Hacía tiempo que quería hacer este viaje. Lo intenté en varias ocasiones –siempre infructuosas– hasta que él se ofreció a acompañarme. “Mis padres eran rifeños. Bereberes de la zona de Ketama”. No diré su nombre, me lo ha pedido. A partir de ahora me referiré a él como B. B tiene sesenta años y siempre –repito: siempre– un canuto entre los dedos. “I’m old but I’m happy”, me contestó cuando se lo dije en cierta ocasión.
El día señalado a la hora acordada nos subimos los tres al coche. El Kalvo –a quien he convencido para que nos acompañe aunque no le hace mucha gracia–, B y yo. Desde Tánger tenemos poco más de doscientos kilómetros de viaje, pero la carretera atraviesa las montañas y está llena de curvas. Todavía no lo sabemos, pero tardaremos casi cinco horas en llegar.
Por el camino B nos cuenta muchas cosas, entre ellas que su padre luchó al lado de Abdelkrim El Jatabi. Y yo –ignorante a la vez que preguntona– no puedo más que responder: ¿Quién? Entonces él, satisfecho de ser el único de los tres que se sabe la lección, nos lo resume en un par de frases. “Fue un político y militar rifeño. El Jatabi encabezó la resistencia contra la administración colonial española y francesa en la llamada Guerra del Rif. Muchos soldados rifeños que hasta entonces habían servido al Ejército Español, como mi padre, se unieron a sus filas. Cuando yo era pequeño mi familia se trasladó Tánger. Mi padre compró tierras cerca de la playa y empezó una nueva vida. Pero murió joven mi padre. Dejó a mi madre sola y con ocho hijos. Todos mis hermanos emigraron a Europa. En Marruecos sólo nos quedamos mi mi hermana pequeña y yo”.
Avanzamos despacio. A medida que ascendemos las montañas del Rif el cielo azul de Tánger empieza a volverse gris. En el camino no hay apenas gasolineras, sólo un par de restaurantes y ni rastro de civilización. De vez en cuando nos cruzamos con un camión o nos adelanta un cuatro por cuatro. Cada vez hace más frío –no me gusta el frío–. Y mi único consuelo es saber que pronto estaré en este lugar tantas veces imaginado.
El último informe de la ONU para la lucha contra las drogas sitúa a Marruecos a la cabeza de los países productores de hachís. De hecho, esta palabra procede del vocablo árabe hashish, que podría traducirse por hierba seca y que se cultiva en estas tierras del norte del país desde el siglo siglo XV. Y si bien es cierto que estas plantas forman parte del paisaje desde tiempos inmemoriales no fue hasta la década de los sesenta que empezó su producción en masa para destinarla a la venta internacional.
Pienso en esto mientras veo una señal en la carretera que indica que sólo faltan diez kilómetros para llegar a Issaguen, más conocida como Ketama. Esto es lo que mi vieja guía del Lonely Planet –recuerdo de la primera vez que pisé este país como turista, mochilera y fumeta–, dice sobre ella: “Se trata de una destartalada ciudad convertida en centro comercial del cultivo y contrabando del kif. La calle principal está llena de hoyos, ovejas destripadas y hombres solos, muchos encapuchados, que merodean furtivamente. Es una zona sin ley. Se recomienda a los viajeros que pasen de largo”.
Llegamos al pueblo y compruebo que el texto de la guía es acertado e incluso me atrevería a decir que se queda corto. En el tiempo que tardamos en cruzar la calle principal no veo a una sola mujer y los hombres que hay –muchos con cicatrices en el rostro– dan algo de miedo. Pero enseguida lo dejamos atrás y nos adentramos en una carretera secundaria. “Aquí acampaban los hippies”, dice B en un inglés perfecto. Yo lo escucho mientras miro por la ventana y tengo la sensación de estar en los Alpes. “Los campesinos los invitaban a sus casas. En aquella época, el año sesenta y ocho, sesenta y nueve, no había electricidad. Ellos tocaban música y fumaban. Eran muy buenos los hippies. Con ellos el mundo era un lugar mejor”.
Empieza a oscurecer. A nuestro alrededor, cada vez menos señales de vida. Puebluchos. Bares de carretera. Burros. Gallinas. Poco más. De repente, B asoma la cabeza desde el asiento de atrás y susurra: “Despacio. Despacio”. Yo no sé qué coño estamos haciendo o por qué carajo hay que ir despacio. Y por un momento me arrepiento de haber venido. ¿Dónde nos está llevando? El Kalvo hace rato que ha empezado a ponerse nervioso y sólo nos faltaba que B me pidiera dar media vuelta. Pero yo lo hago. Y el Kalvo no suelta prenda. Seguimos así un buen rato –los tres en silencio– hasta que tomamos una desviación a la derecha. A partir de aquí el camino está sin asfaltar y en muy mal estado. Reduzco la velocidad. Apenas hay luz. Sólo la que emerge de los faros del coche y un destello minúsculo que brilla en la lejanía y que intuyo será una casa en lo alto de la montaña. Estamos en el culo del mundo.
Y mientras yo conduzco con sumo cuidado porque la visibilidad es mínima, B empieza de nuevo a hablar. Pero en esta ocasión, no con nosotros; por teléfono. Lo hace rapidísimo y –por su tono–, diría algo nervioso. Entonces nos adelanta un Mercedes y B nos anuncia que es su primo, que va a guiarnos a partir de ahora. Y yo me pregunto dos cosas. La primera: “¿Es en realidad su primo?”. Porque aquí todos se llaman hermanos y primos entre ellos aunque no sean familia. Y segundo y más importante: “¿Cómo demonios nos ha encontrado?”. Cuando unos minutos después el Mercedes se detiene en mitad de la nada obligándome a mí a hacer lo mismo miro de reojo al Kalvo y en su cara vislumbro cierto temor. Pero es gratuito. Una falsa alarma. Lo sé porque del coche acaba de salir un viejecito, que enseguida desaparece por un sendero.
—Mi primo lo habrá recogido en el pueblo –dice B al reanudar la marcha–. Aquí el transporte está fatal y nos conocemos todos. Si ves a alguien que va andando y puedes, lo llevas.
Y así, con la vista cansada y los miembros del cuerpo algo entumecidos, llegamos finalmente a la casa del primo. Una gran puerta metálica y un muro altísimo la rodean. Franqueamos la entrada, aparcamos el coche y descargamos nuestras cosas mientras una jauría de perros nos da la bienvenida. La vivienda está a medio construir. Como casi todas las casas de Marruecos. Que se van haciendo, poco a poco, a medida que hay dinero y aumenta la familia. La primera impresión que tengo es la de estar en una masía catalana, una casa de payés como tantas otras.
El primo nos conduce a la habitación de las visitas, separada del hogar familiar y con entrada propia. Es el típico salón marroquí. Muy recargado. Cortinas. Cojines. Alfombras. Mucho dorado por todas partes; incluso han adornado la pared con purpurina. Los sofás en forma de U ocupan la mayor parte del espacio. En medio, una mesita baja. En la esquina un televisor encendido –con pantalla de plasma de no sé cuantas pulgadas– y que ahora emite un programa de música de Libia. El volumen es atronador. Enseguida aparece un chiquillo que trae una bandeja con té y pastas. Mientras nos lo bebemos y entramos en calor, me fijo en el único cuadro que hay colgado en la pared: una foto del rey Mohammed VI junto a su Porsche. También veo un DVD. Curioseo la carátula. Drug Wars, con Benicio del Toro. Que oportuno.
El primo de B se llama Abdu y no tiene inconveniente alguno en que cite su nombre. Tiene treinta y cinco años, está casado y es padre de cuatro niños. Se dedica al cultivo de hachís desde que era muy pequeño. Aprendió el oficio de su padre, que lo aprendió de su abuelo, que lo aprendió de su bisabuelo y así generación tras generación. Abdu manda a uno de sus hijos a buscar el material al almacén. Quiere mostrárnoslo cuanto antes. “Trae un kilo del apaleado –le pide al niño, que enseguida sale por la puerta, y en dos minutos reaparece con un paquete–. Este es el de la peor calidad. Se lo vendemos a los ingleses. También a los italianos –dice él, y yo lo miro y asiento–. Ahora ve y trae el de primera calidad“.
A mí me alucina que un niño de tan sólo cinco años –lo sé porque se lo pregunto– sea el encargado de hacer este trabajo, pero para Abdu no tiene nada de especial. Simplemente se trata de la cosecha. Podrían ser cebollas. O podrían ser patatas. Da la casualidad que es hachís. Así estamos un rato, hasta que la mesita queda llena de paquetes de diferentes calidades. Hay el originario de la zona, el paquistaní, el de no sé dónde… Hace rato que me he perdido. B no ha parado de fumar desde que hemos llegado. Por lo menos se ha liado cuatro porros en menos de una hora. Abdu, en cambio, ni uno.
—¿Tú no fumas? –le pregunto.
—No. Antes fumaba mucho. Ahora sólo business –y mientras lo dice me fijo en que únicamente tiene dos dientes en la parte inferior de la boca.
Abdu se levanta, sale fuera y cuando regresa lo hace con una bandeja. En ella hay un pollo. Me muero de hambre y el olor que perciben mis fosas nasales me dice que voy a disfrutar. Lo ha cocinado su mujer, nos dice. Lleva zanahorias y aceitunas. El pan también lo ha hecho ella, añade. No hay platos ni cubiertos. Comemos con las manos. Bebemos Coca-Cola y mientras lo hacemos él nos explica cómo funciona su trabajo. “Plantamos la marihuana en marzo. La recogemos en setiembre. La dejamos secar hasta la época de las lluvias y después extraemos el polvo; que es la parte más laboriosa. Por cada cien kilos de marihuana se saca un kilo de hachís”. Con Abdu trabajan entre siete y doce personas. Temporeros a tiempo parcial que se refieren a él como “la serpiente”. Y yo, aunque me muero de ganas, me abstengo de preguntar porqué.
Se ha hecho tarde, estoy agotada y algo colocada, pues aunque no me he fumado ni un porro –si me lo hubieran dicho unos años atrás no me lo habría creído– el ambiente está cargado. No hay una ventana que esté abierta y tanto humo me ha afectado a la cabeza. Los ojos me escuecen. Se me cierran los párpados. Y quiero irme a dormir. B nos da unas mantas. Las echamos por encima del sofá y lo convertimos en una cama improvisada. Aquí dormiremos los tres. De momento, los únicos que nos acostamos somos el Kalvo y yo. B continúa fumando y mirando la televisión. No sé hasta qué hora. Caigo rendida mucho antes.
Al día siguiente me despierto con el canto de los gallos. Intento quedarme en la cama un rato más, pero no puedo. Me estoy meando. Así que salgo y voy al baño –un agujero en el suelo–. Me agacho. Me tapo la nariz y hago pis. Después, tiro un poco de agua, me lavo las manos y salgo otra vez fuera. Hoy no me lavaré los dientes. Cuando los demás se despiertan, desayunamos. Más té y pastas. Quesitos. Huevos fritos en un charco de aceite. “Va bien para limpiar. Si fumas has de tomar aceite”, explica Abdu. A su mujer no la hemos visto. Debe estar dentro, supongo. No sé si debería saludarla. Por si las moscas me abstengo de decir nada. Terminamos de comer y Abdu nos hace un recorrido por el lugar.
Primero subimos a la azotea. Allí nos muestra unas plantas que se están secando al sol. Después coge una llave y abre un almacén que hay en el piso intermedio. Antes de llegar el olor que desprende la marihuana es ya muy intenso. Al abrir la puerta, observo plantas y plantas amontonadas de cualquier modo. Abdu coge unas cuantas. Quiere enseñarnos cómo hacen para extraer el polvo y para ello pide ayuda a sus hijos. “Esta tierra no sirve para nada. Si plantas tomates, con la nieve se mueren. Las patatas, también. Se muere todo. Sólo sirve para el hachís. El rey lo sabe. La policía, también. Aquí no entran, ¿sabes? Cada casa tiene sus armas”.
Termina la demostración y nos trasladamos a un anexo. Para llegar hay que bajar unas escaleras muy estrechas. Al hacerlo pasamos junto a una gallina acomodada dentro de una vieja maleta. “Siempre se mete aquí cuando va a poner los huevos”, dice Abdu, y continúa descendiendo hasta llegar a una especie de garaje. Pero en su interior no hay un solo coche. Lo que nos encontramos es una máquina que es la que utilizan para la pintura de los automóviles. O las placas. Yo que sé. Lo único que entiendo es que sirve para camuflar el hachís y así poder pasar los controles en la frontera. En el suelo –y tirados de cualquier modo– hay dos paquetes. Marcados con rotulador rojo. Cada uno contiene treinta kilos de hachís. Intento calcular de cuánto dinero se trata, pero nunca se me han dado bien las matemáticas y el anfitrión no me da tiempo. Abdu está otra vez en el exterior. Los demás lo seguimos. Y entonces él señala las tierras que rodean la casa.
—Todo esto es mío. Cuando murió mi padre nos lo repartimos con mis hermanos. (Y señala con el brazo hacia la derecha). Eso es de mi hermano mayor. (Y luego hacia la izquierda). Eso es de mi hermano pequeño.
—¿Os dedicáis los tres a lo mismo?
—Sí. Mi hermano también ha montado una gasolinera. Está abajo en el camino que cruza el monte. ¿Ves ese puente?
—¿El que cruza el río?
—Sí. Lleva el nombre de mi padre. Él lo construyó.
Continuamos. La siguiente sala a la que accedemos tiene una decoración un tanto peculiar. Los asientos que hay son de automóvil y están dispuestos como si esto fuera un comedor. Entonces Abdu nos muestra las prensas que utilizan para hacer las placas de hachís. Cuento ocho.
—Aquí hacemos tres cientos kilos en un día.
—¿Cuántos?
—Trescientos.
—¿A cuánto vendes el kilo?
—A 1.500 euros.
Nos sentamos. Abdu abre un bote. Es pequeño. De hojalata. Parecido al que se usa para guardar el té. De su interior saca unos moldes pequeñitos. “Son para marcar las pastillas de chocolate. Cada lote lleva una”. Los miro. Hay un montón. Escritos en árabe. En inglés. Un cocodrilo que imita al de Lacoste. Un corazón. Letras con la palabra Skoda. Otras con el nombre 2PAC. De todas, me llama la atención una cifra de diez dígitos que corresponde a un número de teléfono. Mientras intento memorizarlo fantaseo con llamar y ver quien contesta.
Abdu nos cuenta que últimamente el negocio anda flojo. Tienen pocos clientes y todavía les queda mucho material de la cosecha anterior. Kilos y kilos que este año no sabe si podrá convertir en dinero. “Con la crisis el negocio no es lo que era… La gente tiene menos pasta para gastar, además está la guerra. Hay más controles en las fronteras. Buscan terroristas pero a nosotros nos hace más difícil cruzarlas”.
—¿Pero vosotros transportáis el material?
—No. Sólo cultivamos. Es el cliente quien se encarga del traslado. Pero nosotros se lo dejamos todo preparado.
No estamos hablando de piruletas. No se anuncian en ninguna web. ¿Cómo sabe el inglés, holandés o español de turno dónde debe dirigirse? No me da tiempo de hacerle la pregunta, enseguida me cuenta que hace poco ha salido de la cárcel.
—¿Tú? ¿Por qué? Si me acabas de decir que aquí la policía no entra y el gobierno hace la vista gorda.
—Cogieron un camión cargado en la aduana. El tipo cantó y me vinieron a buscar.
Abdu nos dice que le cayeron seis años. Aunque –previo pago de cuarenta mil euros– consiguió que le rebajaran la condena. “Así se hacen aquí las cosas. Con dinero lo consigues casi todo”. Cumplió dos años. Eso sí, en una cárcel marroquí, en unas instalaciones obsoletas, que se han quedado pequeñas y en unas condiciones insalubres. “Las cárceles en Marruecos son como Alcatraz. No hay médico. Las celdas son diminutas. Sin sábanas. Con apenas comida. Es muy duro”.
Antes de irnos nos sentamos en el patio a tomarnos otro té. Ya no puedo más, pero hago un último esfuerzo para quedar bien con el anfitrión, que tan bien nos ha tratado. El Kalvo ni lo intenta. Anda arriba y abajo. Mira el móvil cada diez segundos. Sólo piensa una cosa y es en irse. Yo soy la encargada de levantar el campamento. Meto de excusa a los niños, que siempre funciona. “Están solos desde ayer con la canguro y tenemos un largo camino por delante”. Waja, waja, contesta él y cuando ya estamos a punto de subir los tres al coche le pregunta al Kalvo si le puede traer a algún cliente.
—Yo es que soy ingeniero… No tengo este tipo de amigos.
—Bueno, bueno, si te enteras de alguien, ya sabes. Aquí estamos.
Adaia Teruel (Barcelona, 1978) es periodista de formación y escritora por vocación. Ha trabajado más de diez años como realizadora haciendo reportajes y documentales. Actualmente reside en Marruecos y escribe historias en su blog. En FronteraD ha publicado Nacer en África es tener mala suerte. Los marroquíes se refieren a los negros como “los africanos” y Mientras él sea mi marido. En Marruecos una mujer divorciada estaba condenada. En Twitter: @adaia_teruel