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Viaje a la ciudad del sonido. Sarajevo durante el asedio

 

Un padre bosnio completamente roto restriega sus húmedos ojos ante el cadáver de su hijo –un adolescente– en la morge de Sarajevo. Otra fotografía muestra una panorámica de la ciudad cubierta por la nieve. Es un anticipo de lo que vamos a encontrar en nuestro destino. Son retratos de la tragedia ojeados en la prensa que nos entregaron a bordo de un confortable vuelo de Swissair, el que nos traslada a la capital de la república de Croacia, Zagreb.

 

Mis compañeros José Antonio Carrera, Pedro Garduño, Agustín de la Fuente y yo, con motivo de un programa especial sobre el cerco de Sarajevo, fuimos enviados por Televisión Española a la capital de Bosnia i Herzegovina –así quieren sus habitantes que sea escrito– para entregar correspondencia de los refugiados en España a los familiares que todavía permanecen en Sarajevo. Íbamos a hacer de carteros. El paso de Zagreb era obligado para acreditarnos ante la Fuerza de Protección de las Naciones Unidas (Unprofor). Después sólo tendríamos dos opciones para volar a Sarajevo: desde Split o desde Ancona.

 

El aterrizaje en la vieja Europa parece preparatorio: todo blanco; las pistas están ocultas por un grueso manto de nieve. La primera impresión es que hemos aterrizado en 1945. Junto a la terminal del aeropuerto, vemos los primeros blindados de Naciones Unidas (UN). Sin más dilación que la recogida del equipaje nos presentamos en el cuartel general de Unprofor, en el centro de Zagreb, donde el frío se ve en los rostros de los ciudadanos que expulsan vaho como si fuesen empedernidos fumadores. El exterior del edificio –ocupa una manzana– está abrazado por un muro de un metro de altura. Cada ladrillo tiene pintado en blanco un nombre. Flores marchitas y velas sin llama coronan el vergonzante muro: es un homenaje a las víctimas de la guerra. Dos señoritas, una argentina y una rumana, nos hicieron las credenciales. La europea oriental, una cincelada hembra, poseía una belleza felina. Unas aberturas dejaban al descubierto partes de su anatomía. Mientras escribía, su escote dejaba entrever unos senos pequeños pero turgentes. Aquella mujer, de pelo panocha y carnosos labios rosa chicle, nos quitó el frío por un instante. Obnubilado por la rumana, era incapaz de encontrar el lugar de la rúbrica. Sólo gracias a un gringo que tenía detrás de mí acerté en la firma.

 

La primera noche la pasamos en el hotel Inter-Continental de Zagreb. Tras el desayuno, en el vestíbulo, encuentro a Pedro Garduño –el cámara– hundido en un sillón tomando notas a lápiz en una pequeña libreta cuadriculada: estaba escribiendo su diario. Me pareció un detalle enternecedor. Para Pedro este es su primer viaje laboral al extranjero, pese a que lleva veinticinco años en la empresa. Se ha pasado toda la vida encerrado en un plató. Garduño ha dejado a su familia preocupada y él no lo está menos.

 

Salimos a dar un paseo ataviados con gorro y guantes de fibra polar. Pese a la nieve, la arquitectura croata no puede ocultar su huella austrohúngara: se aprecia en los bellos edificios centenarios. La gente se agolpa en los tranvías con tediosos rostros de frío. A cuatrocientos kilómetros de distancia tiene la barbarie y aquí no se percibe. Atravesamos la abarrotada plaza del Mercado y salimos a la catedral de San Esteban, cuya fachada principal se encuentra cubierta por un andamiaje. Desembocamos en Jelacic Plac, donde se halla la estación principal de tranvías de Zagreb. Atestada de grupos de jóvenes, esta es una plaza donde todo el mundo espera; es el lugar de cita. Con un bello rostro pálido y un largo abrigo hasta los pies, Nea aguarda el tranvía mientras fuma con una ansiedad inusitada. Es una joven refugiada, de padre musulmán y madre croata, que huyó de Mostar con pavor; en la capital de Herzegovina dejó su casa reducida a escombros. En Zagreb busca trabajo de abogada. Después de conversar un buen rato con ella le sorprende nuestro interés por viajar a Sarajevo.

 

Tras haber contemplado una ceremonia de tinte fascista en Jelacic Plac (flamear de banderas, oraciones y fuego eterno), regresamos al hotel para marchar hacia el aeropuerto de la capital de Croacia. El recorrido en taxi transcurrió bajo cero y entre una espesa niebla. El conductor asevera que hace ochenta años que no nevaba así: un metro de nieve cubría la superficie urbana de Zagreb.

 

El aeropuerto estaba poblado de cascos azules y de periodistas; a éstos les delataban  sus maletas de cinc, donde se transporta el material de televisión. El vuelo de Roma que nos llevaría hasta Ancona estaba clausurado a causa de la espesa niebla. En el vestíbulo central vi al gringo que se dirigió a mí la jornada anterior mientras nos acreditábamos en Unprofor. Supuse que era periodista porque llevaba chaleco antibalas, cacao y acreditación colgada del cuello; le pregunté cómo viajaría a Sarajevo. Su respuesta fue tan lacónica como displicente: en un avión ruso de Cruz Roja. Comenté con José Antonio el fecundo diálogo mantenido con aquel sujeto y se le ocurrió preguntar a sus acompañantes con la idea de saber cómo meternos en ese vuelo. Uno de sus colegas, un británico, le dijo a José Antonio cómo lograron el pasaje para volar al día siguiente. En efecto, el gringo era un estúpido pero mi conversación había resultado fructífera.

 

Inmediatamente llamamos a UNHCR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Ayuda a los Refugiados). Enviamos un fax desde el mismo aeropuerto con nuestros números y credenciales y buscamos un nuevo hotel, el Panorama. Sobre las cinco y media de la tarde transformamos la comida en cena.

 

La mañana del domingo 5 de diciembre estaba tan metida en niebla como la del día anterior. Dos taxis nos llevaron al Aerodrom Pleso (Vojna Baza), la zona militar de aeropuerto de Zagreb. Tras un chequeo nos dimos cobijo en un hangar de lona blanca (Reporting Area), donde se encontraban un grupo de cascos azules y otros periodistas. Unos egipcios en círculo, acurrucados, escuchaban un aparato de radio que vomitaba música autóctona de su país. Los pies los teníamos helados; entre nosotros cuatro había nervios y se palpaba tensión. Pedro Garduño, parco en palabras, tan sólo lanzaba de cuando en cuando unos soplidos injustificados. Sin embargo, Agustín de la Fuente, Tinín, el técnico de sonido, era todo extroversión: un huracán. Aunque tosco, es un tipo muy generoso, con un acusado sentido del compañerismo. El estoico José Antonio estaba deseoso de tomar el primer avión que le pusiera en tierras bosnias. Lo mismo me sucedía a mí. De toda la fauna que aguardaba aquel hangar, éramos los únicos que no disponíamos de chaleco antibalas; el Ministerio de Defensa nos había prestado unos chalecos antifragmentos, con estampados de camuflaje, y un casco de color caqui. El resto de los pasajeros llevaba cascos de otros colores. El realizador José Antonio y yo intercambiamos unas palabras con uno de los dos británicos del aeropuerto: era fotógrafo. “¿Es vuestro primer viaje a Sarajevo?”, interrogó. “Será divertido”, sentenció mientras esbozaba una sonrisa en la comisura de los labios.

 

El soldado portugués que nos chequea encuentra en mi equipaje todo un despliegue de cajetillas de Marlboro: llevaba dos cartones y veinte paquetes sueltos. Allí mismo me enteré que lo permitido por Unprofor son cinco cartones. El tabaco americano es la mejor moneda de cambio en la zona en conflicto.

 

La espera hizo que entrásemos en contacto con un grupo de austríacos que viajaban en misión humanitaria; pertenecían a Hope’87 (Hundreds of Original Projets for Employment). Poco tiempo después se nos comunica que, por razones climatológicas, el vuelo a Sarajevo ha sido cancelado. El grupo austríaco nos pidió dos taxis y nos recomendaron el hotel donde se alojarían ellos, el Motel Zagreb. Aquel lugar estaba lleno de refugiados bosnios, les delataban sus rostros hambrientos y su aspecto necesitado. El comedor lo ocupaban las familias cargadas de niños voraces. Allí tomamos una cerveza con el grupo formado por Robert Ottitsch, secretario general de Hope’87; Nadia, relaciones públicas; Herwing Kriso, empresario de informática, y dos bosnios. Hope’87 es una organización creada por el Gobierno austriaco dedicada a la ayuda de los jóvenes. En Sarajevo tienen  la misión de entregar cuarenta kilos de medicamentos y apoyar a muchachos mutilados de guerra. Les mostramos el paquete de cartas que pretendemos entregar en la ciudad asediada y nos dimos cita para la cena, a la que se sumaron los dos periodistas británicos y el gringo.

 

Fuimos a un restaurante especializado en gastronomía bosnia y cenamos cordero asado. Durante la cena Robert, un joven de treinta y dos años con una larga cabellera recogida en una trenza, que se expresa en un correcto español, me comentó que el pasado octubre el Holiday Inn, el único hotel habitable de Sarajevo, carecía de luz, cristales en las ventanas y calefacción. Lo único que tenía era comida, dado que se la sirve la propia cadena. Según Ottitsch, la dirección del establecimiento, donde se hospeda la prensa internacional, recompensa económicamente a las partes en conflicto para que sea respetada la integridad del edificio. Así lo ratifica Dragan Jovanovic, uno de los bosnios del grupo. Robert nos invita a alojarnos en la casa donde se instalarán ellos, el único inconveniente, comenta, es que está a orilla del río Miljack, en segunda línea: al otro lado están los francotiradores serbios. Tendremos mucho ruido, pero habrá calor humano.

 

De vuelta al hotel pongo la radio. Escucho que Radovan Karadzic, un psiquiatra de las montañas montenegrinas de Dinara, afirma que el conflicto finalizará antes de fin de año. Un capitán español, muerto al estallar una mina cerca de Mostar, y un sargento herido han llegado a Madrid. El Atlético de Madrid ha empatado a uno en Oviedo. Es domingo.

 

 

It´s really!

 

¡Por fin! El lunes 6, día de la Constitución en España, sobre las doce del mediodía subimos a bordo de un Jumbo ruso de la Cruz Roja. La misma operación que en días anteriores: Reporting Area, chequeo del equipaje y larga espera. Un soldado portugués supervisa, otro sueco puntea, un grupo de belgas espera, un francés hace su aparición, tres canadienses conversan. Si no fuese porque todos los cascos azules hablan entre sí el mismo idioma, el inglés, aquello bien podría ser una torre de Babel. Vehículos de Naciones Unidas nos trasladaron desde la zona militar al aeropuerto civil de Zagreb.

 

Ya en la misma pista nos pusimos a grabar: la carga del equipaje y los rostros de quienes éramos engullidos hasta la panza de aquel gigante alado. Los pasajeros nos sentamos como podemos a ambos lados del avión. En la parte central va todo el cargamento de ayuda humanitaria. Es tal el volumen de bultos que no divisamos a los de enfrente. Junto a nosotros viaja un grupo de Médicos sin Fronteras y un equipo de National Geographic. “It’s really!”, nos decimos José Antonio y yo. Ahora sí que es cierto: volamos a Sarajevo. Mientras, Pedro Garduño graba aquel abigarramiento en que nos encontramos inmersos.

 

Cuando ya sobrevolamos Sarajevo una visita a la cabina del aparato me facilitó una visión aérea de la ciudad asediada. Comenzaba el descenso y el acristalamiento hasta el suelo del morro permitía ver perfectamente el trazado urbano de la capital. Una vez en tierra salimos del avión entre el rugido de los motores. Obligatoriamente pertrechados con chaleco y casco, atravesamos a la carrera la pista, obedeciendo las persistentes órdenes de un militar UN. Estaban disparando sobre la torre de control, cubierta con planchas de madera en sustitución del acristalamiento original. Atravesamos una intrincada zona de sacos terreros y contenedores llenos de arena hasta llegar a un túnel donde, entre un gran barrizal, recibimos el equipaje transportado sobre una plataforma mecanizada. En lo que en su día fuera la terminal de pasajeros, hoy no hay nada. Tan sólo salas prefabricadas con más planchas de madera –el cristal ha desaparecido– y un mostrador donde un uniformado hace entrega de una tarjeta de embarque de fabricación casera con un avión dibujado y la inscripción Maybe Airlines. Debido al severo castigo artillero al que se encuentra sometida esa parte de la ciudad, nunca existe seguridad de vuelo.

 

Todos embarrados subimos a una tanqueta blindada de UN, dirigida por soldados egipcios y nos trasladan al PTT, centro de telecomunicaciones. Viajamos como sardinas en lata, apiñados entre nuestros bultos y los cinco egipcios, más seis civiles que entraron a presión; no existe el menor espacio para movernos dentro y hay un fuerte hedor fisiológico. Aquel trayecto visto a través de las ventanitas laterales de la tanqueta, casi mirillas, es difícil de olvidar. Después de atravesar un laberinto de elaboradas montañas de tierra que protegen el aeropuerto, aparece una ciudad fantasma: destrucción, desolación, vaciedad, abandono, ruinas, casas sin techo, muros ahumados y ni un atisbo de vida, ni un ser humano. Algún que otro perro esquelético pasea entre el exterminio. Era el barrio más castigado de Sarajevo: Dobrinja. Pese a todo, en aquel lugar todavía vive gente; así lo atestiguan algunas prendas tendidas en las ventanas. Ese conjunto de imágenes a través de las ventanitas del shuttle es lo que más me impresionó de esta cruenta y absurda guerra.

 

En el PTT, centro de obligada visita para entrar a la capital bosnia, nos esperaban Robert y dos miembros de la Armija (Ejército bosnio) que trabajan para Hope’87. Salko Durmo es un policía voluntario –antes era economista–, a quien su amigo Nenad-Neno Jurin, músico y miembro del grupo Indexi, le ha dejado su casa porque él ha huido a Liubliana. Es el tercer piso de un hermoso palacete del siglo XIX, situado en la parte trasera de la facultad de Filosofía y flanqueado por el calcinado Parlamento y el museo de Bosnia i Herzegovina. En Dure Danicia número 11 nos instalamos con los amigos de Hope’87 y Salko, quien ha perdido su hogar, siete miembros de su familia y cuarenta y siete kilos de peso. Su esposa y sus dos hijos, por seguridad, viven en otra casa. Para no conocernos de nada, nos ha hecho un recibimiento sorprendente, ha sido muy generoso.

 

Salko nos llevó a la Televisión de Bosnia i Herzegovina, donde contactamos con Belmin Karamehmedovic, un joven intérprete de español, y nos citamos para el día siguiente en nuestro domicilio, no sin antes advertirnos del peligro del barrio. De vuelta a casa, bajo una espesa niebla, atravesamos la Vojvode Putnika, rebautizada como la Avenida de los Francotiradores. Nos cruzamos con almas en pena caminando o en bicicleta y resulta chocante verlos de esa guisa, sin protección, cuando a nosotros nos recomiendan el uso del chaleco y del casco. Salko pisa con fuerza el acelerador cuando atraviesa tramos sin edificios altos, que protegen de las colinas donde se encuentran los radicales serbios; la niebla también ampara de esos irracionales. En casa Nadia había preparado una cena fría de queso y salami. Salko se encargó del té e hizo las camas. Después se marchó porque tenía servicio toda la noche. Su especialidad es la desactivación de explosivos.

 

Los sarajevitas han aprendido a vivir entre tinieblas porque la energía eléctrica va por barrios. Nuestra vecina Verica, una joven ingeniera, nos explica que la luz la reciben cada cinco días, cuatro horas por distrito. Entonces aprovechan la velada para pasar la aspiradora, hacer la colada y, los que tienen agua corriente, bañarse caldeados. Además cocinan para dos o tres días.

 

El agua la hemos de traer en grandes cubas de la fuente del barrio y desinfectarla. Tras la cena, no podemos evitar los chistes sobre nuestros atuendos de dormir: Tinín se cala hasta el entrecejo un gorro de fibra polar con borlita. El frío aprieta y el tableteo de ametralladoras y disparos aislados son incesantes. Una experiencia nueva: el lavado de cara y cepillado de dientes a la luz de la vela, pero agachados para no crear silueta frente a la ventana que da a la línea chetnik, en el sur. Lo mismo sucede a la hora de orinar. Tragicómico. La vida hogareña se hace en las habitaciones que dan al norte. En el salón dormimos Pedro y Agustín, en una cama doble, y yo en una improvisada con cojines sobre el suelo. A mis pies hay una vitrina con antigüedades, restos de ánforas, minerales y colas de granadas, fragmentos de metralla, una bala… en fin, recuerdos de esta despreciable guerra. En las estancias adyacentes duermen Robert, Nadia y José Antonio.

 

En mi primera noche en Sarajevo apenas concilié el sueño. Entre el festival sonoro, los nervios, el frío y los ronquidos de Tinín al compás de los disparos, casi no pegué ojo. De vez en cuando el fuerte viento hacía golpear las chapas de hojalata que colgaban en el edificio del Parlamento, producto de los cañonazos recibidos. A las seis de la mañana un fuerte estruendo, de artillería pesada, me despertó definitivamente. A las siete, un ruido más: el despertador.

 

Conversando con el joven Belmin, de veinticinco años y gran corpulencia, me quedé impresionado. La gente de su generación no tiene perspectiva de futuro. Él trabaja en Bosnia i Herzegovina Television de periodista; realiza un servicio de guerra. Con anterioridad al estallido del conflicto, Belmin estudiaba tercero de Económicas. “Cuando acabe la guerra, si vivo, quiero formar una familia y acabar mis estudios”, me explica. Ese dubitativo “si vivo” fue conmovedor. Sólo en una situación así se matizan de ese modo las palabras.

 

Belmin cuenta que ayer, día 6, murieron seis personas y otras treinta resultaron heridas en el barrio de Ciglane, mercado próximo al antiguo estadio olímpico. El terror en el corazón de Sarajevo. Ahora entiendo el festival sonoro de la pasada madrugada, pues sucedió muy cerca de nuestra casa.

 

En la capital bosnia viven hoy 350.000 seres humanos sin distinción étnica. Al otro lado del Miljacka, en la zona tomada por los chetniks, sobreviven 120.000. Antes de la guerra Sarajevo contaba con una población de 500.000 habitantes. La ciudad se pone en marcha cada mañana. Sus ciudadanos asisten al trabajo para mantener engrasada la maquinaria estatal porque, en precario, el Estado continúa funcionando. También la empresa privada. La falta de actividad y las calles desérticas es lo que hace distinguir un domingo o festivo de cualquier otro día de la semana. Los colegios han dado paso a las clases en domicilios particulares; como medida preventiva la enseñanza se imparte cada vez en una casa distinta dos veces por semana y se forman reducidos grupos de niños. Una profesora nos pidió que no grabásemos el exterior por precaución. Son escuelas clandestinas a las que muchos padres tienen miedo de enviar a sus hijos y prefieren que inicien el aprendizaje en el entorno familiar.

 

Husein Kurtagic, director de la organización humanitaria SOS, asegura haber reencontrado unas 22.000 familias bosnias, cerca de 50.000 personas. Aproximadamente 1.280 han sido localizadas cuando sus parientes y otras instituciones las daban por muertas. El señor Kurtagic, entrado en canas, es ciego de nacimiento y reside en Vase Miskina 15, en el centro de la ciudad. SOS lleva un año en funcionamiento y es el único organismo de estas características existente en Sarajevo; aunque es una organización independiente, recibe ayuda del Gobierno de Alia Izatbegovic. Su objetivo prioritario es encontrar a los desaparecidos; quieren establecer las condiciones necesarias para la vuelta de todos los refugiados, primero a Sarajevo, luego a Bosnia i Herzegovina. Nadie puede calcular el número exacto de ciudadanos desaparecidos, pero, según Kurtagic, puede haber 50.000 personas en paradero desconocido desde el inicio de la contienda.

 

Junto a la cocina de los Kurtagic, en lo que antes debió de ser la despensa, un agazapado radioaficionado está en contacto con Tuzla, ciudad del norte de Bosnia donde sobrevive un gran número de refugiados musulmanes. Los mensajes son breves, pero efectivos; son de gran utilidad al carecer de sistema telegráfico. Las telecomunicaciones en la antigua república yugoslava no funcionan, de ahí la importancia de los radioaficionados.

 

En la arteria principal, la avenida del Mariscal Tito, la iglesia adventista ha instalado unos paneles con grandes listados donde figuran las personas que tienen correspondencia o algún envío. Si aparecen en el listado han de acudir al almacén de ADRA (Agencia de Ayuda Comunitaria de los Adventistas). Anton Kovac, un anciano ingeniero con aspecto de bohemio, no tiene correspondencia, pero nos entrega una carta para Sri Lanka. La entrega de cartas a los periodistas es una práctica muy habitual en esta ciudad hostigada por los cuatro costados. 

 

José Antonio, realizador y fotógrafo, se recrea con los rostros famélicos y ávidos de comunicación con el extranjero. Mientras algunos vecinos escudriñan la lista, José Antonio, sin ninguna precipitación, ordena motor con la parsimonia del que quiere captar momentos de vida, sin reparar en que está arriesgando la suya. Él sabe bien que la belleza no se atrapa fácilmente; Carrera es un ser reñido con la celeridad. Sus trabajos poseen una sobriedad medida y meditada: son narraciones audiovisuales que transmiten emoción, su gran obsesión; han enaltecido mis desnudos textos. En un año largo ya de maridaje profesional ha habido un intercambio casi genético entre él y yo. Nos hemos transmitido oficio, nos hemos fagocitado mutuamente; se ha producido una dualidad muy enriquecedora. Si bien es cierto que no resulta complicado con un ser tan entrañable, ajeno a los productos que acostumbra a vomitar el televisor.

 

El discurso de José Antonio es calmo y tranquilizador; a menudo exasperante, su timbre de voz es sedoso, manso. A veces me gusta enojarle, pero no logro arrancarle grandes desbarros. Pese a su gran altura, puede dar la impresión de fragilidad, pero engaña: es un tipo curtido en la selva, en la humildad de una choza, en la frugalidad de un plato de frijoles. Por el contrario, esos casi dos metros de humanidad, con su Billingham por bandolera como si fuera la canana cruzada de un zapatista, posee una exquisitez extrema; tiene el refinado gusto de quien se arma en Armani. Carrera guarda celosamente su retina, blindada por una Leica. Cuando su largo y huesudo índice, su verdadero corazón (Barthes), oprime el botón de disparo, es porque ha atrapado un momento de vida, pese a que juegue con la suya. 

 

 

Visita obligada a Kosevo

 

Según la dirección del hospital Kosevo, el mayor centro sanitario de Bosnia i Herzegovina, en veinte meses de asedio sobre Sarajevo, han perdido la vida treinta y dos trabajadores de este establecimiento. Los radicales serbios han destruido por completo los edificios de pediatría, ginecología y fisioterapia. El psiquiátrico se encuentra en zona ocupada y materialmente destrozado. En el complejo de Kosevo han caído doscientas treinta granadas de los artilleros serbios. La dirección hospitalaria cree que no son agresiones casuales, sino que están perfectamente dirigidas.

 

La clínica de cirugía abdominal fue bombardeada el pasado 30 de noviembre por los chetniks. Los destrozos están a la vista: la pared del quirófano de la primera planta tiene un enorme agujero; dos enfermeras murieron y un médico más dos sanitarios resultaron levemente heridos. Hoy este centro se ha convertido en un puesto de primeros auxilios, aunque carecen de medicamentos. A veces faltan el agua, la electricidad y el gas. La evacuación de heridos a cargo de los cascos azules es una estampa habitual. De las 2.260 camas existentes, son útiles un 80%. Los jóvenes y los niños, según la dirección de Kosevo, son los más afectados.

 

Muamer Sultic tiene diez años y lleva ocho meses aquí internado, a causa de una granada de mortero. Camina en silla de ruedas por los pasillos de uno de los pabellones del hospital. El edificio, que todavía huele a pintura, ha sido restaurado por la Cruz Roja noruega. Muamer tiene una cara de manzanita de aspecto saludable, una mirada muy despierta, pero su columna vertebral está gravemente dañada. Sus padres y sus tres hermanos mayores viven en Konjic. Cuenta, con una narración fluida, reflexiva, impropia de su edad, cómo un casco azul danés le trajo hasta aquí. La criatura, en una silla de ruedas, asegura que los médicos ya no pueden hacer más; necesita salir de Sarajevo para tener alguna esperanza. Después de grabar una secuencia con Muamer nos despedimos de un niño difícil de olvidar.

 

A través de la ventana veo la muerte caminando: un cadáver es conducido a la morgue.  Cuando giro la cabeza me topo con un hombre desbaratado apoyado en dos muletas por el pasillo. Sulejman Kutincic, un joven electricista de veintitrés años, lleva nueve meses internado a causa de un francotirador. En la puerta de su casa le dispararon con balas explosivas, prohibidas por la Convención de Ginebra. La implosión le destrozó el estómago alcanzándole la columna y le han extraído el bazo y un riñón.

 

Mientras grabamos y conversamos con la directora del pabellón más moderno de Kosevo, una fuerte explosión nos interrumpe de súbito. Su rostro se transformó por el sobresalto, un rictus de amargura paralizó su discurso. Aquella mujer, que ya debía de estar habituada a todo tipo de crueldades, se quedó desencajada. Un nuevo sonido, el teléfono, le confirma a nuestra enjuta anfitriona que una granada de mortero ha caído en el edificio de al lado, en traumatología. Salimos veloces hacia el inmueble adyacente pero todo lo que encontramos son unos colegas armados con todo tipo de cámaras fotográficas de distintos objetivos. Qué inmediatez. En Sarajevo la muerte se huele.

 

Por Kosevo han pasado en veinte meses 41.631 personas; han fallecido en las dependencias 3.019 y 1.541 a causa de esta inexplicable guerra.

 

A la puerta de cada pabellón están los contenedores de basura completamente desbordados, debido a la falta de gasolina para ser transportados a los vertederos. Los perros olisquean una materia nauseabunda: tubos impregnados de sangre, gasas usadas, jeringuillas, despojos humanos, recipientes clínicos con plasma, algodones infectos.

 

Como despedida del hospital visitamos al doctor Vlado Cuijak, para quien tenemos una carta de su esposa e hija que están refugiadas en España desde el 1 de mayo de 1992. El doctor Cuijak es un croata que representa diez años más de los que tiene, treinta y cinco. Especializado en medicina interna, Vlado quiere salir cuanto antes de este infierno y reunirse con su familia. Su hija, Ivana, se recupera en España de leucemia. Él, después de haber perdido su casa en el barrio de Grbavica, ocupado por los chetniks, vive con sus padres y hermana. Su salario es simbólico, cobra tres marcos mensuales, 279 pesetas, el equivalente a dos cajas de cerillas o un paquete de tabaco bosnio. Su labor cotidiana desde hace un año es la atención a enfermos de abdomen; son pacientes que en condiciones sanitarias normales ya estarían dados de alta. El doctor Cuijak nos muestra una fotografía de su hija y, a través de la cámara, le envía un mensaje enternecedor a ella y a su madre: “Vivo sólo para el día en que podamos vernos. Esta guerra nos ha separado, pero soporto los horrores más fácilmente cuando pienso en vosotras. Para la mejor hija del mundo y la más guapa, su padre la quiere mucho. Un beso para mamá”. Dejamos a Vlado un tanto afligido porque él creía que nuestra presencia estaba motivada para tramitar su salida de Sarajevo. 

 

 

La hospitalidad bosnia

 

Aparece por casa Salko Durmo, el policía amigo que nos dio hospedaje, para llevarnos al pub que regenta con otros miembros de la Armija. Nos tienen preparada una cena. Salimos ya de anochecida y caminamos en fila india bajo un cielo estrellado que siluetea los edificios destruidos; tras el frontis no hay más que vacío. Atravesamos la plaza del Parlamento y la avenida de los snipers (francotiradores) protegidos por la oscuridad. Las pisadas se escuchan limpiamente –hojalatas y añicos de cristales alfombran los suelos–, los tacones femeninos suenan sobre el asfalto antes del toque de queda, a las diez de la noche. Las calles desiertas, sin vehículos, con la inevitable ración de disparos, transforman el paseo en algo fantasmagórico pero atractivo. En el cielo se dibujan las trayectorias luminosas de las balas trazadoras y alguna que otra deflagración. El olor a quemado y a chamusquina nos acompaña en el trayecto. Inexplicablemente, entre las ruinas, se ve alguna luz mortecina tras unos cristales marcados con un aspa de cinta adhesiva: para sujetar el vidrio ante los estruendos.

 

Caminamos junto a los muros que todavía quedan en pie o pegados a los encofrados de hormigón que atraviesan las intersecciones peligrosas, por estar en el punto de mira de los chetniks. Cada vez que inesperadamente nos cruzamos con un coche nos descubre con sus destellos. Los automóviles son escasos porque en la ciudad carecen de gasolina; sólo Unprofor cuenta con carburante. El resto de los vehículos que circulan en Sarajevo  han de lograr el combustible en el mercado negro.  

 

La entrada a Press Club me trae a la memoria los pubs de Belfast. Unos sacos terreros protegen la escalera que nos lleva bajo tierra. En penumbra y con calefacción, todos los parroquianos nos dan la bienvenida. La techumbre es abovedada, de ladrillo visto; una de las paredes está decorada con antiguos aparatos de radio. En el local hay varios policías de paisano que han dejado sus armas sobre la barra. Son jóvenes voluntarios que se alistaron a la Armija; los bosnios no tienen soldados profesionales, es un Ejército sin formación porque la mayoría de los cuadros eran serbios, quienes se quedaron con el armamento. En el pub suenan los Gypsy Kings y Julio Iglesias. Ya en vivo, Sonidos Bárbaros, un grupo de ocho miembros que interpretan música española. Uno de los guitarristas, un enlutado y flaco joven, resulta ser el viceministro de Economía de Bosnia i Herzegovina. Salko Durmo me dice todo esto es por y para nosotros. Sonidos Bárbaros cantan Gracias a la vida, de Violeta Parra. Y arriba, en la superficie, el terror. Qué poca distancia entre la vida y la muerte.

 

Por si eran pocos los agasajos, nos ofrecieron una suculenta cena de cordero asado con patatas. Cuando llevamos a la boca aquel manjar resultó estar helado. Qué difícil resulta comer unas patatas doradas al horno y endurecidas por el frío. No digamos ya el cordero. Sin embargo, aquellos alimentos nos sabían a gloria: la hambruna es prodigiosa. Robert Ottitsch nos explica de dónde salió el cordero: van a comprarlo a los pastores de las montañas, a un lugar muy próximo al frente. Han de atravesar una peligrosa línea de fuego, a la carrera y con el cordero sobre los hombros. Y eso para halagar a unos desconocidos como nosotros.

 

Todos los comensales devoran el cordero con ganas. A la mayoría, ataviados con sus mejores galas, les delatan las prendas: han perdido peso. Los hombres llevan el pantalón fruncido en su parte trasera y sujeto por el cinturón. Los sarajevitas ha adelgazado una media de veinte kilos con esta guerra.

 

Fijo mi mirada en un punto determinado de la mesa, sobre un paquete de tabaco. ¡Qué curioso! Al carecer de papel, de madera, de celulosa, los cigarrillos están envueltos en hojas de libro impreso. Son paquetes sin marca, aunque el tabaco nacional es el Drina.

 

 

La vida no vale nada

 

Seguimos con la entrega de cartas. Llamamos previamente al interesado y después nos entrevistamos con él. Así lo hicimos en el caso de Brankica Hadzjiabdic, con su hermana en España. El lugar de cita fue bajo un paso elevado en las cercanías del estadio de los Juegos Olímpicos de Invierno de 1984, junto a su domicilio. Flanqueados por enormes pilas de vehículos abandonados, grabamos el encuentro. Mientras estábamos entrevistando a Brankica, una bala sobrevoló un metro por encima de nuestras cabezas e impactó contra el hormigón de uno de los pilares del paso. Quedó registrado en la cinta de grabación. Nuestro desconcierto fue tal que enmudecimos de inmediato. Blancos como el almidón, dejamos de grabar. A la par una sirena lejana nos indica peligro y sugiere ponerse a resguardo, aunque la seguridad en Sarajevo es cuestión de fortuna.

 

Un día después, por la mañana, José Antonio y Pedro salieron con nuestro chófer, Husein Hadzovic, para grabar una secuencia en la Avenida de los Francotiradores. Robert Ottisch, que había salido de madrugada, regresó muy temprano. Entró en casa hurgándose el cuero cabelludo. Con las yemas del índice y el pulgar sostenía algo extraído del cabello, eran fragmentos de cristales de un tiroteo que habían sufrido en la calle perpendicular a la nuestra, en Franje Rackog. Un francotirador había recuperado la posición que tenía hace meses y desde unos cincuenta metros había hecho fuego contra el vehículo de Hope’87. Les había destrozado las ventanillas y a Robert casi le afeita la patilla izquierda, además le dejó un fuerte zumbido en el oído. Aquella calle ya no se podía utilizar a la ligera. Inmediatamente Tinín y yo salimos con precaución bajo los soportales que dan a la Avenida de los Francotiradores para avisar a nuestros compañeros que no entrasen por la calle habitual. Desde nuestra posición escuchamos el tintineo de las balas contra las farolas de la avenida. Después de mucho esperar y ver cómo todo viandante o vehículo que cruzaba Franje Rackog era obsequiado con una lluvia de plomo, aunque con poca suerte para el francotirador, decidí volver a mirar hacia el portal y, en efecto, allí estaba nuestro coche, un Audi 80 Turbo D sin blindar y sin cristal trasero; un plástico hacía las funciones. Nuestros compañeros estaban en casa, habían entrado en la calle bajo una nube de disparos de aquel criminal. La habían esquivado con la habilidad de Husein y algo de ventura. A contraluz vieron cómo los impactos levantaban una polvareda sobre el asfalto.  

 

La capital bosnia y sus ciudadanos son castigados con un mínimo de ochenta granadas diarias y un máximo de seiscientas. Sus agresores, instalados en las colinas que rodean la ciudad, emplean todo tipo de armamento: cañones sin retroceso, carros de combate, lanzagranadas, morteros… Los sarajevitas están hartos y cansados, y deseosos de salir del infierno. El joven movilizado contra su voluntad está hastiado de ejercer el patriotismo, el anciano que tiene que obtener leña de las húmedas raíces, los niños que juegan a la guerra en la guerra (han muerto cerca de dos mil desde abril de 1992), el pequeño comerciante de Bascarsija, esas mujeres que pese a todo logran acicalarse sin agua corriente. No son musulmanes, son ciudadanos del Estado soberano de Bosnia i Herzegovina. Y los que son musulmanes no practican, así lo confirman la mayoría de los habitantes que tuvimos ocasión de conocer. Como nuestra vecina del segundo, la señora Stojka, una anciana que comienza a sentir una enorme soledad y una profunda melancolía. Se hunde en la depresión cuando piensa que los conciudadanos europeos les dan por perdidos. Ya en Madrid, la reconocí en unas imágenes de un telediario. Entre las ruinas, iba corriendo, todo lo deprisa que permite la vejez.

 

En la mezquita de Magribija, desde el alminar, un joven muecín convoca a los musulmanes para la oración de las doce. El minarete está mutilado y arrumbado en el pequeño jardín de la entrada. La oración suena con nitidez en varias manzanas alrededor; se escucha como las pisadas de los viandantes que caminan a lo lejos. Pero en la mezquita no entra un alma. Sólo un psicópata como el psiquiatra Radovan Karazic –un caso manicomial– ve en estos ciudadanos la amenaza islámica. Las fuerzas de su mentor Slobodan Milosevic, presidente de Serbia, no sólo no se conformaron con destruir la Biblioteca Nacional (el 26 de agosto de 1992), sino que también las escuelas son objetivos del terror: atacar la cultura y la memoria colectiva.

 

El pasado 9 de noviembre tres niños y una profesora murieron en el acto a causa de una granada de mortero lanzada por los chetniks. Inexplicablemente, el proyectil entró por un hueco entre dos planchas de hormigón solapadas que protegían el establecimiento en los bajos de un bloque de viviendas. Era una escuela improvisada. Para grabar el lugar de los hechos algunos padres nos hicieron firmar una serie de documentos y un compromiso para enviarles una copia de la grabación. El local se conserva tal y como quedó después del ataque, lo conservan así como testimonio. Un trozo de cuero cabelludo adherido al encerado, un fragmento de masa encefálica incrustada en un cuaderno de caligrafía, sangre salpicada por los pupitres, caos, desorden. Es un museo macabro.

 

Además de las víctimas mortales, veintitrés niños de primero y tercero de nuestra Educación General Básica quedaron heridos. Amela, un angelito de nueve años que posa ante la retina de José Antonio entre coqueta y recelosa, nos cuenta, como superviviente de la barbarie: “Recuerdo que un señor me tomó en brazos. Luego me cogió mi padre. Y ya en la ambulancia me afeitaron la cabeza. Fui herida aquí”. Se desprende de su gorro de lana y queda al descubierto una brecha en su sien izquierda; son diez centímetros aproximadamente de cicatriz sobre una cabecita pelona que le agrandan todavía más sus bellos ojos azules.

 

Mientras escribía el texto para el reportaje que debíamos enviar por satélite a la mañana siguiente (14 de diciembre) estaba cayendo un auténtico diluvio de proyectiles. Era noche cerrada y Tinín fabricó una especie de flexo con el trípode de la cámara, cinta adhesiva y mi linterna Mag-Lite, a la que tuve que cambiarle tres veces las pilas en el transcurso de dos horas. Al haz de luz había que añadir el tenue resplandor que desprendían dos velas. En el silencio de la noche sólo se escuchaban los estruendos artilleros y el aporrear de la máquina, a la que no le funcionaba el carro y le faltaba la ene. Cuando finalicé, una fuerte explosión, como de carro de combate, logró alterarme el sistema nervioso y pensé: ¿para qué acostarme?

 

El resultado de aquella detonación era previsible. Al día siguiente todos los telediarios de BiH-TV daban la noticia: ocho muertos a orillas del Miljaca, a doscientos metros de nuestra casa. Además, un soldado de la Armija fue muerto por un francotirador. La dureza del ataque obligó a la Fuerza de Protección de Naciones Unidas (Unprofor) a cerrar provisionalmente el aeropuerto. Uno de los morteros alcanzó al hospital de Kosevo, sin causar víctimas.

 

El día de nuestra marcha, a las seis de la mañana, todavía en tinieblas, nos vino a recoger Husein, quien fue recibido por un sniper de Franje Reckog con una buena ración de disparos. Los francotiradores no duermen o se relevan para matar en la oscuridad. Los fines de semana acusan los efectos del alcohol y las noches son una verbena. Un golpe ruidoso, un repentino apagado de luces y el súbito silencio del motor me hicieron pensar que a Husein le habían tocado. “¡Husein, Husein!”, grité. “Yes!”, contestó amedrentado a unos treinta metros. Había encaramado el coche al bordillo para evitar ser alcanzado por el fuego. Ninguno entendimos cómo se metió en la calle de la muerte, cuando le esperábamos con todo nuestro pesado equipaje bajo los soportales de la Vojvode Putnika, la popular y aciaga Avenida de los Francotiradores, donde nos había recogido los días precedentes.

 

En el aeropuerto, sobre las diez de la mañana, nos encontramos con el ministro de Defensa español Julián García Vargas, quien está en la capital por casualidad: la niebla obligó a aterrizar al avión en el que viajaba procedente de Medjugorje. Era el primer miembro del Gobierno español que visitaba Sarajevo, aunque fuese accidentalmente, por tres horas. Y nosotros éramos los únicos periodistas españoles que estábamos allí, desde el 15 de diciembre. Cuando se acercó a saludarnos comentó: “¿Cómo vamos a comernos el turrón después de ver esto?”.

 

Durante mi estancia en Sarajevo, la ciudad con mayor fecundidad sonora para grabar que haya visitado nunca –y no es un sarcasmo–, se produjeron una serie de acontecimientos en el resto del mundo, como era de esperar. Una vez en España, repaso la prensa y veo que han fallecido el narcotraficante Pablo Escobar (lo mataron), el diputado español Fernando Sagaseta, el músico Frank Zappa y Ángeles Rodríguez, la abuela rockera. En Sarajevo ya han muerto casi once mil seres humanos y desconocemos sus nombres.

 

 

Madrid, enero, 1994    

 

 

 

 

J. Benito Fernández (Tomiño, Pontevedra, 1956), entregado a la escritura de biografías, se dio a conocer con la muy celebrada El contorno del abismo. Vida y leyenda de Leopoldo María Panero (Tusquets, 1999). Con Eduardo Haro Ibars: los pasos del caído (Anagrama, 2005) quedó finalista del XXXIII Premio Anagrama de Ensayo. También en la estela biográfica publicó Gide/Barthes. Cuaderno de niebla (Montesinos, 2011). En FronteraD ha publicado Maltrecho rigor. ‘El cura y los mandarines’, de Gregorio Morán.

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