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Viaje con el hijo de Bokassa, Sèrge, por la República Centroafricana

 

Cuando el hijo del emperador se acerca a las barreras de milicianos los jóvenes armados le saludan con respeto. Con euforia. Los guerreros antibalaka –que significa anti machete, aunque ellos también se sirven de esta arma blanca–, minan las carreteras que salen de la capital, Bangui. Pero a Sèrge Bokassa nadie le impide franquear los controles. Al contrario, están orgullosos de verle.

 

El hijo de Bokassa viaja en el asiento de copilo, repartiendo saludos a los guerreros cargados de amuletos que le reconocen, mientras su voz grave y tamizada da cuenta de su infancia y de lo que ha sido su vida: el internado en Suiza, las visitas vacacionales a su padre en el Palacio de Beringo, las huidas, la época en casa de Houpouet Boigny… Su narración es la de una niño, luego adolescente, que crece entre las confusas entrañas de la Françafrique. Por la ventanilla pasa rápido la densa selva tropical y el presente de un país, República Centrofricana, que están asesinando.

 

Los antibalaka, los milicianos del desordenado grupo armado que controla el oeste del país, levantan las gruesas ramas que usan para cortar la escasa circulación cuando identifican al copiloto. Se sitúan a todo lo largo de la ruta entre Bangui, la capital, y las ruinas del Palacio de Beringo. Por supuesto no hay ni rastro de musulmanes. No puede haberlos. Ellos son el objetivo de los antibalaka, quienes, desde diciembre de 2013, han lanzado una cruzada para expulsarlos y aniquilarlos. La violencia es brutal y cotidiana, y se ha extendido por todo el país. A Deholo, cristiano, le mataron a golpes de machete a plena luz del día. Llegó vivo al hospital, pero sucumbió a causa de las heridas. En el depósito de cadáveres no había agua para lavarle. A Didiaou en cambio, musulmana, la vi morir lentamente por el impacto de una bala en la cabeza. Los asesinatos son diarios, habituales, crueles. A menudo cuerpo a cuerpo. Y la fractura intercomunitaria del país se cincela con sangre y odio.

 

El fascinante relato de Sèrge Bokassa fluye en movimiento entre los excesos del pasado y los del presente mientras el coche se desliza por la rojiza y desastrosa pista centroafricana. Él entendió lo graves que eran las acusaciones hacia su padre cuando, el primer día de clase, al empezar la secundaria, el profesor pasó lista en voz alta. Estaba en una escuela de Gabón después de haber tenido que salir repentinamente de la comodidad del internado suizo. Cuando el tutor pronunció su apellido de niño, su apellido de emperador, se rompió el silencio en el aula. Entre la algarabía retumbaron los gritos de “¡caníbal!” y “¡asesino!”.

 

Los soldados franceses acababan de poner fin al imperio de Bokassa, a sus delirios de grandeza y a la buena vida del hijo Sèrge con la llamada Operación Barracuda. Era el año 1979 y, aunque las relaciones entre Francia y Bokassa siempre habían sido estrechas y muy saludables para ambas partes, los ex colonos habían decidido usurpar militarmente el cetro al excéntrico emperador. El entonces presidente francés, Valéry Giscard d’Estaing –a quien Bokassa había regalado diamantes en varias ocasiones– se había declarado buen amigo e incluso “pariente” del emperador: habían gozado juntos de cacerías y manjares. Y Francia incluso le había consentido, tres años antes, la extravagancia de la coronación. Pero aún así decidieron que era momento de cambio y, entre las tropas de tierra y los paracaidistas, Francia orquestó un golpe de Estado y colocó a otro viejo amigo al poder. Sin duda los acercamientos de Bokassa a Gadafi no fueron del agrado de los galos. La independencia de República Centroafricana se había oficializado en el año 60, como en tantas otras naciones del África francófona, pero la influencia de la antigua metrópoli seguía siendo ineludible.

 

La escandalosa ceremonia con la que Bokassa se autoproclamó emperador sigue siendo el episodio más célebre de la historia de esta ex colonia francesa de cuatro millones y medio de habitantes anclada en plena jungla, en el corazón del continente. Fascinado con Napeolón, Bokassa quiso reproducir al detalle la coronación de su ídolo y desembolsó unos 22 millones de dólares –un cuarto del Producto Interior Bruto del país– en el evento. Sólo la esplendorosa corona, de oro puro y 7.000 carates de diamantes, estaba valorada en cinco millones de dólares. Bokassa llegó al trono de oro en forma de águila imperial arrastrando una capa escarlata de 12 metros sellada con armiño blanco. Lucía un traje bordado con hilos de oro y perlas incrustadas. Se descorcharon unas 60.000 botellas de champán de Borgoña para la ocasión y el emperador se fue en un carruaje de bronce tirado por ocho caballos blancos importados de Normandía. Fue la culminación de su francofilia.

 

La independencia de República Centroafricana existía, a principios de los años 80, sólo sobre papel. Las dinámicas de las redes de la llamada Françafrique dejaban la soberanía de las ex colonias en meramente nominales. Costa de Marfil, Gabón y República Centroafricana eran algunos de los pilares más firmes. Por eso el hijo Sèrge acabó con su padre en Costa de Marfil. Francia había derrocado a Bokassa pero le aseguró un exilio en casa de Houphouet-Boigny, uno de los más leales discípulos del África francesa. 

 

El asunto de los diamantes que Bokassa regaló a Giscard d’Estaing acabó convirtiéndose en un escándalo en Francia, en un capítulo que revelaba, una vez más, la turbia mezcla de diplomacia, negocio, amiguismos y traiciones entre la metrópoli y sus territorios presuntamente libres.

 

La extracción y comercio de diamantes y oro siguen siendo actualmente las principales actividades económicas para una parte de la población centroafricana, además de la madera.

 

La resbaladiza mina de oro de Ndassima, la más grande del país, está cerca de la capital rebelde, Bambari. La ciudad se ha convertido en el cuartel general los ex-Séleka, el grupo armado que se enfrenta a los antibalaka y que controla la otra parte del país: el este. Fue con la formación y el avance de esta insurgencia de mayoría musulmana –a finales de 2012– que empezó la crisis que actualmente ha degenerado en caos y que mantiene al país sumido en la brutalidad: un cuarto de la población centroafricana ha tenido que abandonar sus hogares y más de 5.000 personas han sido asesinadas.

 

Cuando los Séleka iniciaron su avance hacia la capital –en diciembre de 2012–, también se le llamó la revuelta de los diamantíferos. Muchos de los grandes comerciantes del país son musulmanes originarios del Norte, la zona más abandonada por el gobierno central. Y la vinculación de estos mercaderes con el movimiento insurgente dio lugar al sobrenombre. Los Séleka avanzaron hacia la capital para derrocar un presidente y un gobierno que les había confiscado negocios y por el camino, algunos de sus elementos robaron y cometieron atrocidades.

 

Pero la República Centroafricana no tiene solo oro, diamantes y madera. Fue durante el periodo de la independencia que se descubrió uranio en Bakouma –en el sur del territorio– un elemento fundamental para Francia, la nación más nuclearizada del mundo. Durante las últimas décadas ha resultado difícil su extracción en grandes cantidades, ya que la profundidad en la que se encontraban las reservas las convertían en comercialmente inviables, pero su grado de riqueza es excepcional, y en 2010 el gigante nuclear francés Areva aterrizó en el país, después de comprar a la compañía sudafricana UraMin los depósitos de Bakouma. Las estimaciones se situaron alrededor de las 32.000 toneladas. El mundo estaba en pleno renacimiento nuclear y las compañías nucleares luchaban para asegurarse nuevas reservas. Aún no había sucedido el accidente de Fukushima.

 

Seis meses antes de la creación de los Séleka, en junio de 2012, unos hombres armados atacaron la zona minera de Bakouma y el recinto de Areva, secuestrando durante unas horas a algunos de sus trabajadores. Para entonces Areva había retrasado ya el lanzamiento de la explotación debido a la bajada de los precios y al incidente de Fukushima.

 

Los Séleka solo tardaron tres meses en llegar a Bangui y derrocar al gobierno. El golpe de Estado es la forma más frecuente por la que han cambiado los líderes en República Centroafricana desde la independencia. Pero tampoco lograron mantener el poder mucho tiempo. Tras su avance, surgieron por todo el país, de las comunidades no musulmanas –mayoritarias en Centroáfrica–, las milicias de autodefensa llamada antibalaka. Eran jóvenes sin formación que tomaron las armas de forma desordenada para liberar la capital de los rebeldes. Y para vengarse. El día que los antibalaka entran en la capital y se enfrentan a los Séleka, el 5 de diciembre de 2013, Francia lanza la Operación Sangaris, doblando en 24 horas su contingente de 600 hombres ya presente. Los 1.200 soldados acabarán siendo 1.600 franceses. Las fuerzas francesas apoyan a los antibalaka y se fuerza la dimisión del primer presidente musulmán del país.

 

Francia nunca se ha llegado a desvincular totalmente de sus ex colonias, pero 2013 ha significado un retorno militar drástico. En enero abría el año con el despliegue de más de 3.000 soldados, por tierra y aire, en Mali –con una misión destinada a “frenar el avance yihadista”– y en diciembre lo cerraba con la Operación Sangaris en República Centroafricana.

 

La dos últimas intervenciones militares francesas tienen más de un factor en común. Ambas se presentaron como operaciones “cortas” –que acaban no siéndolo– avaladas por Naciones Unidas y bajo la petición de los poco representativos gobiernos locales –golpistas o de transición–. Se presentan como avanzadilla a un despliegue de fuerzas africanas e internacionales –que tarda en llegar–. Pero además, destaca la presencia de la compañía estatal francesa Areva y la proximidad de valiosas minas de uranio. En el caso de Mali se trata de las minas de Arlit, en Níger, de las que depende una cuarta parte de la producción energética francesa. En RCA, el polémico sitio de Bakouma.

 

Los antibalaka han lanzado una cruzada de venganza desde diciembre. Cercan y asesinan a los musulmanes de Bangui –solo queda un barrio-prisión donde los musulmanes viven atemorizados– y les persiguen en su éxodo hacia el norte. Los grupos de milicianos que andan tranquilamente por la carretera rumbo a Bambari no tienen obstáculos. La Operación Sangaris tiene como mandato “desarmar a todas las milicias”, pero los guerreros que suben aseguran que los soldados franceses no les molestan. Desde diciembre, la violencia no ha cesado y se ha extendido hacia el norte del país.

 

Al llegar al Palacio de Beringo, el alcázar en plena selva que Bokassa se hizo construir, el hijo Sèrge se aserena. Allí está enterrado su padre, la tumba es una reproducción del salón donde le gustaba descansar. Una enorme estatua de bronce da la bienvenida a unas ruinas que son historia y presente. La inscripción recuerda la vida de su padre en el ejército francés, su participación en la Segunda Guerra Mundial y las condecoraciones, entre ellas, la más valiosa de las distinciones francesas: la Legión de Honor, curiosamente establecida por Napoleón.

 

Sèrge Bokassa se pasea alrededor del verdín abandonado de la piscina, del trampolín, los restos del cine y lo que fueron los talleres donde se confeccionaban los uniformes de los funcionarios. Él se está erigiendo como líder entre las juventudes no musulmanas del país. Huele a aspiraciones presidenciales. Pero sus anhelos, como los de los musulmanes de Bambari, no dependen solo de ellos. Están de nuevo hipotecados por las fuerzas internacionales. “Vosotros no sois las fuerzas legítimas”, les dijeron públicamente el embajador de Francia y el comandante de Sangaris a los jefes Séleka aquel miércoles de Mayo en Bambari. Hablaban a los generales y a la cúpula de rebeldes centroafricanos que lideran la insurgencia, en una ciudad que aún estaba en paz. Al día siguiente, la guerra estalló en Bambari.  

 

 

 

Gemma Parellada es reportera en África subsahariana. Lleva una década recorriendo, escribiendo y viviendo en el continente, ahora con base en Abiyán, Costa de Marfil. Es corresponsal de CNN español, colaboradora de CNN, escribe en El País y llevo la corresponsalía de Catalunya Radio y RFI español. Su web, aquí.

 

 

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