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Viaje a Liberland. Gloria y desengaños de una aventura libertaria en el corazón de Europa 

Prólogo 

—¿Estás seguro de que es aquí?
Cuando llegamos y vimos la fachada de ladrillo del Hotel Lug, recién pintada, nos pareció extraño que el presidente de Liberland hubiera decidido celebrar el primer aniversario de la declaración de independencia de su país en un anticuado hotel de cuatro estrellas, perdido en medio de la neblinosa campiña de Eslavonia, en los confines orientales de Croacia. Sin embargo, no cabía duda: una hilera de berlinas oscuras con los cristales tintados iba entrando en el aparcamiento a un ritmo regular. Nos dirigimos al vestíbulo, donde un recepcionista nos entregó las acreditaciones de “periodista” con una sonrisa. El salón de actos estaba abarrotado, el centenar de asientos ya estaban ocupados y varias personas se habían visto obligadas a permanecer de pie, apoyadas en las paredes. Nos sumamos a ellas discretamente y, casi enseguida, se apagaron las luces. Una pantalla de proyección se desenrolló lentamente en medio de un silencio sepulcral y el rostro de una redondez perfecta de Vít Jedlička apareció en la tela de PVC.

—Estimados amigos, siento no poder acompañaros hoy. Me encuentro en Bezdan, en Serbia, a unos veinte kilómetros, al otro lado de la frontera –empezó a decir–. La Policía croata tenía órdenes de no dejarme entrar. Ya lo ven, soy una persona non grata en Croacia –prosiguió con una curiosa mezcla de solemnidad y de socarronería–. Pero ¡qué más da! ¡Eso demuestra que se toman en serio nuestro proyecto!

Entre los presentes se oyeron algunos cuchicheos. Tal vez Vít Jedlička no tuviera permiso para pisar el suelo croata, pero había conseguido cruzar esa frontera a pesar de todo, y pensaba aprovecharlo. Durante media hora, disertó sobre el nacimiento de Liberland un año antes y sobre todo el trabajo llevado a cabo desde entonces. Enumeró las dificultades que habían surgido y los éxitos logrados. Para acabar, desgranó los proyectos futuros, todos ellos celebrados con estallidos de aplausos.

—¡Muchas gracias a todos! Necesitamos el máximo apoyo para crear el primer país verdaderamente libertario del mundo. Si desean hacer donativos, pueden acudir a nuestra página web. Y no olviden jamás nuestro lema: “Vivir y dejar vivir”.

Encendieron las luces de nuevo. Hubo un breve silencio, interrumpido enseguida por el alboroto de las sillas al arrastrarse, los pasos por el parqué encerado y las conversaciones entre participantes. Había ingleses, estadounidenses, españoles, indios, rusos, nigerianos, cataríes… Salvo los anglófonos de nacimiento, todos ellos se expresaban en globish. Los intercambios de tarjetas de visita daban comienzo o ponían fin a cualquier presentación. Salimos a tomar el aire.

Debían de ser las once de la mañana y la aldea de Lug parecía despoblada. Mientras nos abríamos paso por las callejuelas mal pavimentadas de los alrededores del hotel, nos preguntamos cómo ese Vít Jedlička había llegado a tal punto. Cómo había logrado encontrar una tierra supuestamente virgen en pleno corazón de los Balcanes, cómo había logrado reivindicarla hasta que al final le prohibieron acceder a ella, cómo había logrado reunir apoyos en todo el mundo que lo alentaban en su proyecto descabellado. Luego nos preguntamos por esos “libertarios”. Esos hombres con traje y corbata negra que copaban la conferencia distaban mucho de los hippies con pantalones bombachos y sandalias que, equivocadamente, nos habíamos imaginado.

Del cielo color pardo cayó un chaparrón. Nos refugiamos en la primera cafetería que encontramos, rodeada por un jardín con frutales en flor. En la sala, absolutamente vacía, un hilo musical emitía empalagosos clásicos estadounidenses de los años ochenta. Barbra Streisand cantaba Memory, con sus violines solemnes y su tono lacrimógeno. Fuera, un gato empapado por el diluvio intentaba que le abriéramos la ventana dando maullidos desesperados y lánguidos zarpazos en los cristales. Con la cara colorada por los efluvios del café que desprendían las tazas esmaltadas en blanco, nos pusimos a hojear el folleto oficial de Liberland que habían repartido en la conferencia. Había rascacielos, torres acristaladas, artefactos voladores empujados como por arte de magia hasta orillas del Danubio. También incluía un organigrama completo del Gobierno de Liberland, así como las declaraciones de intenciones de los ministros. Por último, reproducía esta cita del presidente Jedlička: “No es de extrañar que los medios de comunicación describan nuestra nación como la más potente del mundo, ideológicamente, desde los tiempos del Imperio romano”.

 

  1. Los orígenes 

En un barrio de las afueras de Praga, la capital de Chequia, Jiří Kreibich está abrumado. Corre el mes de octubre de 2013 y las elecciones legislativas acaban de consagrar a los socialistas y al Partido Comunista. Para ese joven de treinta años –cuya calvicie precoz hace que su cara aniñada parezca haber pasado sin transición de la inocencia de la más tierna infancia a la austeridad de la madurez– ha llegado el momento de actuar para que sus compatriotas comprendan el peligro que supone ir por ese camino. En pocos días monta una plataforma de internet a la que llama Liberland. Quiere convertirla en una especie de paraíso fiscal virtual que demuestre la eficacia de un sistema político en el que el control del Estado se reduzca a lo mínimo imprescindible. Se trata de un alegato en contra de los estados del bienestar que dilapidan el dinero confiscado injustamente a los contribuyentes, amordazando las libertades y sembrando el mal y la desolación mientras fingen hacer el bien. Para dar credibilidad a esa suerte de país en línea, se inventa una bandera. De fondo, elige el amarillo y el negro, los colores del anarcocapitalismo, a los que añade un blasón con unos símbolos que se saca de la manga: un manzano, que representa la abundancia, y un pájaro entre el mar y el cielo, que representa la libertad. Al cabo de poco, el emprendedor en serie se vuelca de nuevo en su trabajo y deja de lado ese proyecto.

En marzo de 2015, retoma esa idea a la que nunca había renunciado del todo. Pasa un sábado entero con su amigo Jaromír Miškovský. Hace un día espléndido, extraordinariamente luminoso, que anuncia la primavera. Aprovechan el buen tiempo para dar un largo paseo. Acaban a última hora de la tarde en casa de Jaromír, situada en un barrio acomodado de Praga, justo donde la capital empieza a difuminarse en las colinas de Bohemia. Se tumban en unas hamacas y disfrutan de los últimos rayos de sol. Se toman una Pilsner Urquell mientras charlan de todo y de nada. Bueno, sobre todo de política. Los dos comparten las mismas luchas, los mismos compromisos en asociaciones libertarias y en partidos políticos de extrema derecha. La conversación gira en torno a los migrantes, un tema de gran actualidad, y Jaromír cita a su gurú, Nigel Farage, el fundador del Brexit Party, a quien tuvo la suerte de entrevistar unos años antes: “Debemos salir de la Unión Europea para volver a recuperar el control de nuestras fronteras”.

Beben un té a sorbitos. Jiří aprieta la taza entre las palmas de las manos para calentarse. La noche ha caído súbitamente. De repente, hace frío.

Jiří rompe el silencio. Desde hace un tiempo, le atormenta una pregunta acerca de su proyecto de Liberland.

—¿Y si quisiera que ese sitio de internet existiera de verdad, no solo en línea? ¿Crees que en algún lugar del mundo quedan terrenos que se escapan al control de un Estado, que todavía son completamente vírgenes y habitables?

Jaromír reflexiona durante unos instantes. De pronto, se le ilumina la cara.

—¡Sí, claro! ¡Claro que sí! ¡Por supuesto que sí! –exclama, esbozando una mueca de payaso–. ¡Terra nullius! ¡Terra nullius! –repite, casi gritando.

Ante la expresión de desconcierto de su amigo, saca el teléfono móvil y teclea una búsqueda en Google. Encuentra el artículo de Wikipedia y lo lee en voz alta:

Terra nullius es una locución latina que significa “territorio sin dueño”.

Entonces rememora lo que aprendió en sus estudios de derecho internacional, no tan lejanos.

—“Tierra de nadie” es un concepto jurídico, un territorio no reivindicado por ningún Estado, ¡justo lo que necesitas!

Los dos amigos recorren juntos el artículo de la enciclopedia en línea. Cuatro territorios encajan con esa definición: la Tierra de Marie Byrd, en la Antártida; el Bir Tawil, entre Egipto y Sudán; los objetos celestes (principalmente, planetas o satélites) y, por último, Gornja Siga, entre Serbia y Croacia.

De vuelta en casa, esa noche, Jiří no pega ojo. Tiene el corazón desbocado. Lo que pensaba que era un dulce sueño, un país imaginario e ideológico, un país posible únicamente en línea, en un servidor de internet, nunca le había parecido tan accesible. Como no es un aventurero, cruzar medio mundo para fundar un país en la gélida Antártida o en un desierto montañoso de la peligrosa África queda descartado. Pero Gornja Siga… No cuesta demasiado imaginarse a Jiří enganchado al ordenador durante toda la noche, tecleando búsquedas en Google; peinando docenas de artículos; examinando un sinfín de fotos, de vistas por satélite, de planos catastrales históricos e incluso un vídeo en blanco y negro de los años sesenta de la televisión yugoslava, pura propaganda socialista, del que no entiende gran cosa y que muestra alegres escenas estivales, familias ridículamente vestidas con trajes de baño anticuados en playas de arena, chapoteando, felices, en las aguas fluviales; y así hasta que conoce al dedillo la topología de ese terreno de siete kilómetros cuadrados situado a orillas del Danubio, sus escasas pistas forestales en línea recta a través de la reserva natural boscosa de Kopački Rit, las aguas del color del barro seco del Danubio, los bancos de arena movediza y la joya de la corona: una minúscula isla de arena blanca como un atolón del Pacífico. Más tarde, descubre los cuatro criterios de la Convención de Montevideo que definen un Estado soberano según el derecho internacional: “estar habitado permanentemente, controlar un territorio definido, estar dotado de gobierno y poder relacionarse con los demás Estados”.

Desde luego, no se le antoja imposible si pudiera tomar posesión de su tierra. Comprueba en distintas páginas que presentan un listado de las micronaciones del mundo que nadie haya tenido esa idea antes que él. Pues no, es el primero. El pionero. Debe actuar deprisa. Ya ha amanecido hace rato cuando Jiří llama por teléfono a sus dos mejores amigos para proponerles crear Liberland. Su respuesta es negativa.

Jiří cuelga, algo desalentado. Entonces piensa en otro amigo, Vít Jedlička, que se mueve por los mismos círculos que él. Jiří se lo encuentra regularmente en actos libertarios de Praga. Vít es uno de los jóvenes dirigentes de Svobodní, el Partido de los Ciudadanos Libres, que acaba de conseguir un 5 % de los votos en las elecciones europeas. Es uno de los responsables regionales. A Jiří le gusta su energía, su locura creativa y emprendedora. Si hay alguien de su círculo de amigos que pueda seguirle en ese proyecto, sin duda alguna es él.

La semana siguiente, lo visita en su piso de Praga. La velada resulta muy fructífera, al mismo tiempo es un encuentro de amigos y una reunión profesional. Jana Markovičová, la novia de Vít, les sirve una limonada fría, se queda a charlar un rato y luego se retira a su cuarto. Vít cree que Jiří quiere proponerle algún negocio, una inversión o un nuevo proyecto empresarial para el que busca un socio. Los dos hombres sacan el ordenador portátil de su funda, pero Jiří quiere hablar de algo completamente distinto.

—Vít, ¿quieres crear un país conmigo?

 

  1. Un Estado ‘start-up’ 

En cuanto regresan a Praga, los aventureros del Danubio se ven superados. Sorprendidos y superados por el alcance de su proyecto, que adquiere una magnitud que no se esperaban. Tanto en las redes sociales como en la página web de Liberland reciben miles de mensajes. La atención mediática se vuelve casi inmanejable así como las solicitudes de ciudadanía. Los fundadores de Liberland habían previsto que recibirían unas veinte mil peticiones hasta finales de año, pero esas son las que reciben durante las primeras horas. Al término de la primera semana de existencia de Liberland, ya han recibido doscientas mil. El teléfono suena constantemente. En diez días, Vít recibe medio millón de correos electrónicos. El servidor de correo deja de funcionar.

“Más vale crear tu propio país en un pantano insalubre que reformar el sistema”: ese es el provocador mensaje de su epopeya danubiana. La gente les contesta masivamente: “¡Claro que sí, me encantaría instalarme allí!”, “¡Por supuesto que sí, me encantaría que Liberland existiera de verdad!”.

Los mosqueteros se organizan. Se reúnen en el piso de Vít y de Jana, que se encuentra en un conjunto residencial de lujo situado en el barrio bohemio de Vršovice, en Praga. Reclutan a todos los amigos y los simpatizantes del movimiento libertario. A menudo, estos les ofrecen su ayuda de manera voluntaria. Trabajo no les falta. Karel Jára es uno de los voluntarios. Tiene veintiséis años y es oriundo de un pueblo del centro de Chequia. Su compromiso con la causa libertaria se remonta a su lectura en el instituto del tocho de Julian Simon The Ultimate Resource. Un libro que cuestiona el alarmismo de la urgencia ecológica. Un libro acerca de la inteligencia humana y la inquebrantable creencia en el progreso. Un libro a contrapelo de las teorías de los fanáticos del calentamiento global, que acusan encarnizadamente al ser humano, cuando, según Simon, deberíamos enorgullecernos de los progresos de nuestra civilización. Esa es la razón por la cual Karel estudió Economía y, más tarde, se afilió al Partido de los Ciudadanos Libres, junto con Vít. Karel siente un gran aprecio por él. Admira su entusiasmo infatigable y su extraordinario espíritu emprendedor. Comparten las mismas críticas al estado del bienestar, a los medios de comunicación mainstream y el prisma a través del cual interpretan todos los acontecimientos: la voluntad de la casta de los dirigentes de conservar su puesto y su poder. Desde luego, la conspiración es el Estado.

Cuando se funda Liberland, Karel ejerce de auditor en Deloitte. A la mañana siguiente de la declaración de independencia, llama por teléfono a Vít para ofrecerle su ayuda. Se incorpora al cuartel general, instalado en casa de Vít y Jana. Acude todas las tardes al salir del trabajo y todos los fines de semana. Como a los otros colaboradores, le encargan que clasifique la ingente cantidad de solicitudes de ciudadanía y de mensajes de simpatizantes. Separa el grano de la paja. Los contactos de altura, con habilidades y recursos útiles, de las peticiones de entrevistas de los candidatos a emigrar, procedentes en su inmensa mayoría de Egipto y del Magreb. Sin embargo, se les pasa por alto una propuesta de entrevista de The Washington Post, porque el cuerpo del mensaje no contenía ninguna de las palabras clave que buscaban.

—¡Debo de ser el único presidente del mundo que ha ignorado una petición de entrevista del Washington Post! –bromea Vít con sus colaboradores.

Como respuesta a las solicitudes de ciudadanía, incluyen un mensaje de advertencia a los candidatos: “Si apoyas el proyecto haciendo una donación, nos pondremos en contacto contigo más deprisa”.

Vít empieza a recibir las primeras transferencias en una cuenta de PayPal: treinta mil o cuarenta mil dólares durante las primeras semanas. Pero la suerte no le sonríe: como ha inscrito la cuenta en Liberland, la empresa, temiendo que se trate de una actividad ilícita, bloquea temporalmente el dinero. Mientras tanto, Vít debe arreglárselas sin ese maná inicial, financiando el proyecto de su propio bolsillo.

Además de Karel, en el cuartel general trabajan unas diez personas. Todas ellas de manera desinteresada, por supuesto. Los tres fundadores –Vít, Jana y Jaromír– los coordinan con una gestión horizontal digna de una start-up. De momento, no consideran necesario ocupar el terreno, pueden gestionar la creación del país a distancia. Su principal cometido es que las autoridades extranjeras reconozcan Liberland. Trabajan entre doce y dieciséis horas diarias, fines de semana incluidos. No hacen pausas, salvo para engullir pizzas o rollitos de primavera entregados a domicilio. Reina un ambiente de trabajo y de júbilo. A veces, cuando aparta la vista de la pantalla, Karel piensa que tal vez se encuentra en el umbral de algo inmenso: el primer país que ha nacido así. Su entusiasmo se ve alimentado por el interés mediático, que no decae. Las jornadas están marcadas por las entrevistas: les visitan periodistas que han viajado a Praga a propósito o charlan por Skype con reporteros de todo el mundo, algo que les regocija en extremo.

No obstante, también viven momentos extraños. Oyen un eco raro, una ligera interferencia cuando hablan por teléfono. Hay un coche rojo aparcado delante de su edificio. Dos tipos sospechosos se pasan el día inclinados sobre el capó, haciendo fotos de todo y de nada; cuando los “trabajadores” de Liberland pasan por delante, fingen que están charlando. Un día, Jaromír les pregunta desde el balcón: “¿Quieren un café?”, como Václav Havel, el antiguo presidente checo, a los dos agentes secretos que le pisaban los talones.

Al día siguiente, el coche ha desaparecido.

—Seguro que han encontrado otra forma más sutil de espiarnos –concluye Vít, agotado, sin imaginarse que su nuevo país suscita una codicia que le causará numerosos quebraderos de cabeza.

 

Estos fragmentos pertenecen al libro del mismo título que, traducido por Palmira Feixas, ha publicado La Caja Books.

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