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Viaje por Galípoli. La batalla sobre el tiempo

Siempre se acude a un inicio. Como una frase que necesita de sujeto, verbo y predicado, así en todo inicio suele haber una fecha, cierto lugar, una escena. La historia, cuando el tiempo lo consume todo o casi todo bajo un epitafio de mito y tragedia, suele acudir a un comienzo. Una fecha concreta, un lugar y no otro, la escena de marras. A partir de ahí sucede el resto, lo que de forma común se conoce como el curso de los acontecimientos. En tal sentido la historia puede leerse de otra forma, como una novela de avatares.

 

Londres, 13 de enero de 1915. El War Council analiza el envío de una apabullante flota con rumbo al antiguo Helesponto, el estrecho de los Dardanelos. El enclave se sitúa en una península turca llamada Galípoli (Çanakkale, para los turcos). Por la costa sur, con vistas al Asia Menor, el espigón de Galípoli se asoma a las contritas ruinas de Troya. El 28 de enero, en el número 10 de Downing Street, el primer ministro Asquith da su apoyo personal a la operación. Acto seguido, al atardecer del mismo día, el War Council aprueba el inicio de la epopeya. El primer lord del Almirantazgo, Winston Churchill (joven audaz y con veleidades de literato: Savrola es una incipiente novela de juventud), no oculta su contento. Pero conviene cuidar la flema, tan británica por otra parte.

 

Hacia el mes de febrero, el Almirantazgo británico debe perfilar los detalles de tamaña ordalía. La Royal Navy y la Armada de Francia acuden a la llamada de la historia. No es empresa menor atravesar los Dardanelos, hacerlo por las bravas. El plan consiste en bombardear y tomar la península de Galípoli con Constantinopla como objetivo final. Es lo más parecido a un cable de telégrafo, claro y sucinto. A todo ello da su visto bueno el primer ministro un día de invierno, en Londres, aquel 28 de enero de 1915. Dos días más tarde, el 31 de enero, los alemanes que combaten en el frente oriental de Galitzia realizan pruebas de emulsión de gases químicos contra los rusos. Y en lo que atañe al frente occidental, en Ypres, en la región flamenca de Bélgica, se consuma la primera tanda de destrucción de las tres que, durante la Gran Guerra, se abaten sobre este fatídico sector (en enero de 1915, el escritor norteamericano Henry James, afincado en Inglaterra, refiere la “bajeza del demonismo” que está provocando la aniquilación de Ypres).

 

En el mes de febrero de 1915 el tifus rebrota espantosamente en el Levante europeo. Durante todo el invierno la pandemia continúa viajando desde el reino de Serbia, donde mata a 10.000 serbios al día, hasta los remotos predios de Anatolia oriental (en Erzurum, donde se acantona el lastimoso III Ejército otomano, sólo entre diciembre de 1914 y enero de 1915 fallecen 60.000 almas entre personal civil y militar, casi el mismo número de población que existe en esta plaza turca antes del estallido de la guerra). Pero en Londres, ajenos a la guadaña del tifus, las mentes pensantes están muy ocupadas en la logística para la invasión de Galípoli. Hay que asistir al aliado eslavo, tal y como ruega una y otra vez el gran duque Nicolás, comandante en jefe del ejército ruso.

 

En el otoño de 1914 Turquía ya está involucrada de lleno en la locura inhumana y maquínica de la Gran Guerra. Los imperios centrales le dan la bienvenida y le hacen un hueco a su lado. Desde esta hora el imperio otomano mantiene cerrada la llave de paso por los Dardanelos. Rusia no puede acceder al Mediterráneo, el viejo Akdeniz de los otomanos. Significa mar blanco, tal y como aparece citado en la cartografía de el Turco en sus batallas contra la flota de Venecia. En 1659, durante el visirato Köprülü, se erigen las fortalezas cañoneras de Seddülbahir y Kumkale. Se emplazan justo en la bocana de acceso a los Dardanelos. Y ahí siguen, dignamente en pie, en 1915.

 

¿Qué significa una victoria en Galípoli y los Dardanelos? Todo se barrunta para bien de la causa aliada. Todo es optimismo en el Almirantazgo de Londres. Todo se traduce a un presente rápido, a la carta. Una obra maestra, en fin, de la geoestrategia británica. Véase si no. Turquía, tras jugar a perdedor, se ve forzada a liberar su presión en el Cáucaso. Rusia, excusa de la operación, consigue abastecerse por mar y alivia así el lastre de sus formidables hechuras (su imperio crece y crece). Alemania se vuelve bisoja por fuerza. No basta con atender sólo al frente occidental en Francia, estancado ya en la miserable y fangosa guerra de trincheras. Los alemanes tienen que ocuparse ahora del frente turco, allende los Balcanes, y mirar hacia la región de Tracia, cuya lengua de tierra llega por el sur y se extiende, precisamente, hasta Galípoli. La victoria en el Helesponto, pues no hay duda de ello, permite a los aliados hacerse con un gran banquete añadido: los trigales de Ucrania. En los Balcanes y en los Cárpatos, ese eterno reñidero, seguro que Rumanía es ganada para la causa de la Entente (Inglaterra, Francia y Rusia). Por su parte, el sueño irredento de la gran Grecia corre a extenderse ya por todas las islas del Egeo, llegando incluso hasta las tierras reclamadas en Anatolia. No obstante, el delirio territorial de los griegos, la Megali Idea, debe esperar su hora años más tarde.

 

El 18 de marzo de 1915 la flota anglofrancesa fracasa en su tentativa de forzar los Dardanelos. Los bravos turcos, asistidos por intendentes alemanes, logran resistir el tremendo embate desde sus baterías defensivas. La fabulosa escena, con su sahumerio de humo y su aterrador estruendo, muestra la peculiaridad de esta batalla naval: acorazados y cruceros contra cañones apostados en tierra firme sobre fuertes costeros.

 

Tras la derrota, ahora se impulsa de forma imperiosa otro plan para poder forzar los estrechos y logar el objetivo: Constantinopla, el Bósforo. Se trata de un desembarco anfibio en toda regla en las playas de Galípoli. La epopeya, segunda parte. Antes de la consumación de la derrota, cuando Londres está perfilando aún el ataque del 18 de marzo, se cuenta ya con la idea de un desembarco en la península, pero a menor escala, a fin de tomar con facilidad los arcaicos fuertes turcos asomados al estrecho. Se trata, si así puede decirse, de una operación logística o subsidiaria por parte del ejército. Pero ahora, desde fines de marzo a abril, el desembarco menor se convierte en desembarco mayor. Y todo para desconsuelo de Churchill. El prometedor político es el único que en Londres apuesta por violar los Dardanelos tal y como se concibe desde el inicio del plan. Esto es, sólo por medio de la flota naval y con el ejército en el papel de actor secundario. El caso es que la epopeya, primera parte, finaliza aquí.

 

Al alba del 25 de abril de 1915, el ejército expedicionario de Australia y Nueva Zelanda (Anzac) desembarca en el mostrenco litoral de Galípoli, en una ínfima playa situada al oeste frente a las crestas de arcilla de Arıburnu. Los johnny que llegan de Australia no conocen nada de sus anfitriones, los mehmet de Turquía, cuya fusilería se parapeta en las barrancas. Al alimón, los británicos toman tierra en cinco playas simultáneas, esparcidas todas ellas por el sur de la península, en la zona conocida como cabo Helles. La guerra es una súbita lección de geografía sobre mapas viejunos, cuando no olvidados, en los que la presencia del Turco, tras seis siglos, casi ha oscurecido por completo los resoles de la antigua Hélade.

 

En un punto opuesto al perfil europeo, sobre Kumkale, los franceses se limitan a un ataque de diversión en la costa troyana, al otro lado del acceso a los Dardanelos. Al parecer hay dispuestas trincheras y ametralladoras turcas en Hisarlık, sobre las excavaciones arqueológicas de Schliemann. Todo un revival de la guerra de Troya, una Ilíada en 1915. A varias millas de distancia, sobre Bolayır, en el golfo de Saros (noroeste de Galípoli), tiene lugar otro ataque de diversión realizado por acorazados aliados. Este mismo día, 25 de abril, pero en el saliente de Ypres del frente franco-belga, prosigue la acometida alemana contra franceses y británicos utilizando esta vez cilindros de gas cloro, que tienen un color indefinido. ¿Verdoso? ¿Amarillento? ¿Grisáceo? La “guerra terrorista”, en expresión del historiador francés Pierre Miquel, comienza a desatarse en la sombría primavera de 1915, que trae así consigo esta otra floración de gases letales.

 

El sino sonámbulo, la inercia fatal se apoderan poco a poco de este lugar: Galípoli. La campaña vive otro espasmo posterior con un nuevo desembarco. El 6 de agosto de 1915 el IX Ejército británico toma los azules bajíos de Suvla, una bahía situada al norte del frente Anzac. Mientras tanto en Estambul, en el caluroso verano de 1915, los saboteadores no dejan de prender fuego a las agónicas casas de madera otomanas, sobre todo en barrios tentadores como el de Sultanahmet, donde descuella en lo alto la esbelta mezquita Azul. No es el único terror popular. El sumergible británico E-11, al mando del capitán de corbeta Nasmith, consigue hundir un barco carbonero atracado en el muelle de Haydarpaşa (de esta estación de trenes de Estambul parten los convoyes de tropas turcas hacia el Cáucaso, Siria y los Santos Lugares en Arabia). Los sumergibles aliados son los únicos que de forma periódica logran salvar el minado embudo de los Dardanelos.

 

Agosto de 1915 es un mes sangriento. Galípoli se sume en su propio vaivén funesto. Hastío y alerta. Silencio por inhumaciones de cadáveres y acerados silbidos de obuses. Al tiempo, las aves migratorias empiezan a cruzar el cielo de los Dardanelos rumbo a La Meca y las tierras cálidas del Profeta. Otoño, lluvias furibundas, nevadas que se creen impropias de estos pagos meridionales. El 9 de enero de 1916, el último soldado británico consigue evacuar la península de Galípoli en un paquebote. Una trompeta sin pistones toca a retreta. Fin de la campaña.

 

Al frente de guerra en Galípoli se registra un envío total de 489.000 soldados aliados (410.000 británicos y 79.000 franceses). Alrededor de 252.000 causan baja: 52.249 mueren en combate. En cuanto al vecino, Turquía envía medio millón de hombres al martirio patriótico de Galípoli. Al peso, el número de bajas es el siguiente: 100.000 heridos; 64.000 evacuados; 21.498 fallecidos por enfermedad; 55.127 muertos en combate y 10.067 desaparecidos. En comparación con Verdún o el Somme, el parte no impresiona tanto por el número de muertos. La orografía de la muerte, por qué mueren allí los hombres y de qué modo; esto es lo que llama la atención del visitante que llega a Galípoli y recorre el increíble campo de batalla un siglo después.

 

En Galípoli, el soldado Johnny acaba conociendo por fin a su homólogo, el soldado Mehmet. Pero al principio, el mozallón llegado desde una granja de ovejas de Adelaida no sabe quién es el tipo contra el que tiene que disparar, calar la bayoneta, apretar su cuello con las manos cuando la guerra de trincheras, tras meses de lucha, deriva en pelea tabernaria. Tampoco sabe bien a qué lugar concreto del mundo lo envían tras largos periodos de instrucción y tedio en Egipto. Ni tampoco sabe ni puede saber que viene a Galípoli para quedarse, si es el caso, para siempre, enterrado bajo una lápida.

 

En esta península turca, bañada por el mar Egeo y los Dardanelos, existen 31 cementerios británicos que preservan la memoria secular de los caídos. Están diseminados por toda la piel amorfa del campo de batalla. Las lápidas se esparcen por las escasas llanadas, en las playas de azules graduales, sobre barrancas y escarpas. Bienvenidos a Galípoli.

 

 

          (…)

 

Beach Cemetery, el chico de los burros

 

Cuando se anda a la vera de la costa, acompañado por el tibio reverbero del mar Egeo, la cercanía de la cala Anzac procura un prurito de emoción –legítima por otra parte– en el recién llegado. Tanto es lo que hay escrito acerca de estas playas. Y tanto es lo que aún hoy tienen de significado en la memoria legada a los hijos, a los nietos y bisnietos de los veteranos y caídos en Galípoli. Todos o casi todos australianos y neozelandeses.

 

Una indicación lo anuncia al visitante: “The Anzac landed near this spot at down on 25th April”. Así es realmente. Cerca de este punto tiene lugar el desembarco primitivo del ejército Anzac en la matinal del 25 de abril de 1915.

 

El recinto funeral de Beach Cemetery, al que de inmediato se rinde visita, se sitúa entre la playa de Brighton, que queda varios metros más atrás, y este otro punto al que se llega de seguido, conocido en los mapas de la campaña como Hell Spit. En sus alrededores se levanta Beach Cemetery.

 

La playa de Brighton, en Kabatepe, es la zona más desembarazada de la costa oeste en la península. Aquí y no en otra playa está previsto el desembarco de las primeras partidas de hombres. Pero, como se explica a lo largo de esta ruta, la desorientación bajo la noche, la excitación nerviosa, el flujo de las mareas lleva a los invasores a desembarcar de forma errónea en un punto más al norte, en la actual cala Anzac, aledaña ya a North Beach. A lo largo de la campaña, la parte de Brighton queda habilitada como una gran depósito playero. Se acopian sobre la gruesa arena enseres, embrollos de alambre, maderas macizas de árboles y, en fin, diverso material del que se vale, sobre todo, la unidad de ingenieros del cuerpo Anzac. Como se sabe, el citado teniente australiano William Henry Dawkins pertenece a esta unidad operativa.

 

En Brighton los hombres se bañan en el mar incluso antes del verano. Creen estar más al resguardo de los francotiradores turcos. En ocasiones, el viaje en espoleta de los shrapnels llega por lo alto hasta estas aguas en apariencia plácidas, mientras los soldados, ajenos a los combates, se bañan, nadan cual patosos o retozan. También, en los días iniciales del desembarco, la Compañía de Muleros de la India establece su base, casi al modo de un establo, en Brighton. Su misión es acarrear agua, víveres y munición a los soldados que están ya apostados en primera línea de fuego en el frente Anzac. Muchos se hallan en las trincheras excavadas a la carrera sobre escarpas y alcores. Las posiciones en el frente se están definiendo aún en las horas más vírgenes de la campaña. Pero ni los muleros ni las bestias de carga están a salvo de los disparos del enemigo. Las balas proceden de los puestos de tiro al blanco, allí donde los turcos se parapetan. Las bestias abatidas, con las patas yertas, se apilan una tras otra en la orilla de la playa. Un cuadro sensible y grotesco. El agua del mar remoja sus panzas y perlea las crines, las cuales relucen bajo el cauto sol de abril.

 

En Hell Spit, el visitante accede a Beach Cemetery. El cementerio se alza en escalón sobre el nivel del mar. Un jardinero de uniforme, a sueldo de la CWGC (Commonwealth War Graves Comission), está regando la hierba del recinto. Un rododendro de frondosa copa ocupa buena parte del terreno. Entre las lápidas hay manojos de geranios rojísimos y ramilletes de margaritas. Cara al mar, los tiestos de los caídos descienden por la verde costana hasta el mismo filo del escalón, junto al agua. El Egeo parece cosa no líquida, sino una obra como con textura propia, gubiada en madera polícroma, puesto que el mar anda picado y afloran infinitos rizos de olas azules y verdes. Es cierto lo que de común se dice. La primera impresión es la que queda. Así, y no más lejos, este sonido suave y relajante del mar, pues todo Galípoli, por un instante, se convierte en una caracola que el visitante se lleva al oído. Esto no obedece a ningún pasaje florido o alambicado. Es la verdad o, al menos, algo que puede ajustarse a la verdad sensorial de este momento único.

 

El mar, pues, asoma solícito. Hasta donde alcanza la vista no hay rastro de barco o piróscafo alguno. ¿No resulta insólito? Qué diferente todo al ayer histórico, esa crónica de avatares que el visitante trae como prefijada en la mente. Al inicio de este 25 de abril (desde Brighton hasta la cala Anzac y North Beach), todo este mismo mar, ahora despejado, empieza a llenarse de botes y más botes de remos. Los soldados vienen apretujados, mientras los buques de guerra, desde donde aquéllos pasan a los botes, asoman por detrás pese a la espesura agria del alba.

 

Entre las tumbas de Beach Cemetery se encuentra la de un soldado muy querido. En tiempos recibe este apodo: El chico de los burros. Se llama John Simpson Kirkpatrick. Sus compañeros aquí enterrados son en su mayoría oriundos de Australia. Pero Kirkpatrick es un inglés de pura cepa. Lo delata su acento de South Shields, en County Durham. Galípoli es en gran parte un osario de muertos enterrados, pero de nombres muchas veces desconocidos. El de Kirkpatrick sí es uno de estos nombres propios que humanizan el relato, a menudo monstruosamente anónimo, de la matanza.

 

El chico de los burros se hace pronto famoso entre la soldadesca. Se vale de dos burros, a los que llama Murphy y Duffy. Kirkpatrick no teme el riesgo que asume al transportar a los heridos desde las colinas de Monash Valley hasta la cabeza de puente en el mar. Junto a la zona de Courtney & Steel’s Post (el puesto Anzac pegado a las trincheras turcas de Bombasırtı), el chico resulta muerto. Sucede el 19 de mayo, el día en el que los turcos inician un ataque demente en toda la línea del frente Anzac. Tiene 22 años. Una fotografía en plena campaña lo muestra risueño. Sus orejas de soplillo armonizan muy bien con su cara toda de bonachón. Se hace acompañar de uno de sus burros ambulancia. A lomos del burro va montado un soldado, que muestra una pierna envuelta con vendas de primeros auxilios.

 

En Beach Cemetery están sepultados, uno junto al otro, el teniente Albert Byrne, de Nueva Gales del Sur, y el mayor Edward Oldham, de Australia del Sur. El teniente resulta gravemente herido al desembarcar el día 25 en Brighton y fallece al día siguiente. El mayor Oldham cae abatido también en las refriegas iniciales. Por entonces, durante la campaña, los túmulos de ambos oficiales, como los de tantos otros caídos, se encuentran pegados, el uno junto al otro, hermanados bajo una misma capa de tierra oscura. Unas piedras delimitan el minifundio. Sobre dos cruces adustas, se leen sus nombres. Hoy en Beach Cemetery, aunque remodelado y ampliado al acabar la guerra, las lápidas con los restos del teniente Byrne y del mayor Oldham vuelven a estar pegadas, una junto a la otra, como antaño, en respeto a la originaria inhumación. El visitante da fe de ello.

 

El jardinero de la Commonwealth abandona ya el recinto de Beach Cemetery. Debe continuar su ruta habitual, la cual recorre con su tractor y su remolque. El visitante también se va en busca del siguiente cementerio, el de Shrapnel Valley. Hay que dar la espalda al mar y seguir tierra adentro, por donde apuntan los primeros dibujos montuosos del paisaje.

 

 

De Shrapnel Valley a Plugge’s Plateau

 

Los defensores turcos conocen bien pronto esta ladera, a la que llaman como Korku Deresi (valle del terror). Los Anzac están de acuerdo en llamarla casi con idéntico nombre. Pero optan por bautizarla mejor como Shrapnel Valley: el valle de los shrapnels.

 

Durante la cruda jornada del 25 de abril, sobre este terreno faldero, pegado hoy a un cerrillo de pino bajo, la lluvia de shrapnels lanzada desde las líneas otomanas cae de forma incesante y aterradora. El sonido sibilante de los obuses avisa de lo que se viene encima. Pero, en este ínterin, también permite correr a los soldados, lo justo para poder tenderse en el suelo en busca de resguardo. Elemental, por otra parte. En los parapetos de la defensa, por el interior de la península, los artilleros otomanos se valen de cañones a ruedas, de pinta antediluviana, que recuerdan a los de los cuadros que ilustran la guerra ruso-turca de 1876-1878. Los cañones apuntan hacia arriba, a los cielos. De este modo los obuses, al descender al nivel del mar, consiguen trazar su elipse mortífera. A través de los binoculares, los oficiales turcos dirigen el operativo desde las alturas de Sarı Bayır.

 

El visitante observa ahora las lápidas esparcidas sobre este amplio cementerio: Shrapnel Valley. No hay nadie. Hace calor. Puede escucharse el canto monocorde de una chicharra. Todo un deleite. Son las cosas añadidas por las que Galípoli merece una visita. De 1915 a 2015, el transcurso de lo vivido resulta largo y cambiante. Pero aquí, en este campo de batalla, el tiempo no pierde sus sonidos genuinos, sino que se reproduce en una sonata nueva, que hay que saber captar en su más arcana plenitud. En Galípoli la música del tiempo cambia de ayer a hoy con notas ahora inopinadas. Del furor del infierno a las notas más quedas que emite la común naturaleza en esta esquina del mundo. Lo que va, al fin y al cabo, del acerado sonido de unos obuses al canto apacible de una chicharra. Lo dicho, un deleite.

 

Desde un navío apostado en el Egeo, la cabeza al mando del frente Anzac, el comandante Birdwood, no puede ver in situ cómo sus hombres, tras desembarcar, se despliegan por tierra firme como hormiguillas irritadas, confusas (sir Ian Hamilton hace lo propio desde el HMS Queen Elisabeth). Desde las playas, los que pueden y no caen abatidos corren en zigzag hasta aquí, hasta esta especie de explanada franca, donde se levanta el actual cementerio. Con los días, ganado ya cierto terreno al enemigo, desde Shrapnel Valley parte la principal ruta de abastecimiento a las sufridas tropas que se parapetan como pueden por toda la abrupta corteza del sector Anzac.

 

La ruta gana en riesgo de muerte a medida que penetra más hacia arriba, por Monash Valley (John Monash, de la 4.ª brigada de infantería australiana, le presta su nombre). Desde abajo (donde ahora se halla el visitante), el sendero asciende y va apartando a un lado y a otro refugios provistos de sacos terreros, precarias pagodas hechas con tela de lona, arbustos y zarzas que brotan en cualquier recoveco del maldito terreno. Recuas de mulas, carros con pertrechos, soldados cansados o briosos y sonrientes, los burros ambulancia del apreciado Kirkpatrick… El trazado es un sube y baja constante, de acuerdo con las urgencias que exige el flanco central del frente. Sobre todo allá en lo alto, en las más temibles pero afamadas trincheras, caso de las de Quinn’ Post. Precisamente, entre los centenares de tumbas que pueblan Shrapnel Valley, hay una que señala el reposo definitivo del mayor Hugh Quinn (en su honor se le pone nombre al puesto avanzado que éste consigue establecer y que se sitúa, como otros tantos, a sólo unos metros de las gazaperas de los turcos).

 

Por todo Monash Valley, la fusilería otomana hace estragos en los bultos color caqui de los invasores. Al principio, a los francotiradores les favorece el paisaje embrozado. Otros se tienden sobre riscos, lajas y salientes, siempre en altura, con el mar en lontananza. Apuntan y disparan a los inermes muñecos. Éstos suelen llevar gorra de plato. Pero otros, los más, son perceptibles por sus curiosos sombreros de fieltro flexible. Lo llevan calado con un ala levantada, en la que lucen la insignia de un sol naciente, igual que en el cuello de la guerrera. Sobre las hombreras, en metálico, luce la palabra amada y destellante: Australia.

 

Muchos de los enterrados en Shrapnel Valley mueren en las primeras refriegas del 25 de abril. No obstante, con fecha posterior (24 de mayo de 1915), una fotografía muestra al padre William McKenzie, quien se halla dirigiendo un servicio religioso. El responso tiene lugar aquí, en Shrapnel Valley. El padre está de pie, el breviario abierto en las manos. Frente a él, un montículo de arena. Al servicio asisten dos soldados, que se destocan de sus gorras. Sostienen las palas con las que, poco antes, consiguen excavar la zanja que aguarda al finado. Esto ocurre, como se indica, a los treinta días del desembarco.

 

Por entonces, pasado ya también un mes de lucha en Galípoli, en la capital Estambul, a las viudas de los soldados muertos en el frente el Ministerio de la Guerra les concede una irrisoria pensión de 99 kuruş. Sólo un kilo de pan vale 50 kuruş en el ruin mercado de la especulación. Las pensiones se cobran en las ventanillas del ministerio. Los funcionarios del gobierno también atienden a las mujeres de los hombres desaparecidos en los diversos frentes, merced a las maleables y lejanizas fronteras que defiende el imperio otomano. Desesperadas, algunas de estas esposas llaman perros a los funcionarios. Y, pese a que se considera delito toda invectiva a su persona, muchas no dudan en insultar al sultán y califa Mehmet V.

 

Desde Shrapnel Valley hasta Plugge’s Plateau el visitante emprende una escalada de casi un kilómetro sobre el nivel del mar Egeo. Páginas atrás, el visitante cita este punto sobre Plugge’s Plateau, pues las vistas hermosas que desde este lugar se obtienen contagian cierta ansiedad.

 

La ascensión viene indicada por una trocha trazada con traviesas de madera. A la izquierda, mientras se sube, se contempla una estrecha cinta de arena empapada por el mar: la cala Anzac. Por encima de la cala, sobre un primer arribe, una carretera de asfalto hace mella sobre el paisaje vitalicio que le corresponde a este lugar tan legendario. Las olas baten incansables sobre la cala. El rompeolas luce blanco por la espuma. El mar está maculado por los inefables azules y la familiar mezclilla de verdes. Al fondo, hacia el norte, sobre un saliente, unos árboles pegados a la costa señalan el lugar donde, contiguo a la cala Anzac, se levanta el cementerio de Arıburnu.

 

Una vez en la cumbre, el visitante conoce por qué lleva este nombre el pequeño camposanto al que se llega (apenas si tiene unos 80 metros cuadrados). Un oficial neozelandés, Arthur Plugge, consigue fijar su posición en esta altiplanicie desde el mismo 25 de abril. Pero antes, Plugge y el resto de escaladores tienen que enfrentarse al primer y más serio duelo contra los turcos. Los disparos y descargas mezclan sus ecos disonantes por todo el entorno de Plugge’s Plateau. Toda una enloquecedora batida de caza.

 

El segundo teniente Muharrem, con apenas 60 hombres a su servicio (pertenecen a la 8.ª compañía del 27.º regimiento turco), defiende esta zona a la que los nativos llaman como Haintepe. Sólo 60 denodados turcos se enfrentan a 1.500 australianos y neozelandeses. Con tesón y no poca contrariedad, todos ellos vienen trepando por la escarpadura que, de forma repentina, se levanta sobre la cala Anzac y Arıburnu. El teniente Muharrem resulta herido de gravedad. Sólo tres o cuatro de sus soldados, de entre esta brava partida, consiguen sobrevivir al combate en el entorno de Plugge’s Plateau. Una imagen famosa muestra al que se cree que es el primer prisionero turco que los Anzac logran capturar entre la playa y Plugge’s Plateau. La fotografía está hecha a bordo del buque de transporte Galeka. El prisionero posa en actitud no se sabe bien si de desafío o de puro pasotismo. Por ojos tiene dos blancas órbitas, muy salientes, que miran con desgana a la cámara. Quizá es el primer artefacto de este tipo que el prisionero, tal vez un palurdo, ve en su vida.

 

El visitante cuenta sólo 17 lápidas en Plugge’s Plateu Cemetery. Si bien los aquí yacentes responden en número total a 12 australianos, 8 neozelandeses y 4 de nombre desconocido. Las lápidas están dispuestas sobre un terreno de gravilla. El recinto lo preside el habitual memorial de cantería con la cruz labrada y el conocido epitafio (Their Name Liveth For Evermore). La pinaza rodea al camposanto, aquí, en la otrora cota que consigue defender aquel oficial llamado Arthur Plugge.

 

En el pequeño cementerio no hay nadie. Lógico, puesto que la escalada exige su esfuerzo. No obstante, se comprueba que hay devotos y deudos que preceden a este visitante. Así, sobre la lápida del soldado de Nueva Zelanda J. O’Donnell, del Regimiento de Auckland, hay una pequeña cruz sujeta con chinarros, que está apoyada sobre el tiesto. Se lee: Their Spirit Our Pride, 1914-1918. Como ofrenda, también hay colocada una de las simbólicas amapolas de color rojo del Poppy Day. Como es archisabido, con esta amapola los británicos honran a sus muertos en la Primera Guerra Mundial. El soldado J. O’Donnell tiene 21 años y muere el 25 de abril de 1915. A la par, en idéntico día pero por el estrecho de los Dardanelos, el único sumergible australiano que participa en Galípoli, el AE2, consigue traspasar las barreras de minas y navega curso arriba hacia Gelibolu. Es como un buen presagio para la moral aliada (y para la australiana en particular), pues durante días se mantiene operativo por el Mar de Mármara. De hecho consigue torpedear algún que otro buque otomano. Pero, ¿sabe algo de la gesta del AE2 el soldado O’Donnell cuando muere?

 

El cementerio de Plugge’s Plateau es un magnífico belvedere. Se otea todo el dibujo en arco, precioso acuífero, que delimita la zona de Ocean Bay. Un único barquito de recreo navega sobre la plácida bahía. Las gaviotas planean con delicadeza por un cielo azuzado por los ventarrones. En la lejanía se vislumbra el pico finísimo y costañero de Nibrunesi, de donde parte la otra bahía hermana de Suvla. De forma lastimosa, la carretera gris serpentea en paralelo el curvilíneo perfil que marca la costa de Galípoli. Sobre tierra se aprecia parte de los extraños arrecifes cercanos, que parecen como canteras de albero, y tras las cuales, hacia arriba, bajo el objetivo clave de Chunuk Bair, se encuentran The Nek, Walker’s Ridge, Quinn’s Post, Baby 700 y tantos otros puntos delicados dentro de la ruta Anzac por el frente.

 

Antes de descender, el visitante reconoce de nuevo el tractor del jardinero de la Commonwealth. Está parado junto al cementerio de Arıburnu. Próximo al recinto se encuentra un lamentable parcherón de alquitrán. Es un aparcamiento para coches y furgonetas de tour-operadores.

 

 

La cala Anzac, piedras para el recuerdo

 

Antes de llegar a pie a la cala Anzac, sobre Hell Spit (Beach Cemetery se halla sólo unos metros por detrás), se erige un monolito turco en honor a la referida 8.ª compañía del 27.º regimiento. De estos paredones, toscos y severos, está llena buena parte de la península. Al visitante le resultan bien pronto familiares.

 

Se resume en él cómo tan escasísimo número de soldados turcos obliga no obstante a los 1.500 primeros invasores a dispersarse por los alrededores. El tiempo precioso que emplean en contener al enemigo permite la llegada de refuerzos provenientes de las unidades móviles de reserva, acantonadas en la retaguardia (cabe recordar que una de ellas es la 6.ª división de Mustafa Kemal).

 

Todo, en principio, resulta insólito. Al mando del V Ejército otomano, Liman von Sanders jamás llega a pensar que uno de los encontronazos con el enemigo –cabo Helles está escribiendo su propia crónica– tendrá lugar en esta parte tan quebrada de la costa. Prueba de ello son las dos únicas compañías que hay desplegadas para cubrir los ocho kilómetros que se extienden desde Kabatepe hasta Arıburnu. Insiste Liman en creer que es muy al norte, en el istmo de Bolayır, frente al golfo de Saros, el punto escogido por los invasores para efectuar su desembarco a gran escala. A las 5.00 del día 25 de abril lo despiertan en su cuartel general de Gelibolu. El enemigo está tomando tierra en la península. La operación discurre al parecer por varios puntos inconexos.

 

A pie de nuevo junto a la costa, el visitante se topa con el sitio exacto. En este punto confluyen la historia y la memoria, desmenuzada esta última en apéndices de vida íntima o personal, tal y como revelan los muchísimos diarios escritos por los soldados. Si es cierto que Galípoli no es un lugar, sino una idea de lugar, la cala Anzac es tal vez el kilómetro cero, el punto nutricio desde donde parte y se expande, como topografía añadida, toda esta abarcadora idea de lugar. Una especie de murete en mitad del camino lo indica en inglés y en turco: ANZAC COVE-ANZAK KOYU.

 

Por detrás, bruñido y puro, asoma el antiguo mar de la Hélade, fragua de mitos y de ancestrales tributos para contento de los dioses. Pero en 1915 este mismo mar, este trozo de mar en concreto, da origen a otro mito, todo él mucho más prosaico, absolutamente mortal, ajeno a las venturas del oráculo. Sobre este pedazo de costa comienza el verdadero mito de Galípoli. Quienes ayudan a forjarlo invocan a sus propios dioses en la hora dada. Sir Ian Hamilton, comandante en jefe del ejército aliado, apela a la providencia en plena aurora del desembarco: “¡Dios omnipotente, Guardián de la vía láctea, Pastor de las estrellas de oro, ten piedad de nosotros!”. El militar, bardo solapado, escribe desde el inicio su diario de campaña, en el que se entreveran el panteísmo lírico y un salmo o parte mundano por cada día descrito en el frente. El 25 de abril (festividad por cierto de San Marcos evangelista), Hamilton se convierte a sí mismo en el más fino evangelista de la campaña.

 

De cerca, según coteja el visitante, la quiebra del paisaje resulta evidente. La carretera y la erosión natural deslucen el entorno originario. El nuevo trazado se abre paso incluso por entre los crestones arcillosos más próximos a la playa. Todavía hoy llaman la atención por su extraña formación geológica. En 1915 no se estudia al detalle la informe cualidad del terreno que hay que tomar al asalto. Por debajo de la carretera queda la cala Anzac. Un arribe desciende sobre la estrechísima playa. Asfódelos, jaramagos y floresta libre recubren el arribe. Un malecón hecho en piedra lo separa pendiente abajo a lo largo de la cala.

 

El visitante desciende pues hasta la misma cala. Hoy como ayer, sorprende la poca arena que hay. Todo o casi todo está recubierto por guijarros, algas desecadas y otros restos indiscernibles arrojados por el mar. La playa mide 600 metros de largo. En 1915 ofrece una anchura mayor a la que hoy por hoy muestra tras un primer vistazo. Ésta y no otra es, en definitiva, la mítica cala Anzac. El viento sopla aquí abajo de forma destemplada. Pero las olas, pese al mar picado, se deshacen inocuas y constantes en la orilla. El cabrilleo del sol sobre el mar Egeo da lugar a infinitas pepitas refulgentes. Pero ahora, cuando el visitante se concentra y mira al mar de frente, el sol se oculta y todo se funde en negro. La noche y el mar ennegrecido forman como una misma gacha viscosa. Debe provocar congoja a todo aquel que se adentra en ella.

 

Madrugada, 25 de abril de 1915, entre las 2.00 y las 3.30. Tres acorazados británicos (el Queen, el Prince of Wells y el London) paran sus motores. Entre la tropa presta a desembarcar se reparten bollos tiernos y café caliente. Se trata de una primera partida de 1.500 hombres pertenecientes a la 3.ª brigada de infantería australiana. Son parte del nutrido cuerpo de ejército Anzac (la metrópoli en Londres también los designa de esta otra forma un tanto altiva: la tropa de los Dominios). Los soldados vienen de navegar unas 40 millas náuticas desde que parten de la isla de Lemnos. Macutos a la espalda y fusiles al hombro, a continuación bajan por las escalas de los buques. Portan además sacos de arena vacíos, botellitas de agua, petacas con munición y bolsas blancas con raciones para un par de días (carne, té, azúcar y galletas). Apiñados, sin fumar (¡esas brasas delatadoras cara al enemigo!), embarcan acto seguido en 36 botes con remos. Se hallan ya a flote sobre la inquietante y negra tinción del mar. Pero la costa de Galípoli tan sólo se intuye en la distancia como brumoso arrecife. Se aprecia incluso el insomne juego de haces de luz que por el este barre el estrecho de los Dardanelos.

 

A las 4.00, todavía a cierta distancia de la costa, se sueltan los cables de remolque desde los acorazados. Junto a los botes aparece una flotilla de pinazas. Producen un ruido de motor inapropiado para la tensión del momento. Las pinazas se acercan hasta unos 300 metros de la costa. Enmudecen ahora los motores. El chapoteo del mar en la orilla se escucha en el recuerdo tal y como ahora lo evoca y escucha también este visitante. Acto seguido, en plena alborada, los marineros empuñan los remos. El litoral de Galípoli se muestra entonces como lo que es, un lugar desconocido, que de inicio contagia el pálpito trémulo y amenazador de lo inhóspito. Los botes continúan acercándose, a punto ya de embarrancar. ¿Es que nadie los está viendo llegar?

 

De súbito, un cohete se eleva desde los farallones y atraviesa la cauta amanecida de este día, domingo 25 de abril. De seguido acontece una fragorosa descarga de fusiles. Pero al inicio del operativo, por entre el brumaje del alba, lo que aún llama la atención, a eso de las 4.38, es cómo el fuego fusilero de los turcos se asemeja a una sensación de pronta tormenta: al poco de las primeras gotas, gordas y preludiales, sobreviene el granizo. A bordo de las latas sardineras, en las que los hombres vienen comprimidos, se escuchan descargas, disparos aislados. Y, acto seguido, cae sobre ellos un intenso pedrisco, que al poco viene acompañado por el fúlgido ardor de los obuses y la metralla. Comienza el aquelarre.

 

Los 1.500 australianos saltan aprisa desde los botes. Aún tienen que vadear unos 50 metros hasta llegar a tierra. La impedimenta entorpece los movimientos. De cintura para abajo el mar ralentiza el esfuerzo. Hay quien resulta ya alcanzado y perece en los botes. Otros se ahogan aquí mismo, frente a este mar que baña la cala Anzac. Muchos se desprenden de su impedimenta y la depositan en la desconocida playa. Los recién desembarcados calan la bayoneta. Entonan un absurdísimo e intraducible grito de guerra, pero que traen aprendido de los días de parranda en El Cairo. ¡¡Inshi Yallah!! ¡¡Inshi Yallah!! Los escasos turcos que al inicio les hacen frente sobre la linde costañera arrojan sus fusiles al suelo y huyen hacia las escarpas.

 

El cuadro del desembarco y el tiempo se funden en una misma confluencia de marcha y contramarcha. Algunos aguerridos muchachos encaran al enemigo, excitados, briosos, prendidos al grito desgarrador que acompaña al ataque. Pero, desde los botes que siguen acercándose a la orilla, se observan maniobras de una cachaza insólita. Hombres que caminan por la playa, por los primeros riscos, con absoluta calma. No van a la guerra, sino que parece que se dirigen a la parada del autobús con una manera en el andar típicamente australiana (así lo refiere, con esta misma comparación, algún que otro veterano superviviente).

 

El relato del desembarco que describe Allan Moorehead en su libro Gallipoli refiere todo lo antedicho y concluye con esta cita para lo venidero: “La leyenda Anzac había comenzado”.

 

Un siglo después de todo aquello, el visitante vuelve a pisar esta arena, la playa, los chinarros donde esta leyenda trágica comienza a tener su desarrollo, capítulo tras capítulo. Desde el alba, durante todo el 25 de abril, el ataque se desparrama sin ton ni son por las estribaciones de Arıburnu. Cada lance, cada escaramuza, cada uno de los escenarios bélicos que siguen; todo ello se acompaña de un horario escrupuloso que, no obstante, convierte a toda esta jornada en un galimatías. Qué ocurre a las 6.30 y cómo reaccionan los turcos. Cómo transcurre el escarceo a las 12.00 del mediodía. Y cómo se detiene el avance Anzac por los turcos en horas vespertinas, a eso de las 16.00. En plena noche cerrada, a las 21.30, los subordinados del general Birdwood le hacen ruegos para evacuar la playa ante el caos, el desoriente y el imprevisto aguante de los turcos. Pero, poco antes de medianoche, se conoce la respuesta negativa de Hamilton. Éste se encuentra en pijama, en el comedor del HMS Queen Elisabeth. Los hombres deben atrincherarse, deben atrincherarse, deben atrincherarse… Lo más difícil ya está hecho. Deben resguardarse y resistir, concluye Hamilton, embutido en su pijama.

 

A partir de dicha orden, en la madrugada del día siguiente, 26 de abril, en el frente Anzac comienza la mutación sobre el paisaje. Los hombres excavan trincheras por todo farallón y barranca que rodea a la cala. Es la hora de los célebres diggers, los excavadores que horadan estos suelos tan extraños como incultos. Poco a poco, con indesmayable afán, van labrando como una especie de inmenso campamento minero. La taracea de las palas, la activa musculación de los cuerpos y una confianza recobrada permiten dar rienda a esta tarea propia de titanes.

 

Entretanto, los mandos ya sopesan que hay algo que falla en toda esta gran tramoya. La cala Anzac, esta miserable y reducida playa a la que acaban de arribar, no es la que viene asignada en el plan inicial. Algunas teorías especulan con que tal vez, en el último instante, se decide no desembarcar en la playa mucho más adecuada de Kabatepe (esto es, desde Brighton hacia el sur). Existe el temor de que las defensas otomanas, bien pertrechadas, pueden constituir aquí una seria amenaza. La playa de Kabatepe se encuentra mucho más desabrigada que esta otra cala Anzac. Otra teoría, harto conocida, concede prioridad al decisivo influjo de las corrientes marinas, que conducen a los botes más hacia al norte, acuciados además por el desamparo nocturno.

 

Especulaciones aparte, el visitante aprecia ahora cómo la marea va subiendo de a poco hacia el malecón. Vuelve, pues, la luz del sol al escenario del relato. Pero no se trata de la fulgente luz de este presente mes de junio. Es, más bien, la luz aún amodorrada de las primeras horas matinales, las de aquel inolvidable 25 de abril. Partidas de soldados continúan desembarcando en Arıburnu. También se inicia el progresivo desembarco de mulas y vituallas por parte del cuerpo de muleros de la India. Hacia las 11.00 de la mañana la cala Anzac se encuentra aún semidesierta. Sólo algunos grupetos de botes y de soldados maniobran por el entorno. Cerca de la costa, buques de guerra como el Bacchante siguen transportando hombres y deslizando pinazas al mar. A la par, por cerros y altiplanos, australianos y neozelandeses se desenvuelven en escaramuzas y celadas furtivas contra los soldados otomanos. El frente los atrapa en su maraña, a imagen y semejanza de la topografía dada: Galípoli.

 

Sin embargo aquí, en la cala Anzac, sorprende la forma con que discurren las horas inaugurales. El tiempo empieza a fluir como una línea discontinua. Fuego graneado de inicio y, de pronto, momentos estables, interludios de una quietud inverosímil. Películas y documentales varios recrean el desembarco a través del aguijoneo de las balas, de los obuses que provocan sulfúreos resplandores en la arena, sobre el mar, que se llena de explosiones y chorros magníficos. Más y más zumbidos de obuses. Serpentines que tiznan el cielo. Deflagraciones que anulan los oídos con ese pitido agudo de quien de pronto queda sordo por ensalmo, inválido en mitad de la demencial estampa. Pero esta suerte de tiempo discontinuo, que no obstante discurre aquí en la cala Anzac, desvela otras escenas increíblemente pasmosas. Por medio de botes auxiliares, se ve cómo desembarca, de forma calma, el personal del estado mayor de las divisiones Anzac. Algunos se afanan en el calafateo de los botes. Hay hombres –no demasiados, la verdad– que yacen heridos o muertos en la playa a hora temprana. Otros, sin embargo, parecen estar como de charleta mientras el operativo anfibio va llenando la playa de una actividad creciente. Las evacuaciones de heridos comienzan a producirse por medio de buques improvisados. Veterinarios al servicio de las bestias de carga se ocupan de atender a los primeros gemebundos. Desde las 17.30 del 25 de abril hasta las 3.00 del día 26, alrededor de 1.700 heridos evacúan Galípoli partiendo de la cala Anzac.

 

Calma y agitación, de los momentos de pasmo al mismísimo averno. Del lado violento de esta histórica jornada, el testimonio del teniente de ingenieros W. H. Dawkins es bien elocuente. En su diario cuenta cómo de un destructor embarca luego en una balandra de madera, de la que tiran, como otras tantas, varias lanchas motoras. En la costa el oleaje natural se ve removido por explosiones de obuses y súbitas ráfagas de balas. Los más infortunados quedan pronto fuera de combate. Precisa Dawkins que, nada más poner pie a tierra, enseguida intenta ir a la busca de pozos de agua dulce. Por el sur, hacia Hell Spit, se topa con un chozo con turcos que se encuentran allí agazapados. Bajo un avispero de balas, él y otros ingenieros no dejan de cavar en espera de dar con veneros de agua potable. Durante el día cavan y cavan por los barrancos colindantes a la playa, bajo haces de balines y bandadas de obuses. Al anochecer refiere el “sonido magnífico” que arroja la batalla. El contraataque de las tropas turcas toma un fragor desesperado y heroico. Regueros de heridos, muchos de ellos mutilados, comienzan a bajar por los escarpes de Arıburnu, sumidos en el aturdimiento y el dolor. Preso de neurosis, un coronel abre fuego contra las colinas donde se parapetan sus propios soldados, mientras los diggers continúan perforando el bronco terreno. Pero, ¿no reciben la orden de cavar, cavar y cavar hasta ponerse a salvo?

 

Derrengado, el teniente Dawkins intenta echar un sueño reparador que nunca llega. Al poco rato lo sacuden para despertarlo. La crudeza de los combates está fijando las líneas definitivas en el frente, sobre todo allá en lo alto, por los cerros y salientes más abruptos. La situación es crítica. Los turcos muestran un inopinado tesón y están recibiendo refuerzos por la retaguardia. Hacen falta municiones. Hasta bien entrada la madrugada del 26 de abril, Dawkins no consigue caer rendido por el esfuerzo en algún punto inconcreto, pero a salvo de balas y metralla. Ahora no puede o no desea recordar lo que, dos meses antes, en una carta del 26 de febrero de 1915, le remitiera a su madre tras la derrota de los otomanos en el Sinaí, junto al canal de Suez: “Los turcos, sin lugar a dudas, no tienen madera de buenos soldados”.

 

Por las crestas amarillas del inland de Arıburnu, el inmediato frente de guerra que se perfila es reflejo de un escénico desbarajuste. Los otomanos de primerísima línea de vanguardia retroceden ante el creciente despliegue de tropas Anzac. Pero los invasores están desperdigados y hormiguean de aquí para allá, sin un orden táctico claro. Muchos de ellos intentan fijar su posición al resguardo de algún accidente. La dactilografía de las metralletas turcas no cesa desde las alturas. Los obuses silban sobre sus cabezas. No se visualiza sobre el paisaje una unidad de mando. Los turcos más avisados aprovechan esta falla y acometen acciones audaces. Un grupo de soldados, de aspecto aturbantado, consigue penetrar hacia las playas por entre las líneas australianas. Fingen formar parte de una remesa de tropas coloniales de la India. Desean parlamentar con oficiales australianos de graduación. Precisamente éstos están esperando a una partida de gurkas indios. Se fija un punto de reunión. Oficiales australianos y turcos embozados empiezan a parlamentar. Hasta que empieza a caer la sospecha sobre los supuestos conferenciantes indios. Éstos portan rifles en mano y una muesca argentina despunta en sus bayonetas. El lance se precipita y se produce la pronta refriega. Un capitán llamado McDonald y un intérprete de nombre Elston, caen prisioneros de los turcos. En días posteriores, se conoce que los rotativos en Estambul airean el golpe de efecto con los vientos de la propaganda patriótica.

 

Las horas pasan. La estrecha faja de playa se va sobrepoblando de tropa y acopios hasta que queda atestada. De los 1.500 australianos que se adentran en lo ignoto a primera hora, se llega a los 15.000 que en total efectúan su desembarco antes del anochecer del 25 de abril en esta cala Anzac. Hasta el 1 de mayo son 27.000 los soldados que se arraciman en la playa. La llamada ciudad-Anzac va cobrando volumen. No obstante, se ve ceñida a la escasa porción de tierra que existe entre la misma playa y el campo minero que se está excavando sobre arcillas, cerros ingratos y salientes recubiertos de abrojos.

 

De entre los habitantes de esta ciudad-Anzac no sólo hay mozos o padres de familia venidos de Australia y de Nueva Zelanda (esquiladores, granjeros, buscavidas, campesinos, médicos, leguleyos, tratantes, pioneros). También hay hombres cuajados en otros oficios mucho más inopinados. Ellos llegan a Galípoli para cumplir con otra misión subsidiaria. Se trata del cuerpo añadido de corresponsales de guerra. Su deber es informar a sus rotativos acerca de esta nueva brecha que acaba de abrirse en este remoto frente de la Gran Guerra: Turquía.

 

Una anécdota refiere el estrambótico episodio de Ashmead-Bartlett (enviado oficial de la prensa de Londres y azote posterior de sir Ian Hamilton). El plumilla no tiene otra ocurrencia mejor que desembarcar tocado con un llamativo sombrero de color verde. Sin duda, un tentador reclamo. Los francotiradores turcos se ceban con todo aquel que se le acerca. Los Anzac lo toman por un espía encargado de llamar la atención a su alrededor, a fin de facilitar el tiro al blanco. Poco falta para una ejecución por las bravas si no es por la interferencia de un conocido.

 

Por su parte, el australiano Charles Bean es otro de los cronistas que ganan fama y prestigio informando sobre el avatar de Galípoli desde el inicio. Suyos son los volúmenes venideros que dedica a la leyenda Anzac (The Story of Anzac). Respecto a la creación de la ciudad-Anzac, ésta la describe con todo pormenor. Entre el 25 de abril y el 1 de mayo de 1915, casi 30.000 hombres llegan a esta nueva casa de acogida llamada Galípoli. Existen unidades variopintas, que dan su color y su crematística al también llamado Ejército de los Dominios. A los muleros de la India se les unen los fusileros de Ceylan, maoríes de Nueva Zelanda y una brigada judía dedicada también al acarreo de bestias de carga (el muy simbólico Zion Mule Corps).

 

Meses más tarde, hacia el 26 de agosto, Charles Bean da detalle de la densísima ciudad portuaria que ahora mismo, a ojos del visitante, se muestra vacía, ventosa, desabrida sobre todo. Deben ser muchos los turistas australianos que aquí llegan y arden en deseos de poner pie en la cala Anzac. Pero, tal y como se detalla, la playa está ahora vacía. Tal desamparo provoca como una melancolía agria alrededor, mientras el viento agita el cabello al visitante, las hojas del cuaderno de notas, restos resecos de algas de color marrón. Enfrente, sobre el mar, penachos de espuma blanca afloran y se diluyen sobre la gran pecera azul: el Egeo.

 

Cuesta imaginar ahora lo que Bean refiere con profuso detalle en sus crónicas. Sobre esta playa se acopia una cantidad formidable de cajas de galletas, quesos, piensos, desinfectantes, carne enlatada (la incomible y odiada carne enlatada), azúcar, té. A todo ello se le une el variopinto almacén de la guerra: uniformes, montañas de botas, carretas, carros y carriolas, ruedas de repuesto, vigas, rieles, cajas y cajas de municiones, arreos, marmitas, cureñas. Del botín de la ciudad-Anzac los turcos dan cuenta a su debido momento, cuando los aliados evacuan la península en el por ahora muy lejano diciembre de 1915, acharados por el fracaso y la derrota. Transcurrido un siglo de todo aquello, hoy por hoy nada queda de la célebre ciudad-Anzac que tanto ilustran las fotografías de época.

 

El 27 de abril de 1915, el diario The Times de Londres publica un severo editorial de portada. Los soldados en Galípoli están cayendo ya como mosquitas en los frentes playeros de Anzac y de cabo Helles. Pero la reputada cabecera pide al Whitehall evitar toda distracción en frentes teatrales y distintos al único que de veras importa: el frente franco-belga. Por dicha fecha, en plena vorágine del frente occidental, 11.000 británicos mueren precisamente en la absurda carnicería de Aubers, en la región norteña de Artois. A estas alturas de la Gran Guerra, no hay que olvidar que el desembarco aliado en las playas de Galípoli coincide en Europa con la llamada Segunda Batalla de Ypres (del 22 de abril al 25 de mayo de 1915). Los alemanes se fajan en un infructuoso intento de quebrar las líneas enemigas en el sector de Langemark. La acometida la acompañan con el primer ataque con gas cloro ejecutado a gran escala. Británicos y canadienses quedan paralizados por el terror químico. Por su parte, soldados del ejército australiano comparten la ponzoña del campo de batalla en Ypres. Mientras sus compatriotas están muriendo ya en Galípoli, esta otra partida australiana enviada a Flandes es la primera que pone pie en suelo europeo para servir en el frente occidental. El caso es que, ante la inepcia de los mandos, The Times pide depurar a los mandos responsables por lo ocurrido en Aubers. Pero asimismo, y como contrapeso, los actos heroicos, no del todo bien difundidos, consiguen restañar en parte las calamidades más dolorosas para la moral aliada. Este mismo 27 de abril, el sumergible británico E-14 comandado por el teniente C. Boyle logra atravesar los Dardanelos a veinte metros por debajo de las barreras de minas. Salva así el fuego de las baterías otomanas en Kilitbahir. A la altura de Gelibolu torpedea y hace blanco contra un gran navío turco. Al parecer, a bordo se hallan 6.000 soldados otomanos que se dirigen a suplir las bajas del frente en el cabo Helles. Todos perecen. A diferencia de Ypres, el despreciado frente de Galípoli en Turquía, según juicio de The Times, sí da alegrías para la causa británica.

 

Para el 28 de abril, la cala Anzac ya muestra a las claras su aspecto de enorme hangar y de muelle portuario a pleno rendimiento. Imágenes de archivo, con fecha de tal día, así lo ilustran. Hasta Hell Spit, allí por donde hoy por hoy se divisa un blocao militar turco (construido mucho después de la guerra), se elevan diversos fortines y se trazan calles flanqueadas por montañas de cajas y de sacos terreros. La orilla se convierte en un fondeadero repleto de fletes. Se construyen pantalanes para el amarre de barcazas de transporte y otras barquichuelas. Personal militar diverso va y viene, ocupado en mil y una tareas de intendencia.

 

No obstante, a pesar del parapeto que propicia tanta caja y tanto saco terrero, jamás se está a salvo del tiro de caza de un francotirador turco. Ni tampoco de los buenos días que anuncia el primer shrapnel que, desde bien temprano, suele caer sobre aguas de la cala. Pese al peligro (que abarca a la zona aledaña de North Beach), los hombres se lavan y refrescan en la orilla. Muchos de ellos no tienen reparo en mostrar sus cuerpos desnudos. A la soldadesca le trae al pairo enseñar el calibre de sus penes, lo que puede dar pie a la chanza en ambientes tan gregarios.

 

El general Birdwood también aparece fotografiado en la prensa australiana, desnudo, mientras bracea en la cala Anzac. Su puesto de mando, vulgar chamizo, se encuentra al resguardo en lo posible, bajo las primeras torrenteras de arcilla. Cada cual anda metido en su hoyo y en su espelunca. Birdwood suele acudir a la cala a bañarse. Llegado el caso, no duda en nadar en busca de alguna que otra caja que flota a la deriva y que contiene o pastelillos o su correo personal. En el momento más impensado, una bala puede perforar su calva cuando ésta rebrilla al sol, bajo esta especie de agua bautismal que la recubre.

 

Como acto litúrgico, si así se puede decir, el visitante recoge ahora algunas piedras de la actual cala Anzac y las guarda en su mochila. ¿Por qué hacerlo?

 

Quizá pueden servir de amuleto contra el olvido, esa flojera lenta pero inoculante, que tarde o temprano llega a anular hasta al visitante más comprometido con su viaje. Pasados los meses, unos años, todo esto que ahora se apunta a buen seguro que queda convertido en otra imagen documental del pasado mismo. Estas olas que baten en la orilla, el mar que sufre el azote del viento, la marea que ahora ya casi llega a los pies del visitante en esta cala Anzac. Todo esto, en fin, parece cosa ya de un revelado póstumo, el de una imagen histórica o de archivo, que tiende a fundirse, a revelarse incluso, sobre otra imagen anterior, y sobre otra, y otra más. En el fondo, si de un sepiado se trata, la postal tomada ahora, en este 2015, no parece ser muy distinta de aquellas otras captadas en 1915.

 

 

 

 

Estos fragmentos corresponden al libro Viaje a Galípoli. La batalla por el tiempo, recién publicado por la editorial Pre-Textos.

 

 

 

 

Javier González-Cotta (Sevilla, 1970) es periodista y escritor. Fundó y dirigió la revista de libros Mercurio. Ha sido colaborador de la edición de Andalucía del diario El Mundo y del suplemento de viajes El Caminante. Especializado en literatura de viajes y en la literatura turca, entre sus libros destacan Errabundia Express (Point de Lunettes) y Estambul. Paseos, miradas, resuellos (Almuzara). Preparó la edición Cuatro años bajo la Media Luna, de Rafael de Nogales, venezolano que luchó en la Primera Guerra Mundial al servicio del imperio otomano (Almuzara).

 

 

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