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Viaje por Cuba, una isla inmune al tiempo. Un país a la espera

En el cielo crepuscular de La Habana se desata una furiosa tormenta. No repentina, sino progresiva, cada vez más intensa. Comienza con sonidos sordos que el aire multiplica poblándose de ecos. Como si las ráfagas del viento tañeran cuerdas de guitarra, que vibran solo un momento para desaparecer cargadas de amenazas. Cesa el viento y de las nubes se desploman poderosas cataratas de agua.

 

El Niño me ha recibido a lo grande.

 

Desde el balcón de la casa donde me alojo, apoyada sobre la barandilla mojada, atiendo obsesivamente a los sonidos mientras intento componer en la cabeza una imagen del mundo. Los rayos color alabastro que pueblan el paisaje me tienen hipnotizada y siento cómo todo sucumbe ante la furia caótica de los elementos, cuya rebelión no parece tener fin.

 

En la calle Concordia, en Habana Centro, las farolas están apagadas como los pasillos de una oficina en día festivo.

 

—¿Dónde está la gente? — pregunto a Tania, la dueña del apartamento.

—Esperando.

—¿Esperando a qué?

—(Se ríe) Ay mihija, La Habana se fundó para esperar. ¿Qué? Todo. Nada. Cualquier cosa. Nuestra verdadera ocupación es esperar. Ahora, a que amaine el aguacero.

 

He cruzado el Atlántico para conocer Cuba, de modo que me pongo una cazadora y salgo a caminar con un paraguas roto que me presta Tania. Cojo una de las calles de las que van al Malecón, que son muchas. Bajo los soportales sostenidos por las famosas columnas mitificadas por Alejo Carpentier, hay un grupo de jóvenes sentados en el suelo. Beben a morro una botella de ron al son de la música que sale de un móvil.

 

Se me acerca un tipo.

 

—Oiga, mami, ¿está buscando algo? –me pregunta.

—Agua –respondo–, ¿Sabe dónde puedo comprar una botella?

—¿Agua? –dice el joven con una sonrisa ladeada–. ¿No le basta con la que está cayendo? Mejor bébase conmigo un roncito.

 

Es un tipo alto, mulato, con los ojos verdes. Supongo que es un jinetero, como llaman aquí a los buscavidas a la caza del turista. Rechazo su oferta, pero le pregunto si el Capitolio queda lejos.

 

—No vaya –dice–, con la tormenta esa zona está muerta.

—¿Y si sigo bajando hacia el Malecón?

—Ni se le ocurra. Suba por esta calle y a cuatrocientos metros encontrará La Casa de la Música, que está llenita de extranjeros.

—Pero no quiero ver extranjeros, quiero ver La Habana –digo.

 

El tipo me mira como si me hubiera vuelto loca y se aleja prudentemente de mí, que continúo caminando en la dirección prohibida. En la dirección prohibida, en efecto, todo está muerto. Excepto el mar, que ruge con fuerza, choca contra las rocas y salta por encima del muro de contención para estrellarse en el paseo, como queriendo arrastrarme hacia él. Los babalaos (sacerdotes santeros) ven en ello un signo de la fuerza de Yemaná, la diosa del mar, que ama tanto a sus hijos que los reclama constantemente para que vayan con ella.

 

Existen ciudades costeras e incluso puertos a los que el mar no les interesa demasiado, o acaso no depositan en él toda su miseria y su grandeza. Sin embargo, creo que La Habana no se entendería sin él. Tampoco sin el Malecón. Este muro de cemento que corre por la costa rocosa a lo largo de siete mil metros, resulta mucho más que un parapeto contra las marejadas o el banco público más concurrido de la isla (cuando no llueve): constituye la barrera psicológica donde han terminado o comenzado los sueños de miles de cubanos.

 

 

“Quizá la tragedia de los balseros sea la más absoluta metáfora de
Cuba y, a la vez, de las utopías y frustraciones que han mareado el
Atlántico”. Iván de la Nuez, La balsa perpetua

 

 

*     *     *

 

Regreso empapada a la habitación, me quito la ropa, me meto en la bañera con agua fría y enciendo un cigarrillo. Recuerdo la conversación que tuve con Tania antes de salir a caminar: “La Habana se fundó para esperar”. La espera tiene un fuerte componente de resignación, hay algo en ella que anula la voluntad, lo que implica una cierta pasividad. En la Habana se espera en la quietud, se espera sentado. Si cortan la corriente eléctrica, no está en la voluntad de nadie remediarlo. Luego se espera. Cualquier cosa que suceda escapa a la competencia de este, del otro, de aquel. Luego se espera.

 

 

*     *     *

 

A la mañana siguiente me llama Iván Giroud, director del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, quien tiene mi acreditación para cubrir el evento.

 

—A las 11 –dice– quedamos en el Hotel Nacional, en El Vedado.

 

Miro el reloj: son las 9.15. Antes de salir de casa pregunto a Tania cuál es la mejor manera de ir. “Los turistas suelen moverse por la ciudad en taxi individual”, me explica, “pero los habaneros nos movemos en los almendrones (taxis compartidos) o en guagua (autobús)”. Además me aclara que el centro de La Habana puede dividirse en tres grandes zonas: La Habana Vieja, Centro Habana y El Vedado. La Habana Vieja es la evocadora obra maestra de la ciudad; Centro Habana, al oeste, proporciona una mirada reveladora a la verdadera Cuba, y El Vedado, más majestuoso, es el antiguo feudo de la mafia, lleno de hoteles, restaurantes y una agitada vida nocturna.

 

La lluvia ha cedido cuando cojo San Nicolás, una calle estrecha, fea, bulliciosa y sucia. Huele a gas y del interior de un taller de “bicitaxis” sale un ruido infernal de chatarrería mezclado con música reggaetón a un volumen estridente. Huyo lo más rápido que puedo sorteando charcos y agujeros en el asfalto. En la calle Neptuno alzo la mano, según me han explicado, a la espera de que pare un coche. Poco después, un Chevrolet rojo del 55 baja la ventanilla frente a mí.

 

—Voy a la calle L esquina Avenida 23 –digo con seguridad.

 

El conductor hace un gesto con la cabeza que interpreto como afirmativo. Abro la puerta de atrás y me siento al lado de una mujer mayor con un vestido de flores. Enseguida vuelve la lluvia con una inclemencia extraordinaria, como si quisiera hacer daño a alguien. El automóvil navega por la ciudad, hace dos paradas más en las que suben otros pasajeros que se dirigen a la misma dirección. A través de los cristales mojados observo la belleza arquitectónica de la ciudad. Sorprende la cantidad de casas modernistas, algunas gravemente deterioradas. Veinte minutos después el conductor frena en un cruce frente al Teatro Yara. Es mi parada. Pago y desciendo del coche.

 

Camino otros 10 minutos hasta el Hotel Nacional de Cuba, que reconozco con facilidad al ser uno de los emblemas de La Habana: un lugar marcado por la fama y la música, por el fantasma de la mafia y el glamour de los cincuenta. También hoy bulle de actividad: actores, directores y periodistas se pasean por sus instalaciones.

 

Recogida la credencial me sumerjo durante una semana en el ambiente del Festival. Entrevistas, películas, conferencias y fiestas. Lo que más disfruto es el carácter popular que tiene el evento, pues son miles los espectadores que aplauden, comentan y hacen largas colas frente a los cines capitalinos cada diciembre desde hace 37 años.

 

Por otro lado, este año el deshielo de las relaciones diplomáticas entre Washington y La Habana ha traído consigo un renovado interés de ambos lados por acercar lentes y miradas. Y nada más simbólico que el estreno de Papa, la primera película estadounidense filmada en Cuba en las últimas seis décadas, sobre la vida del Premio Nobel de Literatura, Ernest Hemingway.

 

Gabriel García Márquez dijo de Hemingway que ningún escritor extranjero, mucho menos un estadounidense, había dejado tantas huellas “a su paso por los sitios menos pensados” de Cuba. Ahora, 55 años después de su muerte, el autor de El viejo y el mar regresa al centro de la historia en el Festival de Cine de la Habana.

 

 

*     *     *

 

“Mirar a los ojos es una pasión habanera. Mirar, ser mirado. Casi ofender con la mirada y, a su vez, recibir la ofensa devuelta”, asegura Antonio José Ponte, parafraseando así el subconsciente colectivo de toda una ciudad y me atrevería a afirmar que de todo un país. Esa mirada cubana que se halla en constante acecho, que busca un rostro y una historia, que cuestiona y responde, que habla y grita, que llora y ríe. A esto mismo me dedico yo en las siguientes tres semanas tras acabar el Festival. Libero la mirona que llevo dentro.

 

Habana Centro es un escenario gigantesco en el que hombres y mujeres se sientan a atrapar momentos. No viven en las casas, sino volcados hacia el exterior. Ahí beben ron peleón comprado a granel en el mercado, saborean puros, juegan al dominó, las mujeres se depilan las cejas, se arreglan las uñas o cosen el uniforme de los niños. En las ventanas colocan altavoces de los equipos de música y se baila, claro, se baila bajo los soportales.

 

Me fijo en una abuelita que pela patatas en un banco improvisado del porche. Le pregunto si no es más cómodo hacerlo en casa.

 

—Algunas casas no son casas, son tugurios –me contesta–. Yo vivo en un cubilete prieto, húmedo y sofocante. De modo que ahí, en mi cuartito, permanezco el menor tiempo posible. ¿Quiere pasar a verlo?

 

La señora se levanta con dificultad, deja las papas y la olla en el suelo, y tras pasar el umbral de un portón de madera, caminamos por un pequeño pasillo oscuro hasta llegar a un patio interior. En efecto, en este edificio las viviendas son cuartuchos divididos en otros cuartuchos, que algún día debieron de constituir un palacete. Ella duerme, cocina, lava y plancha en la misma porción de esa ratonera, donde el ambiente, irrespirable, es removido por un ventilador soviético que, para colmo, hace un ruido atroz.

 

Uno de sus vecinos se llama René y no esconde que está harto de la isla. Se autoproclama ex–balsero, después de un intento fallido de llegar a Estados Unidos. Surcó las traicioneras aguas del estrecho de Florida aferrado a una cámara de aire de neumático; casi perdió la vida. Como precio de su fracaso tuvo que pagar una multa de mil quinientos pesos y un año de prisión. Dice que no piensa volver a  intentarlo por esa vía, pero espera que la apertura de relaciones con Washington le sea favorable para obtener un visado.

 

 

*     *     *

 

“Aquí no se rinde nadie, ¡coño!”, reza una de las pintadas de cuño revolucionario que hay por todo el país. “Revolución o muerte ¡venceremos!”, grita otra valla en la carretera. Son frases que ya han pasado a ser un referente en el paisaje isleño, al igual que las carretas tiradas por bueyes, los coches de caballos y los carricoches. Estos últimos surgieron a consecuencia del descalabro de la Unión Soviética y del fin del intercambio “petróleo por azúcar”. La isla se quedó sin combustible y la imaginación tuvo que suplirlo. La situación mejoró con el programa de “petróleo por doctores” entre Venezuela y Cuba, pero aún se nota su escasez en la carretera.

 

En el tramo hacia la parte más occidental de la isla alquilo un coche con otros viajeros, enfrentándonos a tormentas en las que estamos a punto de naufragar en varias ocasiones. Paramos en Terrazas, en Soroa, un paisaje de plantaciones de caña de azúcar y frutales que tiñe de verde la Cuba rural, y arribamos al Valle de Viñales justo a tiempo de ver un espectáculo imponente: el atardecer desde el balcón del hotel Los Jazmines.

 

La tierra roja, la vegetación exuberante y los mogotes antediluvianos –pequeñas montañas de roca caliza–, que se alzan aún mojados después de la lluvia, me hacen sentir insignificante. Un mundo de estímulos en el que únicamente existen olores, colores y humedad. Adiós al maravilloso pero agotador bullicio capitalino.

 

Me atrapa de tal manera la sierra de los Órganos que en lugar de pasar una sola noche, como pretendía, me quedo tres días envuelta en una sensación de haber entrado en el túnel del tiempo. Paseo por los estrechos caminos que separan los campos de tabaco, cruzándome con los guajiros –campesinos– que arrean yuntas de bueyes, para después regresar montada a caballo a la cabaña de madera donde me alojo. Las horas de la tarde las paso leyendo en el porche, con ningún otro ruido que el simple crujir de la mecedora. Viñales es, sin duda, un lugar mágico.

 

En la ruta hacia oriente viajo en varios transportes: camión, autobús y moto. Me abrasa el sol y me atacan todo tipo de insectos, pero mi enemistad con los bichos llega a su clímax en Trinidad. Todo empieza en Ancón, una bella playa de arena blanca a 12 kilómetros de la ciudad. Voy a pasar el día con María, Sebas, Gustavo y Marcos, unos amigos argentinos que conocí en Bahía de Cochinos, y que después, por causas del destino o de la guía Lonely Planet, volvemos a coincidir en Cienfuegos y en Trinidad.

 

Tras encadenar mojitos en un chiringuito durante horas no se nos ocurre mejor idea que aventurarnos a pasar la noche a la intemperie para ver amanecer frente al mar. Aún es media tarde cuando nos alejamos del gentío caminando por la costa hasta que nos acomodamos a la sombra de una palmera. Jugamos a las cartas, contamos historietas y al empezar a caer la tarde María y yo nos metemos en el mar.

 

El cielo está tiznado de colores anaranjados y el agua, calentita, de un color azul turquesa. Es el paraíso. Flotamos boca arriba como dos hojas meciéndonos al ritmo de las olas con una inmensa sensación de libertad. Pero el sueño se viene abajo con gritos de los chicos desde la orilla.

 

—¡¿Qué les pasa, boludos?! –les chilla María

 

Con el oleaje no entendemos qué dicen, pero sus caras son de una angustia absoluta. Comenzamos a nadar hacia ellos y cuando estamos lo suficientemente cerca, Sebas exclama:

 

—¡Los mosquitos nos están comiendo!

—Serán exagerados, parecen unas nenas –contesta María con tono burlón.

 

Se rascan frenéticamente y blasfeman al compás. No bromean: su piel está siendo acribillada por una masa ingente de insectos negros. Una invasión. También nosotras, en cuanto nos secamos, somos atacadas sin piedad por estos bichos del diablo. Además recordamos que últimamente se han producido varias muertes en la isla a causa del dengue. No queremos alarmarnos, pero si analizamos las probabilidades que nos tocan en la zona salimos perdiendo. Somos los únicos imbéciles en toda la playa expuestos a ser devorados por mosquitos, tiburones o unicornios carnívoros.

 

Ya se ha ido el sol y ninguno, ¡ninguno!, tiene repelente de insectos. Así que tras barajar todo tipo de opciones absurdas, regresamos al chiringuito con el rabo entre las piernas. Eso sí, al taxista que nos lleva de vuelta a Trinidad le da un ataque de risa cuando le contamos la historia.

 

—Ay mi madre… Esta sí que es buena –repite entre carcajadas–. ¿Acaso no os hablaron de las pulgas de arena?

 

Y vuelve a reír con descaro mientras nosotros cinco, apretujados en los asientos de atrás, solo tenemos ganas llegar a casa para lamernos las heridas como animales heridos.

 

 

*     *     *

 

A la mañana siguiente el calor me golpea con una crueldad solo superada por el agudo escozor de las picaduras que me acompañará en los próximos días. Recorro el trayecto a Camagüey en autobús público, con arrojo. El psicópata que lo conduce esquiva a gran velocidad animales, peatones y coches desde el primer kilómetro. Para colmo, mis planes de charla se vienen abajo: la mujer del asiento contiguo no duerme, sino que parece agonizar entre ronquidos. Además, la mitad de su gran culo ocupa parte de mi espacio y apoyada contra la ventana, de cuando en cuando, se da tremendos golpetazos en la cabeza contra el cristal. Quizás intenta suicidarse lentamente.

 

Cae la noche cuando el autobús alcanza Camagüey, una ciudad que respira con aliento propio. Su trazado es un laberinto de curvas y callejones inesperados, que recuerdan a una medina marroquí. Entre portones de madera a medio abrir y patios decadentes encuentro la casa de doña Eulalia, que tiene una habitación para alquilar. Después de una copiosa cena, llega el momento de la tertulia. Ella y su marido, Don Roberto, aprovechan para difundir los orgullos nacionales. La mujer me interroga:

 

—Dime un solo país subdesarrollado que tenga la educación y la sanidad gratuitas, acceso garantizado a la vivienda y donde además haya seguridad en las calles.

 

Antes de que me de tiempo a abrir la boca, se contesta sola:

 

—No hay ningún otro en toda América Latina. Ah, y no me hables de Europa, que allí sois todos ricos.

 

Admite que el régimen castrista tiene defectos, pero, pese a todo, cree que no les ha ido tan mal.

 

—La época más difícil fue cuando se derrumbó la Unión Soviética y comenzó el “periodo especial” –comenta el marido–. Antes se vivía mejor, no faltaba nada, ni había clases sociales. Ahora es distinto y nos da miedo lo se viene encima a raíz de los cambios que se están produciendo.

 

Este matrimonio, sin hijos, vivió el estallido revolucionario. En aquel entonces, la familia de Doña Eulalia tenía prósperos negocios, “eran ricos”, y en 1960 se exiliaron en Miami. Ella, sin embargo, resistió movida por los ideales de la Revolución. Se licenció en arquitectura, donde se desarrolló hasta que se jubiló hace algunos años. Don Roberto procede de una familia con ascendencia española que luchó por Fidel. Él trabajó como ingeniero y defiende con pasión lo conseguido en la dignificación de los servicios básicos en el país. Ambos me aseguran que nunca se han planteado abandonar la isla.  

 

Su preocupación ante los cambios está motivada por el reto de la desigualdad: con la apertura económica de Raúl Castro, naturalmente, se han disparado las desigualdades en un país que durante casi medio siglo tuvo por bandera el igualitarismo. Hoy en Cuba hay personas con mucho dinero. Algunos artistas, dueños de paladares (restaurantes familiares) y profesionales de sectores emergentes pueden gastarse 300 euros en una cena, cuando el salario medio en Cuba ronda los 30 euros mensuales. Por el momento, este grupo privilegiado es minoritario, pues se calcula que más del 90% de los cubanos siguen viviendo (o sobreviviendo) en moneda nacional.

 

 

*     *     *

 

Son muchos los cubanos que han encontrado en la música un medio para afrontar la precariedad económica cotidiana y conseguir dinero de un turismo que aprecia su ritmo. Santiago de Cuba es la quintaesencia del alma cubana, y la música una de sus formas de expresión más genuinas. No es casualidad que de la parte oriental de la isla hayan salido muchos de los mejores músicos del país. Y es que fue aquí donde las culturas europeas se fusionaron más exitosamente con las raíces africanas de los esclavos, inventando la fusión artística que dura hasta nuestros días.

 

Esta última etapa del viaje la disfruto así, mecida al ritmo de la sangre africana y al compás de una música que nace en cualquier rincón de su amasijo de casas, en cualquiera de sus calles con pendientes imposibles, bajo un océano de cables y antenas. La música brota imparable de un pueblo que prefiere poner a la espera una banda sonora a ritmo de percusión.

 

 

 

 

Lys Arango (Madrid, 1988) es periodista y trabajadora humanitaria. Desde que se licenció en Relaciones Internacionales recorre las zonas calientes del mundo con una mochila de diez kilos a la espalda y una cámara de fotos. Su pasión: viajar. La flor del baobab es su diario digital. En Twitter: @Lysarango

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