Siempre recordaré a aquella pareja. Discutían, entre la violencia y la pasión. O el cariño, amor, futuro, la decepción. Lo que decían, gritaban, se callaban, los movimientos de los dos. Estaban en las escaleras de un edificio, había dos tazas de café. Él sostenía una en la mano, ella daba el último sorbo.
Él, ante lo que dijo ella, se enfadó mucho. Quería romper algo, golpear, la rabia, lo que decía, las imágenes, de dentro, estallar de alguna forma. Solucionarlo así.
En vez de lanzar la taza contra el suelo, la que antes sostenía, en vez de destrozarla y reventarla contra la pared del edificio o las escaleras…
Miró hacia arriba, se preparó, como si estuviera arrojando una piedra a un lago o al mar, como si quisiera tirarla lo más alto posible. Vimos cómo ascendía, detenerse, de color blanco contra el cielo azul, rápida, caer, hacerse añicos a los pies.
Y ella le dijo:
No existes.
Irreal.
Irreal.
No existía.
Empezó a caminar hacia el interior del lago. Confiaba en los cuervos, ellos no se hundían por sus patitas ligeras y plumas de color intenso. Llevaba casi once piedras (de distintos pesos y tamaños) para ver la estabilidad.
Todo saldría bien, sin duda. Al centro del lago y allí se sentaría, tumbaría, contemplaría las estrellas o la noche.
Viajaría en barquita hacia el mar.
Solo cuando llegara el deshielo y al final.
Sin más.