas del país. También se visita el museo dedicado al escritor, en espera de uno nuevo que se inaugurará en 2020, obra del arquitecto japonés Kengo Kuma. Aquí se reúnen todas las ediciones de su obra en la mayor parte de los idiomas del mundo y las biografías que sobre él se han escrito. Pueden verse sus dibujos a lápiz y plumilla, los muebles de su estudio de Copenhague, cuadros que lo retratan, algunas estatuas del escritor y muchas de las figuras que recortaba en papel. Trece piedras en forma de sol esparcidas por la ciudad señalan los lugares que tuvieron conexión con la vida del escritor y ayudan a encontrar las dos casas donde vivió. Se visitan también las estatuas del propio Andersen, como la que llegó a Odense en 1888 cuando los habitantes consiguieron reunir suficiente dinero para comprarla, y muchos torsos del escritor que surgen de la tierra en las aceras. Su imagen se ilumina en los semáforos, adorna las bocas de las alcantarillas y las fuentes. La jornada del turista andersiano termina con un desfile de los protagonistas de sus cuentos que recorre uno de los mayores parques de la localidad. Odense es Andersen.
Pero mi viaje a Andersen empezó mucho antes de conocer su ciudad. Hace años yo quería escribir una novela para adolescentes. Tenía la idea de una caja que contenía pequeños mundos dentro, como las muñecas rusas. Por entonces yo leía sus cuentos en una edición antigua que me había prestado un amigo. Mi compañero me dio la idea de que la caja fuera de Andersen. Así surgió mi libro La caja de Andersen. Viví durante meses con este personaje que hasta entonces había sido para mí solo un escritor más. En mi novela uní mi vida a la suya. A los sucesos principales de su historia junté vivencias mías, como la muerte de mi padre, que disfracé de la del suyo. El resultado fue una novela corta que publicó en el año 2001 la editorial SM en la colección El Barco de Vapor y que ya no se encuentra en las librerías. Inventé que en aquella caja, el mísero niño Andersen guardaba objetos y que a partir de aquellas pequeñas cosas se le ocurrieron los cuentos que le permitirían grabar su nombre en la historia de la literatura universal. Aunque quizá mi viaje a Andersen empezó todavía antes, cuando de pequeña mi madre me compraba cuentos troquelados, de los que me atraía especialmente el objeto de plástico que llevaban prendido en la portada. Con La pequeña cerillera fue la primera vez que lloré leyendo.
Desde aquel periodo en que fui él no he dejado de amarle y admirarle a pesar de sus rarezas o, mejor dicho, precisamente por ser como era. Lo amo porque la madre del patito feo le decía que mirar el verde de las hojas le hacía bien, porque la sirenita se debatía entre la cola de pez que le daba su identidad y las piernas que le permitían amar, porque una niña olvidada de todo y de todos aún lograba ver ilusiones en la llama de una cerilla.
En mi viaje a Andersen inventé su casa, las calles que recorría de niño, las plazas de su ciudad, el manicomio donde estuvo su abuelo… Imaginé el frío y largo invierno y la breve primavera de Odense gracias al material que me llegó de aquel país que tardaría tanto en conocer…
El emperador de la imaginación
Andersen nació en una ciudad cuyo nombre invita a la ensoñación. Odense proviene de Odins Vi que significa “el santuario de Odín”, el dios mitológico tuerto que dio uno de sus ojos en compensación por haber recibido tanto saber. En la casa natal que actualmente visitan los turistas vivieron los Andersen junto a otras tres familias. Ellos ocupaban una única habitación donde se repartían el espacio el taller de zapatero remendón de su padre, la cama de matrimonio que este había hecho con los restos de un catafalco y el banco donde dormía Hans Christian, como él mismo describe. Fue en ese exiguo lugar donde el futuro fabulador empezó a inventar sus historias.
Jugaba con sus muñecos, compañía que prefería a la de otros niños. Era de natural soñador y taciturno no exento de vanidad, rasgo que se veía satisfecho con las representaciones de teatro que inventaba para sus vecinos y las charlas que improvisaba. Su padre le había hecho un teatrito de títeres con el que imaginaba historias para sus muñecos que a veces representaba para los vecinos. En una ocasión, mientras hacía alarde de la claridad y timbre de su voz, le insultaron llamándole mujercita. También le gustaba jugar con las tijeras, que su madre hubiera querido que utilizara para convertirse en sastre. Recortaba siluetas de papel que, ya en edad adulta, complacían a los niños de las familias pudientes que lo invitaban. Incluso se retrató en alguno de sus cuentos como el mago de las tijeras.
En su casa escuchó por primera vez el escritor las historias de Sherezade de boca de su padre. De él recordaría que las pocas veces que le había visto reír era cuando leía. Era un hombre fantasioso que se sentía víctima de la injusticia por no haber sido nunca admitido en el gremio de los zapateros. Leía la Biblia y meditaba en voz alta sobre ella para espanto de su mujer y su hijo que consideraban blasfemias todo lo que decía. En una ocasión amaneció con algunos rasguños que se había hecho con un clavo de la cama. Hans Christian creyó que el diablo le había ajustado las cuentas por la noche para dejarle clara su existencia.
Su madre era lavandera. Tenía siempre las manos rojas porque las aguas heladas del río le agrietaban la piel y mendigó por las calles al igual que le ocurría a La pequeña cerillera. Era supersticiosa y muy religiosa. Durante las guerras napoleónicas de 1807, siendo el escritor muy pequeño, un soldado español le dio a besar una medalla. La mujer la tiró porque esas eran cosas de católicos. Muchos años más tarde, recordando este suceso, Andersen escribió el poema ‘El soldado’. Cuando murió su marido, al regreso de la guerra, la madre pensó que se lo había llevado la señora del hielo. Se refería a la imagen de una muchacha que el padre de Andersen decía haber visto en el hielo de la ventana. El escritor reflejó la relación de su madre con la bebida en el relato No era buena para nada. En el tejado de la casa donde vivían tenía un cajón con tierra en el que cultivaba hortalizas y algunas plantas que traía la abuela del asilo municipal. Aquel jardín en miniatura es el mismo en el que Gerda y Kay cuidaban sus rosales antes de que llegara La reina de las nieves del cuento.
Andersen era feo y larguirucho, aunque reconocía que cuando su madre le peinaba con jabón su frondosa cabellera rubia “estaba hecho un primor”. Ser poco agraciado no le impidió conventirse en uno de los personajes de su época que más se hizo retratar. De las anécdotas que él mismo cuenta en sus memorias, El cuento de mi vida (1855), se desprende que era asustadizo, extraordinariamente imaginativo y no falto de extravagancia. De niño a menudo caminaba con los ojos cerrados y la gente creía que estaba mal de la vista. Sobre sus neurosis, que siguió manteniendo de adulto, se cuenta que le aterraba que le enterrasen vivo y en sus viaje solía dejar una nota en la mesilla de noche en la que avisaba: “Sólo estoy aparentemente muerto”.
Solía acompañar a su abuela paterna al hospital de los locos donde ella trabajaba como hortelana. La anciana decía provenir de una familia adinerada que había caído en desgracia al perder sus tierras. Su abuelo le tallaba extrañas figuras con cabeza de animales. Los niños le seguían por las calles con gran jolgorio porque llevaba un tricornio de papel. Andersen se escondía por miedo a que también se burlaran de él. Sabía que compartían la misma sangre.
Al pequeño Hans Christian le gustaba decir que sus orígenes eran nobles y que algún día el emperador de la China saldría de debajo del río de Odense para colmarle de riquezas. Padeció los insultos de la gente que a veces le acusaban de estar chiflado como su abuelo. Siempre se sintió un marginado y se mostraba servil y sumiso con los poderosos. El día de su confirmación el párroco le humilló ante todos los niños haciéndole sentarse al fondo de la iglesia porque era el más pobre de todos.
Siempre amó el teatro y quiso ser cantante, bailarín o actor. No logró cantar como hubiese deseado porque a los quince años le cambió la voz. No pudo bailar porque era demasiado alto y desgarbado, y además tenía los pies muy grandes. Para ser actor se consideraba muy feo. No sabía que el camino del éxito no pasaba por los grandes teatros de verdad, sino más bien por aquel otro pequeño de madera con el que jugaba. En su corazón permaneció siempre su teatrito, pero sus títeres, tallados en zuecos rotos, no se rebelaron al director como sucede en su cuento El titiritero, bien al contrario. Le llevaron allí donde no le habían conducido los poemas, las novelas y las obras de teatro con las que persiguió deslumbrar a los adultos.
Cuando su padre murió, a resultas de las secuelas que le dejó la guerra, su madre se volvió a casar. La mujer pensó que había llegado el momento de que su hijo tuviera un oficio e insistió para que se hiciera sastre. Pero Andersen tenía muy claro que quería ser famoso. Cuando decidió irse a Copenhague para probar suerte en el teatro le sintetizó a su preocupada madre la fórmula que le conduciría al éxito: “primero hay que pasar penalidades sin cuento y luego uno se hace famoso”. La mujer decidió llevarlo a una curandera para que le leyese el porvenir. Se quedó mucho más tranquila cuando la adivina le comunicó que el muchacho llegaría a ser un hombre importante y que algún día la ciudad se iluminaría en su honor, como luego resultó ser cuando le nombraron hijo ilustre de Odense en 1866.
El patito feo se convierte en cisne
Tenía catorce años cuando se marchó a Copenhague. Apenas sabía leer y escribir, pero estaba decidido a abrirse camino en el mundo del teatro. Estudió becado con fondos reales, siendo siempre mayor que sus compañeros. Debutó como dramaturgo en 1829, tras haber luchado durante años por ser bailarín de ballet, cantante y actor. Dependía económicamente de tutores, como la familia Collin. Pero a pasar de las grandes dificultades a las que tuvo que enfrentarse, estaba empeñado en hacer creer al mundo que había sido muy feliz, como relató en sus memorias El cuento de mi vida. En una de las tres autobiografías que escribió declara, “Mi vida es un cuento maravilloso”. Fue penoso su ascenso desde la clase obrera de Dinamarca a principios del siglo XIX. El propósito fundamental de su carrera fue alcanzar fama y honores, sin olvidar nunca lo que le había costado. No se sintió nunca cómodo entre los pobres ni tampoco entre los ricos, porque consideraba que no estaba a su altura. Lo que en realidad quiso es seguir siendo siempre niño en un mundo aparentemente adulto. Fueron sus cuentos, escritos de 1839 en adelante, los que le proporcionaron un reconocimiento excepcional y le permitieron alcanzar aquella fama que anheló toda su vida.
Se convirtió en invitado habitual de las casas señoriales y de las residencias reales. De ser un marginado, pasó a frecuentar a la burguesía y a adoptar las ideas inherentes en la cultura de su época. Esto le proporcionó un pensamiento más moderno y progresista que la mayoría de los escritores daneses contemporáneos. Fue el primer escritor danés que aceptó leer sus cuentos a los miembros de la Asociación de Trabajadores, creada en 1860. En los últimos años de su vida repitió la experiencia leyendo en público también en la Asociación de Estudiantes, para la familia real, las costureras, la nobleza y la alta burguesía. Miembros de la Asociación de Trabajadores y de Estudiantes formaron una guardía de honor el día de su funeral en la catedral de Copenhague. Vivió con entusiasmo la revolución de los medios de transporte, pensaba que el telégrafo transformaría el mundo en “un estado espiritual individual”, una especie de precursor de internet, aunque a veces también observaba el progreso con ojos pesimistas y se convertía en portavoz de la naturaleza a partir de la que percibía el arte y la literatura.
Se veía a sí mismo como un poeta y no como un autor de cuentos para niños. Su amigo, el físico y naturalista Hans Christian Örsted, que había leído sus novelas sobre Italia y sus cuentos le dijo: “¡Si las novelas te hacen famoso, los cuentos te harán inmortal!”. Andersen no podía ni imaginarlo.
En 1836 conoció el éxito con El improvisador, la primera de sus novelas que se publicó en Alemania, casi a la vez que la edición danesa en 1835. Su libro de viajes Siluetas de un viaje por el Hartz, la Suiza sajona, etcécera, en verano de 1931 y varios de sus poemas habían sido publicados en alemán. Poco a poco Andersen empezó a ser conocido más allá de la frontera danesa, cuando a apartir de 1830 sus novelas se publicaron también en Alemania. Pero siempre le acompañó un sentimiento de melancolía, de triste resignación y desesperación.
Rechazado como ‘La sirenita’
Conoció el deseo de estar junto a la persona amada y la imposibilidad de conseguirlo. Como La sirenita no logró conquistar un amor duradero. La protagonista del cuento tuvo que perder la voz y la cola de pez a cambio de unas piernas humanas para poder llegar al príncipe, que al final no la eligiría como esposa. A Andersen su prestigio como autor no le permitió que el escritor Edward Collin, hijo de su mecenas Jonas Collin, uno de los directores del Teatro Real y asesor del rey Federico VI, lograra considerarle digno de su amor. Cuando le escribió, “Languidezco por ti. (…) Mis sentimientos hacia ti son como los de una mujer. La feminidad de mi naturaleza y nuestra amistad deben permanecer en secreto”, Collin le respondió que solo la idea de tutear a alguien socialmente inferior le resultaba tan molesta como arañar el cristal con las uñas. El joven y guapo bailarín Harald Scharff de la compañía del teatro Real de Copenhague fue otro de los amores no satisfechos de Andersen. Cuando terminó su relación, Andersen se sintió viejo y pensó que no volvería a tener otra relación. Escribió: “No puedo vivir en mi soledad, estoy cansado de la vida”.
Sus dos grandes amores femeninos, Riborg Voigt y Jenny Lind, también le rechazaron. Riborg, hermana de un compañero de colegio que le inspiró la bailarina de papel de El soldadito de plomo, se casó con otro. Puede que este hecho le llevara a convertirse en poeta en el sentido romántico, alguien que sufre por el amor no correspondido. Cuando murió llevaba una bolsita de piel colgada del cuello donde conservaba su carta de despedida, aunque no había pensado en Riborg durante muchos años. Lo único que había escrito sobre esta relación había sido una historia bastante cínica Los novios, donde ella representa el papel de una pelota que en su juventud salta muy alto y finalmente desaparece porque se enamora de una golondrina. Al final se descubre que la pelota había terminado en un alero y se había estropeado con el paso del tiempo. Tampoco quiso casarse con él la soprano Jenny Lind, conocida como El ruiseñor sueco, gracias al cuento El ruiseñor que le dedicó Andersen. Le quería como a un hermano y le llamaba “niño”.
Parece que Andersen nunca mantuvo relaciones sexuales con hombres ni mujeres. Sus diarios confirman que sentía deseo sexual, en París incluso frecuentó burdeles, pero al parecer solo observaba a las prostitutas. Nunca satisfizo su deseo, probablemente por un sentimiento de culpa que arrastraba como una condena. No se trataba de un sentimiento relacionado con la religión. Su cristianismo, ligado a la naturaleza humana y al mundo natural, es añoranza de Dios. No poseyó una fe ciega. En sus escritos se encuentran expresiones de amargura, excepcismo, angustia existencial y sensación de vacío. El crítico literario Harold Bloom lo define como teórico de la seducción, incurable narcisista y monomaniaco obsesionado consigo mismo, como su coetáneo Sören Kierkegaard.
Siempre estuvo solo y reflejó su soledad en muchos de sus historias. Bajo el sauce, cuento que recuerda mucho su relación con Jenny Lind, termina con la felicidad de la enamorada y la muerte del infeliz enamorado. Knud, el protagonista, no se atreve a declarar su amor a Johanna, probablemente reflejo de la propia timidez del autor. Cuando por fin se decide a expresar su pasión ella lo rechaza porque solo desea una relación fraternal, la misma que existió entre Andersen y Lind. La diferencia es que el escritor nunca se declaró a su amada por miedo a no haber podido soportar el rechazo.
Es probable que el tono y los finales de trágicos de muchos de sus cuentos reflejen el carácter pesimista de Andersen. Aparte de algunas excepciones como El patito feo, lo normal es que, tras una sucesión de sufrimientos, sus cuentos acaben mal. Siempre le acompañó un sentimiento de melancolía, de triste resignación y desesperación, que nosotros podemos interpretar como tragedia, pero que quizás no fuera así para él. Los finales tristes no exentos de gloria son sus favoritos, como en el caso de Bajo el sauce, donde el que muere descansa.
Los viajes de Andersen
“Se oye de nuevo la señal del pito y el convoy se pone en marcha, pero despacio; en los primeros momentos se va despacito, como si fuera la mano de un niño la que tirara del pequeño vagón”. Así describe Andersen como arranca un tren, medio de transporte en el que hizo buena parte de sus viajes.
El viaje de Odense a Copenhague en su adolescencia fue el primero de los muchos que realizaría Andersen. Mantuvo siempre una relación contradictoria con Dinamarca, un país sin el que no podía vivir, pero que detestaba por su estrechez de miras. Fue uno de los escritores más viajero del siglo XIX. Recorrió toda Europa y el norte de África. En total hizo treinta viajes. Alemania se convirtió en su segundo hogar. Dejó constancia de ellos en varios de sus libros, entre ellos El bazar del poeta. Conoció a Heine, Victor Hugo, Lamartine, Vigny, Mendelssohn, Schumann y otros muchos. Dickens le retiró el saludo al escritor danés porque fue a hacerle una visita y se quedó en su casa cinco semanas. Tolstoi apreciaba la sencillez y la franqueza del estilo narrativo de Andersen. Perseguía a los personajes famosos y soñaba, por encima de todo, con serlo también él. Cuando viajaba le acompañaban sus neurosis, portaba siempre consigo siempre una larga soga con la que poder escapar de la habitación de hotel en caso de incendio.
Viajó a España cuando tenía 58 años, acompañado por Jonás, hijo de su amigo Edward Collin. Resultado de su viaje por nuestro país escribió Viaje por España, donde queda reflejada la vida cotidiana de la época y algunos personajes, como el duque de Rivas, Eugenio Hartzenbush o Cánovas del Castillo. Fue testigo de excepción de la entrada de la reina Isabel II en la cuidad de Granada. Así describió la Alhambra: “Es como un antiguo libro de leyendas (…), cada patio es una página distinta de la misma historia y, sin embargo, siempre como un nuevo capítulo”. También confiesa: “Granada, al igual que Roma, ha sido para mí una de las ciudades más interesantes del mundo; un lugar donde creí poder echar raíces y, sin embargo, en ambas ciudades me sumí en un estado de ánimo de esos que los afortunados menos sensibles llamarían morboso”. En la Giralda de Sevilla se imagina al descubridor del álgebra, Al Geber. Se encuentra al fantasma de Don Juan Tenorio, disfruta de su admirado Murillo. Y aunque solterón viejo, desgarbado y falto atractivo físico, siente el puñal de la mirada de las sevillanas: “Ojos negros y bellos despedían centellas de poesía entre la multitud; las niñas eran preciosas. En el norte decimos: ‘los niños no deben jugar con fuego’, pues las niñas andaluzas, bien que juegan con él”.
Pero sobre todo se enamoró de Málaga, que le fascinó por su mezcla de culturas. De esta ciudad dijo, “En ninguna otra ciudad española he llegado a sentirme tan dichoso y tan a gusto como en Málaga”. En su diario anota “¡Aquí quiero que me entierren en caso de que muera en España!”. Una estatua, que encargó hacer la Casa Real Danesa, lo representa en esta ciudad andaluza.
Tuvo ocasión de ver una corrida de toros en Barcelona, sobre la que escribió: “Semejante espectáculo era ya casi imposible de aguantar; el sudor me corría por la punta de los dedos. ¡Es una diversión popular sangrienta y cruel! Cuando visitó España ya había leído El Quijote y alguna otra obra de el Siglo de Oro. Le decepcionó la fría acogida de los notables españoles, aunque pasó por alto que la gente con la que trató desconocieran su obra, él, que se había vuelto tan vanidoso que irritaba a sus interlocutores pavoneándose de los honores que le habían concedido en todo el mundo. Acusó el atraso y las incomodidades del país, del que destacarìa la sencillez de la gente que encontraba.
En Burgos entró en la catedral, pero la nieve y el frío le impiedieron visitar la tumba del Cid, uno de los héroes españoles del escritor danés, “¿Era esto estar en España? ¿Era esto estar en una país caliente?”. En el País Vasco, con el clima ya más templando, le sorprendió San Sebastián. “Nadie nos había mencionado esta ciudad de modo especial, ni se nos había dicho que mereciese la pena de una visita larga, la cual sin duda merece”. Cuando cruzó el puente de Behobia, Andersen se mostraba contento y satisfecho, había cumplido su sueño: “El mapa nos muestra a España como la cabeza de doña Europa; yo vi su preciosa cara y no la olvidaré nunca”, escribió.
Fue decisivo para la vida y la obra de Andersen el viaje de estudios que hizo a Italia en 1833, de hecho un año después de su regreso a Dinamarca publicó su primera colección de cuentos. Los paisajes italianos, el arte, la arquitectura le enseñan a observar la realidad y le inspiran gran cantidad de dibujos. Sus obras, de trazo seguro y vivo para un aficionado como él, no tienen nada que ver con la naturaleza idealizada que representa la pintura de la época. Tras el viaje a Italia deja de sentir interés por el dibujo, como si este arte le hubiera permitido atrapar la esencialidad que luego narraría en sus cuentos.
Del bel paese le conmovieron desde las carnicerías, en las que los tocinos y longanizas enmarcaban la imagen de la Virgen María, hasta los pinos “que parecen paraguas abiertos” o los cipreses que se le antojaban “paraguas cerrados”. Su ciudad favorita es la abigarrada y meridional Nápoles, con el grandioso Vesubio. En El improvisador, producto de su viaje a Italia en 1833, presenta a un pintor danés que describe el impacto que le provoca una realidad tan diferente a la propia: “No lo vas a creer, pero en mi mundo nórdico, donde las calles están tan limpias y tan bien trazadas, he sentido muchas veces la nostalgia de la suciedad y el desorden de una ciudad italiana; es algo tan expresivo, justo lo que necesita un pintor”. En Roma sus amigos no son escritores, sino pintores, escultores entre los que se siente mucho más cómodo.
Cuando fue de Génova, hacia el sur, escribió, “es uno de los viajes más hermosos que se pueden hacer”. La capital de Liguria le impresionó: “Génova surge sobre las colinas, en medio a los olivos azulverdosos. En los jardines crecían naranjas y granadas, y los resplandecientes limones verde pálido hacían pensar en la primavera, justo ahora que en Escandinavia nos acercamos al invierno (…), para mí todo era nuevo e inolvidable, y veo todavía ahora antiguos puentes cubiertos de hiedra, capuchinos por la calle y filas de pescadores genoveses con gorros rojos en la cabeza. La costa era magnífica, con preciosas villas y el mar lleno de veleros y barcos de vapor con chimeneas humeantes”. Andersen visitó también Sestri Levante, una localidad de la costa de Liguria donde pasó solo una noche. En homenaje al escritor, y emulando el máximo galardon mundial de la literatura infantil que se celebra en Dinamarca, todos los años la ciudad italiana convoca en el Premio Andersen de cuentos para niños, que han obtenido escritores como Italo calvino y Alberto Moravia.
Andersen convertía árboles, animales, prendas de vestir, partes del cuerpo, libros, fenómenos meteorológicos en personajes con alma, con voz propia, deseos, necesidades… Siempre se contó a sí mismo en sus cuentos. No se limitó solo a recoger los cuentos populares, como hicieran Perrault, los hermanos Grimm o el italiano Basile. Ayudado por una poderosa imaginación, se convirtió en el inventor de la denominada literatura para niños. Como señala Harold Bloom, escribe para niños extraordinariamente inteligentes de todas las edades, de 0 a 90 años.
La obra que le abrió las puertas del parnaso fue escrita después de los treinta años. Relatos como La sirenita, El traje nuevo del emperador y otros muchos son una invitación a volver al cuarto de los juguetes. La miseria con la que convivió, la locura y el alcoholismo presentes en su familia, el desprecio que sufrió por parte de los poderosos y el descubrimiento tardío de su verdadero don, no fueron suficientes para hacerle olvidar su añoranza del paraíso perdido. Fue su vida un viaje de retorno a aquella infancia donde empezaron a crecer sus sueños. Él es el soldadito de plomo, la princesa del guisante, el estudiante de las flores de la pequeña Ida, la sirenita, el niño que delató al emperador desnudo, el patito feo, el abeto siempre nostálgico hacia su pasado. Escribió de sí mismo “soy como el agua, a la que todo agita y en la que todo se refleja”.
Andersen murió el 4 de agosto de 1875 de un cáncer de hígado en una casa llamada ‘La tranquilidad’, propiedad de la familia judía Melchiors, que cuidó de él en los últimos años de su vida. Está enterrado en Copenhague, en el cementerio de Assistens Kirkegard, cerca del filósofo Sören Kierkegaard, los dos grandes escritores de la edad de oro de Dinamarca.
Cuando visité la tumba el verano pasado como última etapa de mi viaje descubrí que alguien había clavado un boli en la tierra. No puede haber mejor regalo para la eternidad de un escritor. Yo le dediqué esta adivinanza: ¿Qué tienen en común un pato acomplejado que quería ser cisne, una joven que en la llama de los fósforos veía sueños, una idealista con piernas y cola de pez, un político pretencioso y desnudo, una niña que dormía en una cáscara de nuez, un soldado enamorado del amor? Cuando el hijo de la lavandera y del zapatero remendón se sentó a escribir lo descubrimos.